Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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– ¿En los tejados, mi general?

– Los ciudadanos de Brindisi están contrariados por la forma en que los han tratado las tropas de Pompeyo. Nunca ha sabido enseñarles disciplina a sus hombres. En consecuencia, hay muchos habitantes de la ciudad deseando, incluso ansiando, contarnos cuándo va a retirarse Pompeyo por mar. Nos lo indicarán desde los tejados. En ese momento atacaremos. No hay nada más difícil de organizar que la retirada táctica de una ciudad sitiada, aunque sea por mar. Cuando vuelva la espalda y empiece a huir, Pompeyo estará más al descubierto que nunca. Si los dioses quieren, no se me escapará.

Asentí con la cabeza. El sudor me corría por la espalda. Intuía la presencia de Tirón detrás de mí, tomando nota de cada palabra. Movido por el entusiasmo, César en persona me estaba contando secretos, tratándome con toda confianza, mientras un espía que yo había introducido en su tienda estaba tan cerca que podía tocarlo. Me sentía mareado, tanto como al final de la marcha montaña abajo, cuando caí desmayado a los pies de Antonio.

– ¿Te encuentras bien, Gordiano? -inquirió César-. Tómate un día de descanso. ¡Para mí no lo hay! La señal de ataque puede llegar en cualquier momento. Vamos, Antonio. Metón, coge el estilo y las tablillas de cera.

Me aclaré la garganta.

– Mi general, con tu permiso mi hijo podría quedarse aquí un momento. He recorrido un largo camino para verlo. Apenas hemos tenido tiempo de hablar…

– Hoy no, Gordiano. -César sonrió a Metón, lo rodeó con el brazo y le acarició el lóbulo de la oreja cariñosamente. Me pareció que Metón se ponía rígido, pero César no se dio cuenta-. Hoy tu hijo es mío, cada hora, cada minuto. Mis ojos y mis oídos, mi testigo, mi memoria. Tiene que verlo todo, oírlo todo, registrarlo todo. Más tarde habrá tiempo de hablar. Vamos, Metón -dijo, apartándole el brazo del hombro.

La tienda empezó a vaciarse rápidamente, como un enjambre que abandona la colmena. Metón siguió a César unos cuantos pasos y se detuvo. Miró a Tirón por encima del hombro, luego a mí y frunció el entrecejo.

– Papá, ¿qué pasa aquí?

– Yo quería preguntarte lo mismo -dije.

– ¡Vamos, Metón! -exclamó Antonio.

Mi hijo me dirigió una última y enigmática mirada y salió con los demás. Ojalá le hubiera dado otro abrazo.

– Supongo que estarás satisfecho -dije a Tirón. Junto con Fórtex, estábamos rodeando el campamento por segunda vez, a caballo. Tirón era todo ojos y oídos; no perdía detalle.

Cuando salíamos de la tienda de César, uno de sus ayudantes me había dado un disco de cobre con una imagen de Venus. Me dijo que podía enseñarlo como si fuera un salvoconducto a cualquiera que nos detuviera. El disco significaba que era un invitado del general en persona y me permitía ir y venir libremente por el campamento, siempre que no estorbara. Asimismo, servía para conseguir raciones de comida en la tienda comedor.

Si hubiera dependido de mí, habríamos tardado en abandonar el campo el tiempo imprescindible para salir. Tenía ganas de entrar en Brindisi. Cuando Pompeyo iniciara la retirada por mar y comenzara el sitio, la ciudad sería presa del caos. Cualquier esperanza de encontrar a Davo desaparecería al instante. Yo quería conocer los planes de Tirón, pero insistió en aprovechar al máximo la hospitalidad de César.

– Tú has viajado con un salvoconducto de Pompeyo -dijo con una sonrisa-. Ahora yo viajaré con el de César.

– Tirón, tenernos que entrar en la ciudad cuanto antes.

– Compláceme, Gordiano. ¡Son los Liberalia, ya lo sabes!

– Me gustaría complacerte sentándote encima de uno de esos falos gigantes que llevan los sacerdotes de Baco.

