Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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– Es que no puedo creerlo -repitió, eufórico-. Has venido hasta Brindisi, cruzando montañas y todo. ¿Cómo has conseguido entrar en la ciudad?

– Es una larga historia, Davo. Ya te la contaré otro día.

Uno de los oficiales de Pompeyo dio un grito. Levantó el brazo y señaló un edificio alto que había al otro lado del foro. En el tejado había alguien corriendo de un lado para otro y agitando una antorcha.

Pompeyo entornó los ojos.

– Por Plutón, estabas en lo cierto. ¡Malditos pueblerinos! Está claro que es una señal para que César comience el ataque. Escribonio, ordena a un arquero que abata a ese hombre.

El oficial mencionado dio un paso adelante.

– Está fuera de tiro, mi general.

– Pues manda subir a alguien.

– Lo más seguro es que el camino del tejado esté bloqueado, mi general. Es una pérdida de tiempo…

– ¡Pues envía arqueros a un tejado cercano para que le disparen desde allí!

– Mi general, la evacuación ha comenzado. A estas horas los arqueros no…

– ¡No me importa! -lo interrumpió-. Mira a ese maldito mono, agitando la antorcha y riéndose de nosotros. ¡Los hombres de la plaza también lo ven, al igual que los bravos soldados apostados en la muralla! Es terrible para la moral de las tropas. Quiero a ese hombre muerto. ¡Y tráeme su mano, con la antorcha!

Escribonio reunió a unos cuantos arqueros, pero un momento después la orden de Pompeyo era ya impracticable. Todos los tejados de la ciudad se llenaron de civiles. Unos llevaban antorchas, otros danzaban a la luz de las mismas como si celebraran una fiesta. Pompeyo estaba furioso.

– ¡Malditos sean! Cuando vuelva a tomar Brindisi, quemaré la ciudad hasta los cimientos. ¡Y venderé a todos los hombres, mujeres y niños como esclavos! -Echó a andar de un lado para otro, sin apartar la mirada del oeste. Por encima de los tejados se veían las torres que flanqueaban la puerta de la ciudad-. Ingeniero Magio, ¿está bien bloqueada la puerta?

Un oficial dio un paso adelante.

– Desde luego que sí, mi general. Hay varias toneladas de escombros tras ella. No hay ariete capaz de echarla abajo. La única manera de que entren en la ciudad los hombres de César es saltando las murallas.

– Escribonio, ¿resistirán los arqueros y los honderos de las almenas?

– Todos son veteranos curtidos, mi general. Resistirán.

En aquel momento el aire frío nos trajo los primeros ecos de la batalla. Al principio sólo fueron gritos, luego el inquietante resonar de acero contra acero, y por fin el sordo retumbar de un ariete.

La plaza se vació enseguida. El último soldado rompió filas en silencio, dirigiéndose hacia los barcos. El foro se oscureció; sólo se veían ya los rectángulos iluminados de las puertas de los templos. Sentí un repentino deseo de entender el idioma mesapio. Me parecía que el ulular de los templos había ido cambiando gradualmente, que los cánticos de terror y lamentación se habían transformado en canciones de libertad que se mezclaban con el lejano rumor de la batalla.

Se dio la señal para que la comitiva de Pompeyo comenzara la evacuación. De repente, los que me rodeaban se pusieron a bajar por la escalera, al unísono. El oficial Escribonio entregó a Davo una antorcha y le dijo que se situara en la retaguardia.

Nos dirigimos al puerto por una ruta diferente de la que había tomado el centurión. Aquella calle era más ancha y el camino más recto. Me extrañó que no estuviera bloqueada y se lo comenté a Davo. Me dijo que esperase y tuviese los ojos bien abiertos. Al llegar al primer cruce, el ingeniero Magio ordenó que parásemos. Él y un puñado de hombres cogieron unas cuerdas que colgaban de los edificios laterales. Toneladas de escombros cayeron en la calle, detrás de nosotros. Habían instalado un ingenioso sistema de poleas, conectado a unas compuertas de madera que ocultaban un depósito de escombros en las plantas superiores de los edificios que flanqueaban la calle.

En el cruce siguiente repitieron la operación, y en el siguiente también. Magio bloqueaba la calle según íbamos pasando.

