Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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Tirón movía frenéticamente la vela y no podía ver qué había pasado.

– ¡Rema, Fórtex! -vociferó-. ¡Rema, maldita sea! -Los remos, hundidos en el agua y encerrados en los puños de Fórtex, hacían de timones, obligándonos a dar vueltas. Tirón lanzó un juramento. Poco después se estrellaba la barca, y con tal impacto que me rechinaron los dientes. Tirón saltó al agua. Las salpicaduras me mojaron la cara y sentí el agua fría en la nariz.

Oí vítores y me di cuenta de que habíamos chocado contra el muelle. Parpadeé y miré hacia atrás. Los perseguidores habían mantenido el acoso hasta el último momento. Pero ahora estaban dando media vuelta y retrocediendo. Los despidió una andanada doble de flechas; desde la muralla les dispararon los arqueros que la defendían y desde el muelle los que acababan de bajar.

Había llegado ileso al puerto de Brindisi.

20

Todos los que nos rodeaban parecían tener algo que decir.

– Si le sacas la flecha, lo más probable es que se muera.

– ¡Se morirá seguro si se la dejamos!

– ¿Estás seguro de que sigue vivo?

Fórtex estaba tendido de espaldas en la pasarela, con los ojos abiertos, sin parpadear y con la abundante barba llena de sangre. Había más sangre en el astil de la flecha que en la herida del cuello. Estaba totalmente rígido y con los músculos en tensión. Sus dedos seguían curvados y con los nudillos blancos. No había sido fácil abrirlos para apartar los remos. Y también había costado sacarlo de la barca para llevarlo al muelle. La parte delantera de su túnica estaba empapada de sangre.

Me puse a sus pies, mirando hacia abajo, incapaz de apartar los ojos de él. Tirón estaba a mi lado, tiritando y empapado.

– ¿Qué crees, Gordiano?

– Es tu criado, Tirón. -Ahora estábamos en los dominios de Pompeyo, así que no tenía sentido seguir fingiendo que Tirón era mi esclavo.

Tirón replicó con un susurro, con los dientes castañeteando:

– Lo más piadoso sería acabar con su dolor.

Fórtex no daba indicios de oír nada. Sus ojos abiertos miraban al cielo. La tensión de su cuerpo era un espectáculo insoportable, como si cada músculo se hubiera comprimido en señal de desafío. ¿Era miedo, valentía o sólo instinto animal lo que lo aferraba a la vida con tanta desesperación?

Habíamos pedido un médico, pero no aparecía ninguno. Miré la flecha y me pregunté qué habría que hacer con ella. Si cortábamos un extremo, podríamos sacarla. Pero ¿no haría eso que le saliera más sangre? Quizá la flecha era lo único que impedía que su yugular se convirtiera en un surtidor de sangre.

Era insoportable verlo temblar en aquella silenciosa tortura sin hacer nada. Me decidí a extraerle la flecha. Empuñé la daga y apreté los dientes, esforzándome por no pensar en la desgracia que podía causar.

El problema se solucionó antes de que pudiera moverme. La tensión del cuerpo de Fórtex desapareció de súbito. Sus dedos se relajaron. De sus labios brotó un suspiro, como una nota de flauta. Cruzó su propio Rubicón y partió hacia la laguna Estigia. La multitud dejó escapar un suspiro de alivio. Cada cual se fue a sus asuntos. Un hombre vivo con una flecha en el cuello era digno de ver; un hombre muerto, no.

– Es curioso -dijo Tirón- que algunos hombres vivan exactamente el tiempo necesario, y ni un día más.

– ¿A qué te refieres?

– A Fórtex. Su deber era traerme sano y salvo hasta Pompeyo. Si lo hubieran herido unos momentos antes, no habríamos podido llegar al muelle. Tú y yo habríamos muerto en la barca con él. Pero en lugar de entonces ha muerto precisamente ahora, y aquí estamos los dos. Como si los dioses lo hubieran decretado.

– ¿Entonces crees que todos los hombres tienen un destino? ¿Incluso los esclavos?

Tirón se encogió de hombros.

– No lo sé. Los grandes hombres sí tienen un destino. Quizá los demás lo tengamos sólo si nos cruzamos en su camino y desempeñamos un papel en su porvenir.

