– Ya le he dicho que yo no soy ninguna maravilla. Demonios, ¿por qué la habré dejado la primera vez? ¿Por qué, después de aquello, me portaba como un miserable cada vez que la veía? ¿Por qué prefería vivir en el fango antes que pedirle dinero? Estuvo casada cinco veces, sin incluirme a mí. Cualquiera de ellos volvería a su lado conque sólo moviera un dedo. Y no solamente por sus millones.
– Es una mujer muy atractiva -comenté. Miré mi reloj-. ¿Por qué tenemos que estar exactamente a las diez y cuarto en Tijuana?
– En el avión que sale a esa hora siempre hay asiento.
No hay nadie en Los Angeles que desee viajar en un DC 3 sobre montañas, si puede tomar un Constellation y hacer el viaje a México en siete horas. Y los Constellation no paran donde yo quiero ir.
Me puse de pie y me apoyé contra la piscina.
– Ahora déjeme hacer un resumen y no me interrumpa.
Usted vino a verme esta mañana en un estado emocional muy intenso y quería que lo llevara a Tijuana para alcanzar el primer avión. Tenía una pistola en el bolsillo, pero no tengo por qué haberla visto. Me dijo que había aguantado todo lo que pudo, pero que anoche había estallado. Encontró a su esposa borracha perdida y un hombre había estado con ella. Usted salió y fue a un baño turco a pasar el tiempo hasta que llegara la mañana, y desde allí llamó por teléfono a dos parientes cercanos de su esposa y les dijo lo que estaba haciendo. A dónde fue usted, no es asunto que me concierna. Usted tenía los documentos necesarios para entrar en México. Cómo fue allí tampoco es asunto que me interese. Somos amigos e hice lo que me pidió que hiciera, sin pensarlo demasiado. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Usted no me paga nada. Tenía su coche, pero se sentía demasiado nervioso para conducir. Ese es asunto suyo también. Usted es un tipo emotivo que en la guerra recibió una herida grave. Creo que tendré que tomar su coche y meterlo en algún garaje para que lo guarden.
Buscó en sus ropas y me alcanzó un llavero de cuero, por sobre la mesa.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Depende de quién lo escuche. Aún no he terminado. Usted tomó solamente lo que llevaba puesto y algún dinero que le dio su suegro. Dejó todo lo que ella le había dado hasta un hermoso coche que dejó estacionado en la Brea esquina Fountain. Usted quería irse lo más limpiamente que pudiera hacerlo y sigue haciéndolo. Está bien. Estoy dispuesto a ayudarlo. Ahora voy a afeitarme y vestirme.
– ¿Por qué va a hacer esto, Marlowe?
– Sírvase una copa mientras me afeito.
Salí de la cocina y lo dejé allí sentado, en el rincón. Todavía tenía puesto el sobretodo y el sombrero, pero parecía bastante más animado.
Entré en el baño y me afeité. Regresé al dormitorio y me estaba anudando la corbata cuando de pronto apareció en el umbral de la puerta.
– Por si acaso lavé las tazas -dijo-. Pero estoy pensando una cosa. Quizá sería mejor que usted llamara a la policía.
– Llámela usted mismo. Yo no tengo nada que decirles.
– ¿Quiere que lo haga?
Me di vuelta de golpe y le dirigí una mirada dura.
– ¡Maldito sea! -expresé casi a gritos-. Por amor de Dios, ¿no puede dejar las cosas como están?
– Lo siento.
– Claro que lo siente. Los tipos como usted siempre lamentan las cosas y siempre lo hacen demasiado tarde.
Se volvió y, atravesando el vestíbulo, se dirigió al living .
Terminé de vestirme y cerré con llave la parte de atrás de la casa. Cuando entré en el living vi que se había quedado dormido en el sillón; tenía la cabeza inclinada hacia un costado, el rostro pálido, todo el cuerpo vencido por el cansancio y el agotamiento. Daba lástima. Le toqué el hombro y comenzó a despertarse lentamente, como si tuviera que recorrer un largo camino desde donde estaba hasta donde yo me encontraba.
