Raymond Chandler - El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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Pero había algo de lo que no se decía ni una sola palabra… la forma en que la habían golpeado. Nadie me haría creer que Terry hubiera hecho una cosa semejante.

Apagué las luces y me senté al lado de la ventana abierta. Afuera, en un arbusto, un mirlo lanzó unos trinos, admirándose a sí mismo antes de posarse para pasar la noche.

Me dolía el cuello. Me afeité, tomé una ducha y me fui a la cama. Permanecí acostado de espaldas, escuchando, como si muy lejos, en la oscuridad, pudiera oír una voz, una de esas voces calmas y pacientes que aclaran todo. No la escuché, y sabía que no la escucharía nunca. Nadie iba a explicarme el caso Lennox. No era necesario ninguna explicación. El asesino había confesado y estaba muerto. No habría pesquisa ni investigación.

Muy conveniente, como había hecho notar Lonnie Morgan, del Journal. Si Terry Lennox había matado a su esposa, entonces estaba muy bien. No había ninguna necesidad de proceso y de sacar a relucir todos los detalles desagradables. Si no la había matado, también estaba muy bien. Un hombre muerto es el mejor chivo expiatorio del mundo: no hay peligro de que hable jamás.

Capítulo XI

Por la mañana me afeité de nuevo, me vestí, y me dirigí con el coche por el camino habitual para estacionarlo en el lugar de costumbre; si el cuidador de la playa de estacionamiento sabía que yo era un personaje público importante, lo disimuló en forma magistral. Subí las escaleras, atravesé el corredor y saqué las llaves para abrir la puerta. Un hombre de tez morena y aspecto tranquilo me estaba observando.

– ¿Usted es Marlowe?

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Espere un momento -me dijo-. Alguien vendrá a verlo.

Se separó de la pared en la que estaba apoyado y empezó a andar arrastrando los pies.

Entré en la oficina y recogí la correspondencia. Sobre el escritorio había cartas recogidas por la encargada de la limpieza. Después de abrir las ventanas, leí las cartas y tiré las que no me interesaban, que constituían la mayoría.

Conecté el llamador con la otra puerta, llené la pipa, la encendí y entonces me senté a esperar que alguien gritara pidiendo ayuda.

Pensé en Terry Lennox con cierta indiferencia. Ya estaba perdiéndose en la distancia, con su cabello blanco, la cara llena de cicatrices, su débil encanto y esa forma de orgullo tan peculiar. No lo juzgaba ni lo analizaba, en la misma forma en que nunca le pregunté cómo se había herido o cómo pudo casarse con una mujer como Sylvia. Era como alguien que uno encuentra en un barco y llega a conocer muy bien aunque, al mismo tiempo, no lo conozca en absoluto. Se había ido de la misma forma que el pasajero que se despide en el muelle diciendo “nos veremos pronto, viejo”, y uno sabe que jamás se volverán a ver. Y si es que se vuelven a ver, él será una persona completamente diferente, sólo otro rotario en su coche. “¿Cómo andan los negocios? ¡Oh!, no están mal. Tiene buen aspecto. Lo mismo usted. Aumenté mucho de peso. ¿Acaso todos no aumentamos? ¿Se acuerda de aquel viaje en el Franconia (¡o el nombre que tuviera!). ¡Oh!, claro, hermoso viaje, ¿no?”

Al diablo si fue un hermoso viaje. Estabas mortalmente aburrido. Sólo comenzaste a hablar con aquel tipo porque no había nadie interesante a tu alrededor. Tal vez sucedió así con Terry Lennox y yo. No, no exactamente. Le debía algo. Invertí en él tiempo, dinero y tres días de cárcel, sin mencionar la trompada en la mandíbula y el puñetazo en el cuello, aún sensible al tragar. Ahora él estaba muerto y ni siquiera podía devolverle los quinientos mangos. Aquello me dolió. Siempre son las pequeñas cosas las que duelen.

El llamador de la puerta y el teléfono sonaron al mismo tiempo. Atendí primero el teléfono porque el llamador sólo significaba que alguien había entrado en la diminuta sala de espera.

