El ascensorista volvió la cabeza y me hizo un guiño; yo le contesté con una mueca burlona.
– No intente hacer nada -me dijo Spranklin con voz severa-. Una vez le disparé un tiro a un hombre. Trataba de escapar. Casi me comieron crudo.
– ¿Así que pasó lo suyo?
Lo pensó y dijo: -Sí; en cualquier forma a uno siempre lo comen crudo. Es una ciudad ruda. No hay respeto.
Salimos del ascensor y franqueamos las puertas dobles de la oficina del Fiscal de Distrito. El conmutador no funcionaba; los cables y clavijas eran desconectados durante la noche. No había nadie en la sala de espera y sólo se veía luz en un par de oficinas. Spranklin abrió la puerta de una habitación pequeña, iluminada, en la que había un escritorio, un fichero, una o dos sillas y un hombre rechoncho, de mandíbula prominente, ojos estúpidos y cara arrebolada. En aquel preciso momento estaba metiendo algo en el cajón del escritorio.
– Podría llamar antes de entrar -le gritó a Spranklin.
– Lo siento, señor Grenz -balbució Spranklin-. Es taba preocupado con el prisionero.
Me empujó dentro de la oficina.
– ¿Le saco las esposas, señor Grenz?
– ¡No sé por qué diablos se las puso! -dijo Grenz en tono agrio.
Se quedó observando mientras Spranklin trataba de abrir la cerradura. Tenía la llave correspondiente en un manojo del tamaño de un pomelo y le costó trabajo encontrarla.
– Bueno, vuele de aquí -dijo Grenz-. Espere afuera para llevárselo de vuelta.
– Estoy fuera de servicio, señor Grenz.
– Usted estará fuera de servicio cuando yo se lo diga.
Spranklin se retiró hacia la puerta con la cara colorada como un tomate. Grenz lo siguió con mirada asesina y, cuando la puerta se cerró, trasladó la mirada hacia mi persona. Tomé una silla y me senté.
– No le dije que se sentara -vociferó Grenz.
Saqué un cigarrillo del bolsillo y me lo llevé a la boca.
– Y no le di permiso para fumar -prosiguió Grenz en el mismo tono.
– En la celda se me permite fumar. ¿Por qué no aquí?
– Porque está en mi oficina. Aquí yo soy el que dicta los reglamentos. Del otro lado del escritorio me llegaba un fuerte olor a whisky.
– Tómese rápido otro trago -le dije-. Lo tranquilizará. Creo que lo interrumpimos cuando entramos.
Se apoyó pesadamente en el respaldo de la silla. Su cara se arrebató. Prendí un fósforo y encendí el cigarrillo.
Después de un largo intervalo, Grenz dijo con voz suave:
– Está bien, guapo. Todo un hombre, ¿no? ¿Sabe una cosa? Cuando los hombres vienen aquí, los hay de todas las medidas y de todas las formas, pero salen de la misma medida… pequeña. Y de la misma forma… vencida.
– ¿Para qué quería verme, señor Grenz? Y no me importa si tiene ganas de prenderse a esa botella. A mí también me gusta tomar un trago cuando estoy nervioso y cansado, y después de un trabajo excesivo.
– No me parece usted muy impresionado por el lío en que está metido.
– No creo estar metido en ningún lío.
– Ya veremos. Mientras tanto quiero que me haga una declaración bien completa. -Señaló con el dedo un aparato registrador que estaba al lado del escritorio-. Le tomaré ahora la declaración y la transcribiremos mañana. Si el Comisionado Principal está satisfecho con su declaración puede dejarlo en libertad bajo promesa de no abandonar la ciudad. Comencemos. -Puso en marcha el aparato grabador. Habló con voz fría, firme, y con el tono más desagradable que encontró. Pero la mano derecha seguía tanteando el cajón del escritorio. Era demasiado joven para mostrar en la nariz el dibujo venoso y, sin embargo, lo tenía, y el blanco de los ojos presentaba una coloración desagradable.
– Estoy tan cansado de todo… -dije.
– ¿Cansado de qué? -preguntó bruscamente.