Cuando se despertó del todo y pudo prestarme atención, le pregunté:
– ¿No va a llevarse ninguna maleta? Todavía tengo aquella blanca de cuero de cerdo en el estante superior de mi ropero.
– Está vacía -contestó con indiferencia-. Además es demasiado llamativa.
– Llamará más la atención si no lleva equipaje.
Volví al dormitorio, me apoyé en uno de los estantes del armario para poder alcanzar el estante superior. La puerta superior del armario, en forma de escotilla, estaba justo sobre mi cabeza, de modo que la levanté y metí la mano adentro hasta donde podía alcanzar, dejando caer el llavero de cuero detrás de una de las polvorientas vigas o lo que fueran. De un tirón bajé la maleta.
Sacudí el polvo que la cubría y empecé a meter adentro algunas cosas, un par de pijamas nuevos, pasta dentífrica, cepillo de dientes, un par de toallas grandes y otro de toallitas de mano, una serie de pañuelos de algodón, un tubo de crema de afeitar de quince centavos y una de esas maquinitas de afeitar que regalan con el paquete de navajitas. No había nada usado, nada marcado, nada llamativo, excepto que su propio equipaje hubiera sido mejor. Agregué una botella de whisky que todavía conservaba su envoltura original. Cerré la maleta, dejé la llave puesta en una de las cerraduras y la llevé al living. Terry se había vuelto a dormir. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, fui al garage con la maleta y la coloqué detrás del asiento delantero del descapotable. Saqué el coche, cerré el garaje y subí las escaleras para despertarlo. Después cerré la casa y partimos.
Manejé a bastante velocidad, pero no demasiado rápido como para que nos detuvieran. Casi no intercambiamos palabras y no nos paramos para comer. No había tiempo para eso.
Pasamos sin dificultad la frontera. Llegamos a la meseta ventosa donde se levanta el aeropuerto de Tijuana; estacioné el coche cerca de la oficina y me quedé sentado en el auto mientras Terry iba a sacar el pasaje. Las hélices del DC3 estaban ya girando lentamente, lo suficiente como para mantener calientes los motores. El piloto, un tipo alto y robusto, de uniforme de color gris, conversaba con un grupo de cuatro personas. Una de ellas medía aproximadamente un metro noventa centímetros y llevaba una funda de revólver. Al lado suyo había una muchacha en pantalones, un hombre más bajo, de mediana edad, y una mujer de pelo gris y tan alta que a su lado el hombre parecía aún más bajo. También se encontraban tres o cuatro hombres por aquí y por allá; por su aspecto eran evidentemente mexicanos. Este parecía ser todo el pasaje. Habían colocado ya la escalerilla en la puerta, pero nadie parecía ansioso por subir. Entonces un camarero mexicano salió del avión, bajó los escalones y se detuvo, esperando. No parecía haber ningún equipo de altavoces. Los mexicanos subieron al avión, pero el piloto seguía la charla con los norteamericanos.
Había un Packard grande estacionado junto a mí. Salí del coche y eché una mirada alrededor. Quizás algún día aprenda a no meterme en asuntos ajenos. Al sacar la cabeza para salir, vi que la mujer alta miraba hacia mí.
Terry se acercó por el polvoriento camino de grava.
– Todo está arreglado -dijo-. Aquí nos despedimos.
Me tendió la mano. Se la estreché. Parecía encontrarse bien en aquel momento; sólo estaba cansado, cansado como el mismo diablo.
Saqué del Olds la maleta de cuero de cerdo y la deposité en el suelo. Terry la contempló con enojo.
– Le dije que no la quería -protestó con tono irritado.
– Adentro hay una hermosa botella, Terry, y algunos pijamas y otras cositas. Todas intrascendentes y anónimas. Si no la quiere, déjela en depósito o tírela.
– Tengo mis razones -insistió, poniéndose rígido.
– Yo también.
De pronto sonrió. Agarró la maleta y con la otra mano me apretó el brazo.
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