Raymond Chandler - El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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– Yo solía ser duro, pero me estoy volviendo viejo. Usted recibe un buen puñetazo, señor, y es todo lo que va a sacar de mí. En la cárcel tenemos muchachos que deberían estar trabajando en los corrales de ganado. Quizá no debiéramos tenerlos porque no son mozos amables y de puño limpio como este Dayton. No tiene cuatro hijos y un jardín con rosas como Green. A ellos les interesan otros entretenimientos. ¿Se le ocurren algunas otras cosas originales que decir, si es que va a molestarse en decirlas?

– No, mientras tenga las esposas puestas, comisario. -Hasta decir esto me dolió.

Se inclinó aún más y me envolvió con fuerza el olor de su sudor y de su aliento pútrido. Después se enderezó, dio la vuelta, volvió al escritorio y se sentó sobre sus sólidas nalgas. Agarró una regla de tres cantos y deslizó el pulgar a lo largo de uno de los bordes como si se tratara de un cuchillo. Al cabo de un instante miró a Green.

– ¿Qué está esperando, sargento?

– Ordenes. -Green arrastró la palabra como si aborreciera el sonido de su propia voz.

– ¿Es necesario dárselas? Usted es un hombre de experiencia, al menos eso dicen sus antecedentes. Quiero una declaración detallada de los movimientos de este hombre durante las últimas veinticuatro horas, o tal vez más; esto por ahora y para empezar. Quiero saber lo que ha hecho durante cada minuto de ese lapso. La quiero firmada, con testigos y verificada. La necesito para dentro de dos horas. Después quiero que él vuelva aquí limpio, pulcro y sin una marca. Y una cosa más, sargento… Hizo una pausa y dirigió a Green una mirada que hubiera dejado congelada a una patata recién sacada del horno.

– …la próxima vez que a un sospechoso yo le haga algunas preguntas corteses, no quiero que se quede inmóvil, mirando como si le hubiera arrancado la oreja al tipo.

– Sí, señor -Green se volvió hacia mí-. Vamos -dijo en tono malhumorado.

Gregorius me mostró los dientes. Necesitaban una buena limpieza.

– Salgamos, amigo.

– Sí, señor -dije cortésmente-. Con toda seguridad no fue ésa su intención, pero me hizo un favor. Con ayuda del detective Dayton, me resolvió un problema. A ningún hombre le gusta traicionar a un amigo, pero por usted yo no traicionaría ni a un enemigo. Usted no sólo es un gorila; es un incompetente. No sabe cómo conducir una investigación sencilla. Yo estaba haciendo equilibrio sobre la hoja de un cuchillo y usted hubiera podido hacer que me inclinara para un lado u otro. Pero tuvo que aprovecharse de mí, tirarme café a la cara y usar sus puños cuando estaba en una situación en que lo único que podía hacer era aguantar. De ahora en adelante no le diré ni la hora del reloj que está en su propia pared.

Por alguna extraña razón permaneció inmóvil en su silla y me dejó hablar. Después sonrió sarcásticamente.

– Usted no es más que el clásico tipejo que odia a la policía, amigo. Eso es todo lo que es usted, amiguito; simplemente un tipejo que odia a la policía.

– Hay lugares donde no se odia a la policía, comisario. Pero en esos lugares usted no sería policía.

También aguantó eso. Me imagino que podía hacerlo. Probablemente había oído cosas peores muchas veces.

En aquel momento sonó el teléfono de su escritorio. Miró hacia el aparato e hizo un gesto. Dayton dio rápida mente la vuelta al escritorio y descolgó el auricular.

– Oficina del comisario Gregorius. Habla el detective Dayton.

Escuchó con atención y en su frente se formó una pequeña arruga que casi unió sus hermosas cejas. Dijo suavemente:

– Espere un momento, por favor, señor.

Alcanzó el teléfono a Gregorius.

– El Comisionado Albright, señor.

Gregorius frunció la cara.

– ¿Sí? ¿Qué quiere ese cretino? -Tomó el teléfono, lo sostuvo un momento y su cara se suavizó.

– Habla Gregorius, Comisionado.

Escuchó durante unos instantes.