– ¿Eso es lo que te hace tan valiente, Tirón? ¿Creer en el destino?

– ¿Valiente?

– En la montaña, por ejemplo, cuando te enfrentaste a Otacilio. O en el campamento de Antonio. En la tienda de César Y en la barca bregando de pie con la vela, con las flechas silbándote en los oídos.

Tirón volvió a encogerse de hombros. Miré detrás de él, hacia las puertas que comunicaban el muelle con la ciudad. Un centurión de aire decidido y una compañía de soldados venían hacia nosotros.

– Y este viaje que hemos hecho juntos, Tirón… ¿es porque yo soy parte de tu destino o porque lo eres tú del mío?

– Parece haber cierta reciprocidad.

– ¿Y el papel de Fórtex era traernos hasta aquí, simplemente?

– Pues claro.

– Me pregunto si Fórtex lo vería de esa manera. ¿Y qué me dices del carretero sin nombre?

– Nos trajo por las montañas, ¿no? Todo ha colaborado para llegar a un buen fin.

– No para él. Pero, si tienes razón, los dioses han cuidado de que lleguemos sanos y salvos. Si quieren que cumpla la misión que me ha traído aquí, entonces es seguro que viviré más tiempo. Así que trataré de ser tan valiente como tú.

Tirón me miró con ceño y cara de desconcierto, y se adelantó para saludar a los soldados. El centurión le preguntó su nombre.

– Soscárides. Espero que te hayan informado de mi llegada.

– Muy espectacular, por lo que me han contado los arqueros. -El centurión, un veterano canoso, feo y ancho de cara, lucía una sonrisa tan tenue como prieta.

– He de dar las novedades al Magno en persona, a nadie más -dijo Tirón.

El centurión asintió con la cabeza.

– ¿Quién es el muerto?

– Un esclavo. Mi guardaespaldas.

– ¿Y éste? ¿Otro esclavo?

Tirón se echó a reír.

– Levanta la mano y enséñale el anillo de ciudadano, Gordiano. Centurión, este hombre también es conocido del Magno. Viene conmigo.

El centurión gruñó.

– Bueno, no podéis dar las novedades al general en jefe con esa facha… tú empapado de agua y ése con la túnica ensangrentada. Vamos a ver si encontramos ropa limpia para que os cambiéis.

– No hay tiempo -repuso Tirón-. Tienes que llevarnos ante Pompeyo de inmediato.

– ¡Por Cástor y Pólux, ten un poco de paciencia! -El centurión miró a los desocupados que pululaban por el muelle y señaló a un civil bien vestido-.¡Tú, ven aquí! Sí, tú y tu amigo. Los dos. ¡Vamos! -Como los dos hombres intentaran retroceder, el centurión chasqueó los dedos. Los soldados corrieron a sujetarlos.

El centurión miró a los dos hombres de arriba abajo. -Sí, parece que tenéis la misma talla. Y vuestras prendas no están muy ajadas. ¡A desnudarse!

Los hombres se quedaron atónitos. El centurión chasqueó de nuevo los dedos y los soldados los ayudaron a quitarse la ropa.

– ¡Sin brusquedades! -gritó el centurión-. No hay que romper las túnicas. ¿Cuál prefieres, Soscárides?

Tirón parpadeó.

– Supongo que la amarilla.

– Muy bien. Tú, el de la túnica amarilla, quítate también el taparrabos. ¡Venga! Mi amigo Soscárides está calado hasta los cojones y necesita uno seco. -Se volvió hacia nosotros-. Vamos, compañeros, quitaos esos andrajos y poneos vuestras nuevas ropas.

Me quité la túnica ensangrentada.

– ¿A qué viene esa manía de los militares de desnudar a la gente? -pregunté a Tirón en voz baja, recordando la humillación a que nos había sometido Otacilio en las montañas. César había dicho que los hombres de Pompeyo habían perdido el apoyo de los habitantes de Brindisi. Ahora entendía por qué.

El centurión nos miró los pies.

– ¡Las sandalias también! -ordenó a los desventurados civiles. Los dos dieron un respingo y luego, obedientemente, se agacharon y empezaron a desatarse las tiras de las pantorrillas.

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