Todo buen policía lo sabe. Se parece bastante al ajedrez o al boxeo. A alguna gente hay que acorralarla y hacerle perder la serenidad. Pero a otros simplemente se los abofetea y ellos terminan golpeándose a sí mismos.
De habérselo yo preguntado, él me habría contado la historia de su vida. Pero nunca le pregunté ni siquiera cómo se destrozó la cara. Si él me lo hubiera dicho, quizá se habrían podido salvar un par de vidas. Posiblemente, pero no más.
La última vez que bebimos juntos en un bar fue en mayo, a una hora más temprana que la habitual, justo después de las cuatro. Parecía cansado y más delgado, pero miró a su alrededor con sonrisa de placer.
– Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer cóctel de la noche y se coloca sobre una impecable carpeta con una servilletita doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago tranquilo de la noche, en un bar tranquilo, es maravilloso.
Estuve de acuerdo con él.
– El alcohol es como el amor -expresó-. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo que hacemos es desvestir a la muchacha.
– ¿Y eso es malo? -le pregunté.
– Es muy interesante, pero es una emoción impura… impura en el sentido estético. No estoy despreciando al sexo. Es necesario y no tiene por qué ser desagradable. Pero siempre hay que manejarlo con prudencia. Transformarlo en algo maravilloso es empresa de millones de dólares, y cuesta cada centavo de esos millones.
Miró a su alrededor y bostezó.
– No he dormido muy bien. Se está cómodo aquí. Pero dentro de un rato esto se llenará de borrachos que hablarán en voz alta, se reirán y las mujeres malditas empezarán a hacer señas con las manos, visajes con la cara y harán retintinear sus malditas pulseras y se maquillarán con esos hechizos envasados que proporcionan fascinación especial por un momento, pero que ya avanzada la noche adquieren un olor a transpiración leve pero inconfundible.
– Tómelo con calma -le dije-. No son más que seres humanos que transpiran, se ensucian y tienen que ir al baño. ¿Qué es lo que usted esperaba… mariposas doradas revoloteando en una nube color de rosa?
Vació su copa y la sostuvo boca abajo, se quedó observando cómo se formaba una gotita en el borde, que tembló un instante y luego cayó sobre la mesa.
– A ella le tengo lástima -dijo Terry lentamente-. Es una verdadera ramera. Puede ser que en cierto sentido le tenga cariño. Algún día me necesitará y yo seré el único tipo que esté a su lado y que no la haya engañado. No sería extraño que entonces me fuese y la abandonase.
Me quedé mirándolo sin decir nada y al cabo de un momento dije:
– No hace bien al venderse en esa forma.
– Sí, ya sé. Soy débil de carácter; no tengo agallas ni ambición. Cogí el anillo de bronce y me asombré cuando comprobé que no era de oro. Un tipo como yo tiene en su vida un solo momento grande, realiza una sola vuelta perfecta en el trapecio más alto y después se pasa el resto del tiempo tratando de no caer de la acera a la alcantarilla.
– Todo eso no disculpa nada. -Saqué la pipa y comencé a llenarla.
– Ella está asustada, muy asustada.
– ¿De qué?
– No sé. No hablamos mucho ahora. Quizá tenga miedo del viejo. Harlan Potter es un insensible hijo de perra. Por afuera está cubierto de dignidad victoriana, pero en su interior es tan despiadado como un miembro de la Gestapo. Sylvia es una perdida. El lo sabe y la odia por eso, pero no puede hacer nada más que esperar y vigilar; si Sylvia llega a verse envuelta en algún escándalo mayúsculo, la hará pedazos y luego los enterrará a miles de millas de distancia unos de otros.
– Usted es su marido.
Levantó el vaso vacío y lo golpeó con fuerza sobre el borde de la mesa; lo hizo añicos. El mozo le clavó la vista, pero no dijo nada.
– Así nomás, compañero, así nomás. ¡Oh! Claro que soy su marido. Eso es lo que dice el registro, pero en realidad no peso más que los tres escalones blancos y la gran puerta de color verde y el llamador de bronce con el que se da un golpe largo y dos cortos en la puerta y la criada que lo deja entrar a uno en el prostíbulo de cien dólares.
Me puse de pie y dejé caer unas monedas en la mesa.
– Usted habla demasiado -le dije-, y demasiado de sus cosas. Hasta pronto.
Me dirigí hacia la salida dejándolo allí sentado; pare cía ofendido y se había puesto pálido, al menos es lo que creí ver con la clase de luz tan tenue que tienen esos bares. Me gritó algo mientras me alejaba, pero yo seguí andando.
Diez minutos después lamenté haberlo hecho, pero ya estaba en otro lugar. No volvió más a mi oficina, ni una sola vez. Le había tocado donde dolía.
Durante un mes no lo volví a ver. Cuando lo hice eran las cinco de la mañana y apenas empezaba a clarear. La llamada persistente del timbre de la puerta me sacó de la cama. Atravesé a tientas el vestíbulo y el living y abrí la puerta. Allí estaba de pie, con el aspecto de quien no ha dormido durante una semana. Llevaba un sobretodo liviano con el cuello levantado y me pareció que tiritaba. Tenía un sombrero de fieltro oscuro echado sobre los ojos.
En la mano llevaba una pistola.
No me apuntaba con la pistola, simplemente la empuñaba en la mano. Era un arma automática de calibre mediano, de fabricación extranjera, con seguridad no era ni Colt ni Savage. Con su pálida cara llena de cicatrices, el cuello levantado, el sombrero hundido y la pistola, parecía recién salido de una película de gángsters.
– Me llevará a Tijuana para que alcance el avión de las diez y cuarto -dijo-. Tengo el pasaporte y el visado y todo arreglado excepto la cuestión transporte. Por ciertas razones no puedo tomar el tren o el ómnibus o el avión desde Los Angeles. ¿Le parece que quinientos dólares es un precio razonable por un viaje en taxi?
Permanecí en la puerta y no me moví para dejarlo entrar.
– ¿Quinientos, más la pistola? -pregunté.
La miró en forma un tanto distraída y después se la metió en el bolsillo.
– Podría ser una protección -dijo-. Para usted, no para mí.
– Entonces, entre.
Me aparté a un lado para dejarlo pasar; parecía exhausto y se dejó caer en una silla. El living estaba todavía oscuro debido a los tupidos arbustos que la propietaria había dejado crecer y que cubrían las ventanas. Encendí una lámpara, saqué un cigarrillo y lo encendí. Lo miré fija mente, me despeiné el pelo que ya estaba bastante alborotado, y adopté mi vieja expresión burlona.
– ¿Qué diablos me pasa?… ¡Malgastar el tiempo durmiendo en una mañana tan encantadora! ¿Conque a las diez y cuarto? Bueno, tenemos mucho tiempo. Vamos a la cocina y prepararé un poco de café.
– Estoy en un buen lío, amiguito. -”Amiguito”; era la primera vez que me llamaba así, pero en cierto sentido esa palabra concordaba con la forma en que había entrado con la manera de vestir, con la pistola y todo lo demás.
– Va a ser un día precioso. Corre una ligera brisa. Se puede oír el susurro de los viejos eucaliptos que están en la vereda de enfrente murmurando entre sí. Hablan de los viejos tiempos, en Australia, cuando los canguros saltaban bajo las ramas y los koala caminaban trepados unos al lomo de los otros. Sí, tenía la impresión de que usted estaría metido en el lío. Pero hablaremos de eso cuando haya tomado un par de tazas de café. Siempre estoy un poco aturdido cuando acabo de levantarme. Conferenciemos con Mr. Huggins y Mr. Young.
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