Raymond Chandler - El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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No dije nada. Después de un momento se sonrió en forma burlona.

– Tarzán en un gran monopatín rojo -confirmó, arrastrando las palabras-. Un tipo guapo. Me permite entrar aquí y ponerlo como trapo de piso. Un tipo a quien alquilan por unas cuantas moneditas y que se deja manejar por cualquiera. Sin dinero, sin familia, sin perspectivas; nada. Hasta pronto, pobre infeliz.

Seguí sentado con las mandíbulas apretadas, mirando el resplandor de la cigarrera de oro que estaba en un rincón del escritorio. Me sentí viejo y cansado. Me puse de pie lentamente y agarré la cigarrera.

– Se olvidó de esto -dije, rodeando el escritorio.

– Tengo media docena de ellas -contestó con gesto despreciativo.

Cuando estuve bien cerca de él se la alcancé. Extendió la mano en forma displicente para agarrarla.

– ¿Qué le parece una media docena de éstos? -pregunté y le golpeé tan fuerte como pude en pleno vientre.

Casi se dobló en dos, gimiendo. La cigarrera cayó al suelo. Trató de apoyarse contra la pared y sacudió las manos hacia atrás y hacia adelante con movimientos convulsivos. Casi no podía respirar y estaba sudando. Consiguió enderezarse muy lentamente y con gran esfuerzo; de nuevo quedamos frente a frente. Permaneció inmóvil durante unos segundos y finalmente sonrió.

– No lo imaginaba capaz de esto -dijo.

– La próxima vez traiga un revólver… o no me llame infeliz.

– Tengo un acompañante para que me lleve el revólver.

– Tráigalo con usted. Lo necesitará.

– Usted es un tipo con el cual resulta difícil enojarse, Marlowe.

Con el pie empujé la cigarrera de oro a un costado, me agaché, la recogí del suelo y se la entregué. El se la metió en el bolsillo.

– No lo entiendo -dije-. ¿Qué valor tenía para usted perder tiempo en venir a agarrarme a mí? Será que se volvió monótono. Todos los tipos guapos son monótonos. Como jugar a las cartas en una mesa en que todos tienen ases. Usted lo tiene todo y no tiene nada. Está ahí simple mente mirándose a sí mismo. No me extraña que Terry no fuera a pedirle ayuda. Habría sido como pedirle dinero prestado a una prostituta.

Se apretó suavemente el estómago con dos dedos.

– Lamento que haya dicho eso, mocito. Podría pasarse de vivo.

Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Afuera estaba el guardaespaldas, que al verlo se apartó de la pared y se dio vuelta. Menéndez le hizo una señal con la cabeza. El guardaespaldas entró en la oficina y se quedó mirándome con ojos inexpresivos.

– Míralo bien, Chick -dijo Menéndez-. Si se presenta la ocasión, asegúrate de que lo reconocerás. Tú y él podríais tener trabajo uno de estos días.

– Ya lo he visto a él, jefe -dijo el tipo suave, moreno, de labios apretados, con la voz entre labios que siempre afectan todos ellos-. A mí no me molestará.

– No dejes que te golpee las tripas -dijo Menéndez con mueca burlona-. Su derecha no es ninguna tontería.

El guardaespaldas se limitó a hacer un gesto despectivo.

– No se me acercará tanto.

– Bueno, hasta la vista, infeliz -agregó Menéndez y salió del cuarto.

– Hasta pronto despidióse el guardaespaldas fríamente-. Mi nombre es Chick Agostino. Me imagino que me reconocerá.

– Como a un periódico sucio -contesté-. Hágame recordar para que no le pise la cara.

Se le contrajeron los músculos de las mandíbulas, pero se dio vuelta bruscamente y salió detrás de su amo.

La puerta se cerró con lentitud sobre los resortes neumáticos. Presté atención, pero no pude oír los pasos de los dos hombres que se alejaban por el hall. Caminaban tan silenciosos como gatos. Al cabo de un minuto quise estar seguro y abrí la puerta y miré hacia afuera. El hall estaba vacío.