– Hombrecillos que se creen fuertes, en pequeñas reparticiones, respaldados por la fuerza pronuncian palabras y frasecitas muy duras que carecen de todo significado. He estado cincuenta y seis horas en el pabellón de delincuentes. Nadie me molestó; nadie trató de probar que era guapo. No tenían necesidad de hacerlo. Pero lo tenían en conserva para cuando lo necesitaran. ¿Y por qué razón estuve allí? Me han detenido bajo sospecha. ¿Qué demonios de sistema legal es éste que permite que un hombre sea metido en la cárcel porque un polizonte no obtuvo respuesta a alguna pregunta? ¿Cuál era la prueba que obraba en su poder? Un número de teléfono escrito en un anotador. ¿Y qué es lo que trataba de probar encerrándome? Nada absolutamente, excepto que tenía poder para hacerlo. Ahora usted está en la misma posición… quiere que me dé cuenta del enorme poder del que dispone y que le proporciona esta caja de cigarros que usted llama su oficina. Usted envía a un cuidador de niños asustados, a altas horas de la noche, para que me traiga aquí. ¿Tal vez pensó que el estar sentado durante cincuenta y seis horas, solo con mis pensamientos, anularía mi cerebro? ¿Cree que voy a llorar en su falda y pedirle que me acaricie la cabeza porque estoy tan espantosamente solo en una gran cárcel inmensa? Vamos, Grenz. Tómese un trago y sea un poco humano; estoy dispuesto a aceptar que usted no hace más que cumplir con su trabajo. Pero sáquese las manoplas antes de comenzar. Si usted es bastante grande no las necesita, y si las necesita usted no es bastante grande para vérselas conmigo.
Grenz permaneció sentado, escuchando, con la vista fija en mí. Después sonrió amargamente.
– Lindo discurso -comentó-. Ahora que se ha dado el gusto, a ver si empieza con la declaración. ¿Quiere contestar preguntas determinadas y específicas o simplemente contarlo a su manera?
– Les estaba hablando a los pájaros -respondí yo-. Sólo para oír soplar la brisa. No pienso hacer ninguna declaración. Usted es abogado y sabe que no estoy obligado a ello.
– Tiene razón -aceptó con frialdad-. Conozco la ley. Conozco el trabajo policial. Le estoy ofreciendo una oportunidad para que aclare su situación. Si no le interesa, yo me lavo las manos. Puedo iniciarle proceso criminal mañana a las diez de la mañana y citarlo para una audiencia preliminar. Puede ser que consiga salir en libertad bajo fianza, aunque yo me opondré a ello, pero si logra hacerlo le prevengo que le saldrá salado. Le costará mucho dinero. Le ofrezco otra forma de arreglar el asunto.
Miró un papel que tenía sobre el escritorio, lo leyó y le dio vuelta.
– ¿Cuál sería la acusación? -le pregunté.
– Sección treinta y dos. Complicidad después del hecho. Un delito. Le pueden tocar hasta cinco años en San Quintín.
– Es mejor que primero agarren a Lennox -dije con cautela.
Grenz sabía algo; lo percibí en su actitud. No podía precisar lo que era, pero me resultó evidente que traía algo entre manos.
Grenz se apoyó en el respaldo de la silla, tomó un lapicero y lo hizo girar lentamente entre las palmas de sus manos. Después sonrió; estaba gozando.
– Lennox es un hombre a quien le resulta difícil ocultarse, Marlowe. Para la mayoría de la gente se necesita una foto, y una foto buena. No para un tipo cuyas cicatrices le cubren todo un lado de la cara; sin mencionar el cabello blanco y el hecho de que no tiene más de treinta y cinco años. Tenemos cuatro testigos, y quizá más.
– ¿Testigos de qué? -Sentí un gusto amargo en la boca, como la bilis que tragué cuando el capitán Gregorius me golpeó. Aquello me hizo recordar el cuello aún dolorido e hinchado. Me lo froté suavemente.
– No sea terco, Marlowe. Un juez de la corte de justicia de San Diego y su esposa fueron a despedir a su hijo y a su nuera que viajaban justamente en aquel avión. Los cuatro vieron a Lennox, y la mujer del juez vio el auto en el que llegó al aeródromo y vio al que lo acompañaba. ¿Tiene algo que objetar?
Читать дальше