Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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Para Pompeyo fue la gota que colmó el vaso. Se dirigió al mayor y le cruzó la cara de un bofetón. El muchacho depuso su actitud desafiante. Parecía aterrado. Empezó a sangrar por la nariz y a sollozar. Sus compañeros hicieron lo mismo.

Pompeyo chasqueó los dedos.

– ¡Guardaespaldas! ¡Venid! Ejecutar guerrilleros no es trabajo de soldados.

Davo respondió al momento. Lo agarré del brazo, pero se soltó. Susurré su nombre. Me miró y se encogió de hombros, dándome a entender que no tenía elección.

– Atadles los brazos a la espalda y tendedlos sobre los escombros -ordenó Pompeyo. Davo levantó la antorcha mientras los otros guardaespaldas rasgaban la túnica de los muchachos y utilizaban los jirones para maniatarlos-. Amordazadlos -agregó Pompeyo-. No quiero oír súplicas de perdón. Luego cortadles la cabeza.

Los sollozos de los muchachos se convirtieron en gritos. Se rasgaron más ropas y los gritos se apagaron de pronto.

– Los ejecutaremos aquí mismo y los dejaremos para que sirva de escarmiento. Que los habitantes de Brindisi vean el precio que se paga por traicionar a Pompeyo Magno. Que lo mediten mientras esperan mi vuelta.

Sucedió tan deprisa que no pareció real. A los pocos segundos habían desnudado por completo a los muchachos, los habías atado y amordazado, preparándolos para cortarles la cabeza. Tirón se retiró a las sombras, con la cabeza inclinada. Davo retrocedió y Pompeyo se dio cuenta.

– ¡Davo! Tú le cortarás la cabeza al jefe.

Davo tragó saliva. Me miró y bajó los ojos. Tendió la antorcha a un soldado y desenvainó poco a poco la espada. Se removía con nerviosismo, apoyándose ora en un pie, ora en el otro.

– ¡No, Magno!

Pompeyo se volvió para ver quién gritaba.

– ¡Sabueso! Debería haberlo adivinado.

– Magno, deja que los muchachos se vayan.

– ¿Que los deje ir? Casi me matan.

– Fue una travesura. Son niños, no soldados. Dudo incluso que supieran que tú ibas a la cabeza de la comitiva.

– Peor aún. ¿Qué habrían dicho en Roma? ¡Pompeyo Magno, muerto accidentalmente por un grupo de gamberros callejeros que hacían trastadas! Lo pagarán con la cabeza.

– ¿Y qué iban a decir en Roma? Unos muchachos, casi unos niños, decapitados y abandonados para que sus padres los encuentren. Si fueran bárbaros de la frontera, de acuerdo, pero estamos en Italia. Podríamos estar en Corfinio. O en la mismísima Roma.

Pompeyo se mordió el labio inferior y me miró durante un momento que me pareció muy largo.

– Envainad los aceros -ordenó al fin-. Dejad a los chicos tal como están, atados y amordazados. Que la ciudadanía vea que han sido capturados y perdonados. Si César puede ser misericordioso, yo también. ¡Por Plutón, salgamos de este lugar de infortunio!

Davo relajó los hombros con alivio. Pompeyo me lanzó una última mirada llena de furia y alargó los brazos hacia sus guardaespaldas para que lo ayudaran a remontar el montan de escombros. Davo se quedó atrás para ocupar su puesto en la retaguardia. Me ayudó a recorrer paso a paso los escombros. Era la última trampa. Corrimos hacia el puerto, sin decir una palabra más.

En cuanto cruzamos las puertas de la ciudad y llegamos al muelle, un soldado recogió todas las antorchas, corrió hacia la orilla y las tiró al agua. El puerto era claramente visible para las fuerzas de César que lo rodeaban. En aquellas circunstancias, la oscuridad era tan importante como el silencio para que la operación de Pompeyo tuviera éxito.

Los muelles estaban atestados de gente que esperaba para subir al barco asignado. Las órdenes se daban en voz baja. Adelantamos rápidamente a la turbamulta que quedaba a ambos lados, en busca del extremo del muelle.