Regresé a mi escritorio, me senté y durante un buen rato me estuve preguntando por qué un chantajista como Menéndez, poderoso e importante en el ambiente local, habría creído que valía la pena perder el tiempo en venir a verme personalmente para advertirme que no metiera la nariz en nada, justo unos minutos después de haber recibido una advertencia similar de Sewell Endicott, aunque expresada en términos diferentes.

No llegué a ninguna conclusión y entonces se me ocurrió que podría tratar de aclarar la cosa por otro lado. Levanté el auricular y pedí comunicación con el Terrapin Club , de Las Vegas; llamada personal de Philip Marlowe al señor Randy Starr. No hubo caso. El señor Starr no estaba en la ciudad. ¿Quería yo hablar con alguna otra persona? Dije que no. En verdad, ni siquiera tenía mucho interés en hablar con Starr. Fue un capricho momentáneo. Estaba demasiado lejos para golpearme.

Durante tres días no sucedió nada. Nadie me aporreó, ni me disparó un tiro o me llamó por teléfono para avisar me que no metiera la nariz donde no me correspondía. Nadie me contrató para encontrar a la hija que se había escapado, a la esposa infiel, el collar de perlas perdido o el testamento desaparecido. Durante esos tres días no hice más que estar sentado y contemplar las paredes. El caso Lennox había muerto casi tan súbitamente como había surgido. Hubo una breve indagación a la cual no fui citado. Se realizó fuera de hora, sin anuncio previo y sin jurado. El juez de crimen dictó el veredicto en que declaraba que la muerte de Sylvia Potter Westerheym di Giorgio Lennox había sido causada por su marido, Terence William Lennox, con propósitos homicidas, aunque la muerte había tenido lugar fuera de la jurisdicción de la oficina del juez de crimen. Entre los antecedentes se leyó, presumiblemente, la confesión. Es posible que se la verificara en forma satisfactoria para el juez.

Se hizo entrega del cadáver para que lo enterraran. Lo llevaron al norte en avión y fue depositado en la cripta familiar. La prensa no fue invitada. Nadie dio ninguna clase de entrevistas, y el señor Harlan Potter menos que ninguno ya que nunca concedía entrevistas. Era casi tan difícil verlo como al Dalai Lama. Tipos con cien millones de dólares viven una vida peculiar, detrás de una cortina de sirvientes, guardaespaldas, secretarios, abogados y ejecutivos dóciles. Presumiblemente comen, duermen, se hacen cortar el pelo y visten ropas. Pero uno nunca lo sabe con seguridad. Todo cuanto se lee o se oye respecto de ellos ha sido elaborado por una pandilla de tipos de relaciones públicas a quienes se les pagan buenos sueldos para que creen y mantengan una personalidad utilizable, algo sencillo, limpio y neto, cual aguja esterilizada. Eso no tiene por qué ser cierto. Simplemente tiene que concordar con los hechos conocidos, y los hechos conocidos pueden contarse con los dedos de la mano.

En las últimas horas de la tarde del tercer día sonó el teléfono. Habló un hombre que dijo llamarse Howard Spencer, representante de una editorial de Nueva York en California; había venido en rápido viaje de negocios, tenía un problema que le gustaría discutir conmigo y quería verme, si fuera posible, a la mañana siguiente, a las once, en el bar del Ritz Beverly Hotel .

Le pregunté qué clase de problema tenía.

– Un tanto delicado -me contestó-, pero enteramente ético. Si no llegamos a un acuerdo le pagaré por el tiempo perdido, por supuesto.

– Gracias, señor Spencer, pero no es necesario. ¿Lo recomendó alguien que conozco?

– Alguien que ha oído hablar de usted…, incluyendo su reciente escaramuza con la ley, señor Marlowe. Puedo decir que eso fue precisamente lo que me interesó. Mi problema, sin embargo, no tiene nada que ver con aquel trágico asunto. Se trata de que…, bueno, será mejor que lo discutamos frente a unas buenas copas en lugar de hacerlo por teléfono.

– ¿Seguro que usted quiere mezclar en su asunto a un tipo que ha estado a la sombra?

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