– Sí; está aquí en mi oficina, Comisionado. Le estuve haciendo algunas preguntas. No quiere cooperar. No quiere cooperar para nada. ¿Cómo? ¿Cómo dijo? -de pronto torció la cara en una mueca feroz. La sangre enrojeció su frente pero la voz no cambió de tono-. Si ésa es una orden directa, debería venirme del Jefe de Detectives, Comisionado… Seguro. Daré los pasos necesarios mientras me llega la confirmación. Seguro… Diablos, no. Nadie le ha puesto la mano encima… Sí, señor en seguida.

Colgó el auricular. Me pareció que la mano le temblaba un poco. Me observó detenidamente y luego miró a Green.

– Sáquele las esposas -ordenó con voz inexpresiva.

Green abrió la cerradura. Me froté las manos esperando los pinchazos y puntadas indicadores de que la sangre comenzaba a circular.

– Inscríbalo en la cárcel del distrito -dijo Gregorius hablando con lentitud-. Sospecha de asesinato. El fiscal del distrito ha sacado el caso de nuestras manos. Hermoso sistema el que tenemos aquí.

Nadie se movió. Green estaba cerca de mí, respirando en forma agitada. Gregorius levantó la vista y miró a Dayton.

– ¿Qué está esperando, pedazo de bobo? ¿Que le sirva un helado, tal vez?

Dayton habló con voz sofocada: -Usted no me dio órdenes, jefe.

– ¡Maldito sea, dígame señor! Soy jefe para los sargentos y los de más arriba. No para usted, muchacho. No para usted. Afuera.

– Sí, señor. -Dayton se dirigió rápidamente hacia la puerta y desapareció. Gregorius se puso de pie, se acercó a la ventana y permaneció parado de espaldas a la habitación.

– Vamos moviéndonos -murmuró Green en mis oídos -Sáquemelo de aquí antes de que le golpee de nuevo en la cara -dijo Gregorius desde la ventana.

Green fue hasta la puerta y la abrió. Me encaminé hacia la salida.

De pronto Gregorius vociferó: -¡Espere! ¡Cierre esa puerta!

Green la cerró y se apoyó en ella.

– ¡Venga aquí! -ladró Gregorius dirigiéndose a mí.

Yo no me moví. Permanecí inmóvil mirándolo. Green tampoco se movió. Se produjo un silencio impresionante. Entonces Gregorius atravesó la habitación muy lentamente y se paró frente a mí. Las puntas de nuestros pies se tocaron. Metió las manos grandes y toscas en los bolsillos y se balanceó sobre sus talones.

– Nadie le ha puesto la mano encima -dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo. Sus ojos tenían una mirada lejana e inexpresiva. La boca se movía convulsivamente.

De pronto me escupió en la cara y retrocedió.

– Eso es todo, gracias.

Se dio vuelta y se acercó a la ventana. Green abrió de nuevo la puerta.

Mientras salía, saqué el pañuelo y me limpié la cara.

Capítulo VIII

La celda N.° 3 del pabellón de delincuentes menores tenía dos literas, tipo camarote, pero el pabellón no estaba muy lleno, de modo que tuve la celda para mí solo. En el pabellón de delincuentes menores se trata bastante bien a la gente. Dan dos frazadas, ni sucias ni limpias y un colchón apelotonado de cinco centímetros de espesor que va encima de un elástico de metal entretejido. Hay inodoro con depósito de agua corriente, lavabo, toallas de papel y jabón gris de consistencia arenosa. El edificio es limpio y no huele a desinfectante. Abundan los presos de confianza, encargados de la limpieza.

Los guardias de la cárcel vigilan a los presos y hacen la vista gorda. A menos que uno sea borracho o psicópata o actúe como tal, permiten a los presos que tengan cigarrillos y fósforos. Hasta la audiencia preliminar uno conserva su propia ropa. Después se usa la ropa de la cárcel, el traje de presidiario, sin corbata, ni cinturón, ni cordones de zapatos. Uno se sienta en la litera y espera. No hay otra cosa que hacer.

El pabellón de los borrachos no es tan bueno. No hay litera, ni silla, ni frazadas, nada. Los tipos se acuestan sobre el piso de cemento. Se sientan en el inodoro y vomitan sobre su propio cuerpo. Aquello es el fondo de la miseria. Yo lo he visto.

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