– No me importa ir con el calzado mojado, ya se secará -dijo Tirón mientras se quitaba la ropa empapada y se ponía la otra.
El centurión negó con la cabeza.
– Hazme caso. He ido y venido de las Columnas de Hércules andando, al frente de mis hombres. Soy un experto en pies. Te alegrarás de calzar sandalias secas cuando todo empiece a moverse.
– ¿A moverse? -dijo Tirón, poniéndose la túnica amarilla. Le quedaba perfecta.
El centurión entornó los ojos para mirar al sol, por encima del sector occidental de la ciudad.
– El sol se está poniendo. ¿Y adónde van las horas? Una vez que haya oscurecido, las cosas empezarán a moverse, con rapidez y con ganas. ¡Créeme, te alegrarás de llevar ropa limpia y sandalias secas! ¡Recuérdame entonces, amigo Soscárides, y reza una plegaria por el centurión que te cuidó con tanta ternura como tu propia madre!
Para contener el avance de los hombres de César una vez entraran en la ciudad, Pompeyo había levantado barricadas en las calles principales y había tendido trampas, zanjas que ocupaban toda la anchura de la calle y cuyo fondo estaba lleno de afiladas estacas, cubiertas por planchas de mimbre que a su vez quedaban ocultas por una fina capa de tierra. Sólo era posible acceder al centro de la ciudad por travesías y callejones. El centurión iba en cabeza y los soldados avanzaban en formación circular, rodeándonos a Tirón y a mí.
Oficialmente, los habitantes estaban confinados en sus casas, pero de hecho se hallaban por doquier, gritando, corriendo de un lado para otro, con pánico apenas contenido. Si el campamento de César había parecido una colmena que bullía de movimientos ordenados, Brindisi era un hormiguero alcanzado por el arado del agricultor. No dejaba de tener mérito la calma de nuestro centurión, que parecía indiferente a todo cuanto nos rodeaba.
Por fin salimos del laberinto de callejas y llegamos al foro de la ciudad, una plaza típica, rodeada de edificios públicos y templos. Imperaban allí al mismo tiempo una mayor sensación de orden y caos. Los centuriones gritaban órdenes y las tropas formaban en el centro de la plaza. Mujeres deshechas en llanto y hombres pálidos como la cal abarrotaban las escaleras del templo. Por las puertas abiertas salían olor a incienso y mirra y el eco de las plegarias salmodiadas, no en latín, sino en la extraña lengua ululante de los mesapios, la raza que había colonizado el tacón de la bota itálica al principio de los tiempos y había construido la ciudad de Brindisi. Los mesapios habían luchado contra Esparta en la antigüedad. Combatieron contra Pirro, que los conquistó en nombre de Roma. El pueblo cosmopolita y marinero de Brindisi veneraba a todas las deidades adoradas en Roma, pero también rendía culto a sus propios dioses, antiguas deidades mesapias desconocidas en Roma y de nombres impronunciables. Era a estos dioses a los que invocaban llenos de desesperación, en un momento en que el destino de su ciudad pendía de un hilo.
Llegamos al edificio del senado municipal, al este del foro, donde Pompeyo había instalado su cuartel general. El centurión nos dijo que esperásemos en las escaleras mientras él entraba. Los soldados seguían rodeándonos. Yo no estaba muy seguro de si era para protegernos o para que no escapáramos. Exhausto, me senté en los fríos y duros escalones. Tirón se sentó a mi lado. La atmósfera de la ciudad sitiada me había desanimado, aunque curiosamente parecía haber estimulado a Tirón.
– Si a Pompeyo le sale bien -dijo-, será sin duda el mayor genio militar de la época.
Hice una mueca.
– Si le sale bien ¿qué?
– La retirada de Brindisi. Ya ha enviado parte del ejército a Dyrrachium, con los cónsules y con la mayor parte del Senado. Ahora viene lo más difícil. Con César preparado para escalar las murallas y penetrar en la ciudad, ¿podrá Pompeyo organizar una retirada ordenada por las calles, hasta los barcos, y salir por la bocana del puerto? Es un reto táctico impresionante. Y el riesgo, enorme.