– ¿Habla el señor Marlowe? El señor Endicott quiere hablar con usted. Un momento, por favor.

Endicott se puso al aparato.

– Habla Sewell Endicott -dijo como si no supiera que la secretaria ya me había adelantado su nombre.

– Buenos días, señor Endicott.

– Me alegra ver que lo pusieron en libertad. Pienso que posiblemente usted tuvo una buena idea al no ofrecer ninguna resistencia.

– No fue una idea. Simplemente obstinación.

– Dudo que vuelva a oír algo más sobre todo este asunto. Pero si no fuera así y necesita ayuda, no deje de llamarme.

– ¿Por qué tendría que pasar algo? El hombre está muerto. Les resultaría endemoniadamente difícil probar que estuvo conmigo. Y aun entonces tendrían que probar que soy culpable de haber tenido conocimiento del asunto. Y después tendrían que probar que cometió el crimen o que era un fugitivo.

Endicott carraspeó.

– Quizá no esté usted enterado de que Lennox dejó una confesión completa -dijo con cautela.

– Me lo dijeron, señor Endicott, pero me estoy dirigiendo a un abogado. ¿Hablaría de más si sugiriera que la confesión también tendría que ser probada, tanto en lo referente a su autenticidad como a su veracidad?

– Temo no disponer de tiempo para una discusión legal -dijo Endicott bruscamente-. Tengo que ir en avión a México para cumplir con un deber bastante triste. Probablemente adivine de qué se trata.

– Ajá. Depende de quién sea la persona a quien representa. No me lo dijo, ¿recuerda?

– Lo recuerdo muy bien. Bueno, adiós, Marlowe. Mantengo mi ofrecimiento de ayuda, pero permítame que también le dé un pequeño consejo. No crea que su posición está perfectamente aclarada y usted esté a salvo. Aún se encuentra metido en un asunto peliagudo.

Endicott cortó la comunicación y yo hice lo mismo. Permanecí un momento sentado, con el ceño fruncido, pero en seguida hice desaparecer de mi rostro este gesto de preocupación y me levanté para abrir la puerta de comunicación con la sala de espera.

Había un hombre sentado al lado de la ventana, hojeando una revista. Usaba traje gris azulado a cuadros color azul pálido casi invisibles. Tenía zapatos negros, de tipo mocasín con dos cordones, que son casi tan confortables como las sandalias pero que no arruinan los calcetines cada vez que uno camina una calle con ellos. En el bolsillo tenía un pañuelo blanco doblado en cuadro y detrás asomaba un par de anteojos para el sol. El cabello era abundante, oscuro y ondulado, la tez muy morena, la mirada viva y brillante, y se sonrió al mirarme. Sobre la camisa de un blanco inmaculado lucía una corbata color castaño oscuro anudada en forma de moño.

Dejó a un lado la revista y dijo:

– ¡Las cosas que se publican! He estado leyendo un artículo sobre Costello. Claro, ellos conocen todo sobre Costello. Lo mismo que yo conozco todo sobre Helena de Troya.

– ¿En qué puedo servirle?

Me contempló sin ninguna prisa y dijo de pronto:

– Un Tarzán en un gran monopatín rojo.

– ¿Qué?

– Usted, Marlowe. Es un Tarzán en un gran monopatín rojo. ¿Lo maltrataron mucho?

– Más o menos. Pero no creo que sea asunto suyo.

– ¿Después de que Allbright habló con Gregorius?

– No, después de eso, no.

Hizo un breve gesto de asentimiento.

– Usted recibió algún mendrugo cuando se le pidió a Allbright que frenara a ese infeliz.

– Ya le dije que no creo que sea asunto suyo. Y a propósito, no conozco al comisionado Allbright y no le pedí que hiciera nada. ¿Por qué habría de hacer algo por mí?

El tipo me miró malhumorado y se levantó lentamente, grácil como una pantera. Atravesó la habitación y se asomó a mi oficina, me hizo una señal con la cabeza y entró. Era uno de esos tipos que parecen ser los dueños del lugar donde se encuentran. Lo seguí y cerré la puerta. El hombre se detuvo al lado del escritorio y miró alrededor con expresión divertida.

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