El siniestro silencio quedó súbitamente roto a causa de los vítores que estallaron delante de nosotros y que se propagaron por el muelle. Al principio pensé que los hombres de Pompeyo se habían percatado de la llegada de su general. Entonces oí un grito:

– ¡Han pasado! ¡Lo han conseguido! -El primer barco de transporte había logrado introducirse entre las plataformas de la bocana del puerto y había salido al mar.

Zarparon más barcos, con crujidos de mástiles y las velas hinchadas. Cuanto más cerca estábamos del final del muelle, con mayor claridad veía la bocana del puerto. Las plataformas eran tan negras como el muelle, una mancha que flotaba sobre las aguas. Un capitán que no tuviera buena visión nocturna podía estrellarse fácilmente contra ellas. Yo me sentía más fuera de mi elemento que nunca, metido de lleno en un mundo tenebroso, gobernado por sujetos como Pompeyo y César, donde los hombres preparaban aludes, movían montañas de tierra, edificaban encima del agua y convertían en arma incluso la oscuridad.

Al final del muelle esperaba el barco de Pompeyo. Era un bajel más pequeño, ligero y rápido que los barcos de transporte. Colocaron la pasarela y Pompeyo se dirigió directamente hacia ella. Me armé de valor y apreté el paso para ponerme a su altura.

– ¡Magno!

Se detuvo bruscamente y se volvió. Sin la luz de las antorchas era difícil ver su expresión. Sólo percibí sombras profundas donde deberían haber estado los ojos. La dura línea de su boca se torcía bruscamente hacia abajo.

– ¡Que Plutón te lleve, Sabueso! ¿Qué quieres ahora?

– Magno, mi yerno. Quiero que lo liberes del servicio. Que lo dejes en tierra.

– ¿Por qué?

– Es el precio de lo que tengo que decirte. «Ni aquí, ni ahora»; ésas fueron tus palabras. Pues será a bordo de tu barco, cuando haya tiempo. Iré contigo. Pero debes dejar a Davo aquí.

Pompeyo guardó silencio. Parecía mirarme, pero no podía ver sus ojos. Al cabo indicó por señas al resto del grupo que empezaran a embarcan. Luego se volvió hacia mí.

– Sabueso, ¿por qué tengo la sensación de que esto es un truco… una treta para cambiarte por el cabeza hueca de tu yerno? Perdoné a esas ratas callejeras por jugar conmigo. No voy a hacer lo mismo por ti.

– No es un truco, Magno. Sé quién mató a tu pariente y por qué.

– Pues dímelo ahora.

Miré a Davo, que se había quedado rezagado mientras los demás embarcaban. Tirón también retrocedió, a la espera de lo que sucediese.

– No, te lo diré después de zarpar.

– Quieres decir después de que tu yerno esté fuera de mi alcance, ¿no? ¿No te fías de mí, Sabueso?

– Tenemos que confiar el uno en el otro, Magno. Pompeyo ladeó la cabeza.

– Qué tipo tan raro eres, Sabueso; atreverte a hablarme en ese tono. Vamos, embarca. -Dio media vuelta-. Tú también, Tirón. ¡Deja de mirar como un búho! En cuanto a ti, Davo, ya no te necesito. ¡Largo! ¡Márchate! ¡Que Plutón te acoja!

Davo me miró. Di un paso adelante, rebusqué en la túnica y le di mi faltriquera. Davo la miró y frunció el entrecejo. Estaba llena de monedas de plata. Gracias a la generosidad de Tirón, casi no había gastado nada durante el viaje. Había más que suficiente para volver a casa sano y salvo.

– Pero suegro -murmuró-, ¡no puedes dármelo todo! Lo necesitarás.

– ¡Davo, cógelo y vete!

Me miró a los ojos, luego a la bolsa y otra vez a los ojos. Se encogió de hombros y respiró hondo. Finalmente se volvió, aún vacilante.

– ¡Davo, vete ya!

Sin mirar atrás, echó a andar por el muelle, en dirección a la ciudad.

Tirón subió al barco. Yo esperé a Pompeyo, pero me indicó por señas que subiera primero. Luego me siguió y retiraron la pasarela.

Se dieron las órdenes entre susurros. Las velas hinchadas daban sacudidas. El barco empezó a moverse y a alejarse del muelle.

Contemplé el camino por el que habíamos llegado y vi una figura que supuse sería la de Davo, de pie en el muelle, enmarcado por la puerta de la ciudad. El barco viró entonces y lo perdí de vista.

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