En otros sitios hacía una seña de precaución y nos conducía a todos en hilera por un lado de la calle, pegados a la pared. Allí habían cavado zanjas, las habían llenado de estacas y las habían cubierto. Sólo Magio sabía exactamente dónde estaban y por qué lado había que pasar para evitarlas, dado que eran invisibles. En la oscuridad, la tierra que cubría el mimbre parecía idéntica a la del resto de la calzada.

De vez en cuando oía a lo lejos los ruidos de la batalla que se libraba a nuestras espaldas, voces y gritos mezclados con los cantos de los templos. La oscuridad de las estrechas calles, la parpadeante luz de las antorchas, los aludes artificiales de escombros, las trampas invisibles que acechaban bajo nuestros pies, todo parecía salido de un sueño desquiciado. Las imágenes que había vivido aquel día reaparecían por siempre en mi mente agotada: flechas cruzando el cielo azul por encima de mi cabeza; las frías y tranquilas aguas del puerto, prometiendo la muerte; Fórtex en el muelle temblando de tensión, empuñando unos remos invisibles y mirando boquiabierto al barquero Caronte, que llegaba en su busca desde el otro lado de la laguna Estigia.

Me sentía atrapado en un sueño horrible en plena vigilia. Entonces quiso el azar que mirase a mi yerno Davo, que iba junto a mí. Sonreía de oreja a oreja. Para él todo se reducía a una aventura a lo grande. Lo cogí del brazo.

– Davo, cuando lleguemos al barco de Pompeyo, quiero que te quedes. -Frunció el entrecejo-. Davo, tengo la información que quería Pompeyo… Sobre Numerio. Pero sólo se la daré si accede a dejarte en tierra.

– ¿Dejarme en tierra?

– ¡Escucha, Davo, y trata de entenderlo! Yo me iré con Pompeyo, pero tú no. Es la única manera de conseguirlo. Te dejaremos en Brindisi, en el muelle. En cuanto el barco leve anclas, te quitas la coraza. ¿Lo entiendes? Quédate la espada para protegerte, pero quítatelo todo menos la túnica y tíralo al mar. No debe quedar nada que te identifique como hombre de Pompeyo. Los lugareños podrían tomar represalias y matarte, si es que no lo hacen antes los hombres de César.

– ¿Quedarme en tierra? -Davo seguía sin entenderlo.

– ¿No quieres volver a Roma? ¿No quieres volver a ver a Diana y al pequeño Aulo?

– Claro que sí.

– ¡Pues haz lo que digo! La ciudad será un caos durante un tiempo. Pero tú eres un hombre fuerte; nadie te molestará a menos que tenga una buena razón. No te metas en peleas. Hazte pasar por un ciudadano más, al menos hasta que puedas entregarte a los hombres de César.

– ¿Entregarme? Me matarán.

– No, no lo harán. César quiere parecer misericordioso. No te harán daño si tiras la espada y no te resistes. Exige ver a Metón. Y si Metón estuviera… si por alguna razón no lo encuentras, pregunta por Marco Antonio, el tribuno. Dile quién eres y pide su protección.

– ¿Y tú, suegro?

– Ya me las arreglaré.

– No lo entiendo. Terminarás en Grecia, con Pompeyo. ¿Cómo vas a volver a casa?

– No te preocupes por mí.

– Pero Diana… y Bethesda…

– Diles que no se preocupen. Diles… que las quiero.

– No es justo. Debería ir contigo, para protegerte.

– ¡No! Todo esto ha sido para rescatarte, para que volvieras a Roma. No eches a perder ahora todos mis esfuerzos, Davo. ¡Haz lo que te digo!

De repente, oírnos un estruendo en lo alto. Los escombros cayeron a la calle. Por un momento pensé que Pompeyo había quedado sepultado, pero salió entre el polvo, tosiendo y maldiciendo. Alguien había accionado una de las trampas de Magio con intención de atraparnos.

Los hombres de Pompeyo no tardaron en corretear por encima de los escombros, en busca de los culpables. Tras los gritos de alegría del principio, vinieron los alaridos de terror. Los soldados volvieron con los culpables, cuatro jóvenes altivos a los que sujetaban por el pelo y con los brazos doblados en la espalda. El mayor aparentaba la edad de Mopso y los otros parecían aún más jóvenes. Me sorprendió que hubieran tenido la fuerza necesaria para tirar los escombros. Que lo hubieran conseguido era una prueba del arte de Magio.

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