– Ya entiendo qué quieres decir: cómo y cuándo tiene que saltar de las almenas el último defensor, ceder el terreno a los invasores y subir al último barco. Podría ser una estampida.
– Que a su vez podría devenir en una derrota aplastante. -Tirón miró alrededor, contemplando la mezcla desigual de orden militar estricto y pánico religioso apenas contenido-. Además está el factor imponderable e incontrolable de la población civil. Sabemos que están hartos de Pompeyo. Pero ¿pueden estar seguros de que César no los matará por haber dado cobijo a su enemigo? Es probable que los ciudadanos se dividan en facciones, empujados por viejas rencillas. ¿Quién sabe cómo se aprovecharán del caos? Puede que unos abran las puertas y guíen a los hombres de César para que rodeen las barricadas y no caigan en las trampas, y que otros les tiren piedras desde los tejados. A algunos les entrará el pánico y tratarán de subir a los barcos de Pompeyo. Son tantos que podrían abarrotar las calles e imposibilitar la huida. A un caudillo militar se le juzga por su capacidad para salir airoso de los problemas. Si Pompeyo consigue que sus hombres salgan ilesos de Italia, se habrá ganado de nuevo el derecho a que lo llamen Magno.
– ¿Eso crees? En mi opinión habría demostrado mejor su genio evitando esta encerrona desde el primer momento.
– Pompeyo obró del mejor modo posible, teniendo en cuenta la situación. Nadie había previsto que César se atrevería a cruzar el Rubicón. Incluso los capitanes de César se quedaron atónitos. Creo que hasta él mismo se sorprendió de su soberbia.
– ¿Y el desastre de Corfinio?
– Pompeyo no tuvo nada que ver con eso. Ordenó retroceder a Domicio y que se uniera a él, pero Domicio dejó que la vanidad mandara sobre el sentido común, del que por cierto anda bastante escaso. Compara a Domicio con Pompeyo: en todas las decisiones que ha tomado desde que empezó la crisis, Pompeyo ha obrado guiado por la razón. Nunca se ha dejado llevar por la vanidad ni la soberbia.
– Algunos aseguran que tampoco se ha dejado llevar mucho por el valor.
– Se necesita valor para mirar a un enemigo a los ojos mientras se retrocede paso a paso. Si consigue mantener esta retirada en orden hasta el final, Pompeyo habrá demostrado que tiene la columna vertebral de hierro.
– ¿Y entonces qué?
– ¡Ahí está lo más genial! Pompeyo tiene aliados por todo el este. Allí le espera su mayor contingente, justo donde César es más débil. Mientras Pompeyo concentra sus fuerzas, desde la fortaleza de Grecia puede bloquear Italia e interceptar todos los barcos procedentes de Oriente, sobre todo el grano que llega de Egipto. Que César gobierne Italia en los días venideros. Con Egipto bloqueado y Oriente levantándose contra él, con la hambruna extendiéndose por Italia y las tropas de Pompeyo en Hispania, veremos cuánto tiempo dura en Roma el rey César.
Pensé que las palabras de Tirón tenían su parte de lógica. ¿Imaginaba César aquel desarrollo de los acontecimientos? Pensé en el hombre seguro de sí mismo que había visto aquella mañana. No obstante, quizá aquello formaba parte de su talento para la jefatura, aparentar que no dudaba y jamás dejar entrever las pesadillas que lo acosaban en la oscuridad.
Puede que Pompeyo se saliera al final con la suya. Pero para que eso sucediera, sus hombres y él tendrían que salir bien librados de Brindisi. Habíamos llegado a un punto crucial en el gran combate. En las próximas horas los dados de Pompeyo tendrían que darle una jugada lo bastante buena para poder tirarlos otra vez, o perdería la partida.
El centurión volvió.
– El Magno quiere verte. -Me dispuse a levantarme, pero me puso una mano en el hombro-. A ti no. A Soscárides. Cogí a Tirón por el brazo.
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