Fórtex lanzó una carcajada; Tirón, un aullido de burla. Estaba muy animado, casi jubiloso. ¿Por qué no? Había representado su papel con un éxito espectacular. Había pasado por las manos de Antonio sin apenas notarlo, había entrado y salido cíe la tienda de César sin que lo detectaran, y había obtenido datos valiosos de labios del mismísimo general. Ahora estaba recogiendo toda la información posible, observando el número y la disposición de las tropas de César y las máquinas de asalto.

Después de haber amanecido con unas cuantas nubes, el cielo estaba ya despejado y se había levantado una brisa marina. Era un día perfecto para navegar. Pompeyo iniciaría la retirada en cualquier momento. Quizá los barcos de transporte ya estuvieran cargados.

– ¿Para qué va a servir toda la información que estás recogiendo, Tirón, si tardamos en entrar en Brindisi? Puede que Pompeyo se vaya sin ti… o puede que quede atrapado porque le falta la información que tú tienes.

– Es verdad, Gordiano, debemos ponernos en marcha. Pero antes tengo que aquietar el murmullo de mi barriga. Quién sabe a qué racionamiento estará sometida la ciudad. Sugiero que comamos a expensas de César y entremos en Brindisi con el estómago lleno.

– ¿Dónde está la tienda comedor? -mascullé enojado.

– Tres hacia delante y dos a la derecha. -Tirón había memorizado el trazado del campamento.

Nos dieron un humeante puré de mijo endulzado con miel. En mi ración había incluso unas cuantas pasas. Fortex torció el gesto al ver que no había carne.

– Metón me dijo que un soldado lucha mejor con cereales en la barriga -aseguré-. Demasiada carne abotarga al hombre, lo vuelve lento y convierte sus intestinos en barro. Una vez, en las Galias, las tropas de César se quedaron sin cereales. Durante varios días no tuvieron para comer más que el ganado que confiscaban a los nativos. Lo detestaban tanto que casi se amotinaron. ¡Reclamaban su puré!

– Tu hijo debe de ser una gran persona -dijo Tirón.

– ¿Por qué dices eso?

– Metón nació esclavo, ¿no?

– Y tú también.

– Sí, pero yo fui criado y educado para ser compañero de Cicerón desde muy pequeño. He llevado la vida de un escriba. Un esclavo en esa posición tiene la oportunidad de desarrollar su talento natural y medrar en sociedad. Pero Metón nació como esclavo de Marco Craso, ¿no? Mal hombre para tenerlo por amo. Puede que Craso haya sido el hombre más rico del mundo, pero nunca conoció el verdadero valor de nada.

Asentí con la cabeza.

– Metón no pertenecía a la casa de Craso, hablando con propiedad. Era chico de los recados en una de las villas costeras de Craso, en Bayas. Allí lo vi por primera vez, durante la revuelta de los esclavos de Espartaco. Se había cometido un asesinato y los presuntos autores eran unos esclavos fugitivos. Craso, para escarmentarlos, quería matar a todos los esclavos de la casa, incluido Metón. Imagina, ¡sacrificar a un niño inocente en el circo!

– La justicia romana a veces es dura -filosofó Tirón.

– Craso no acababa de estar satisfecho con el giro que había dado el asunto. Cuando todo terminó, envió a Metón a una finca de Sicilia. ¿Sabes qué estaba haciendo cuando por fin conseguí encontrarlo? De espantapájaros. Para él fue horrible. Días interminables al sol, con el zumbido de los insectos en el trigo, los cuervos hambrientos volviendo una y otra vez, el capataz golpeándolo si tocaban la cosecha… Tuvo pesadillas durante años. Quizá aún las tenga.

– Yo diría que a estas alturas ha visto ya muchos horrores que superan las pesadillas que tuviera entonces -observó Tirón-. ¿Por qué quiso ser soldado?

– Catilina. -Vi que Tirón arrugaba la nariz al mencionar al rebelde radical que había sido enemigo de Cicerón-. Cuando tenía dieciséis años, se enamoró de Catilina, o más bien de la idea de Catilina, y corrió a luchar por él. Yo también estuve allí, en la batalla de Pistoria, cuando murieron los sueños de Catilina. Metón y yo sobrevivimos, gracias a los dioses. Aquella batalla fue más que suficiente para satisfacer cualquier curiosidad que hubiera podido tener sobre la guerra y las matanzas, pero Metón quería más. Necesitaba otro caudillo al que seguir, más batallas en las que combatir. Tenía algo que ver con haber nacido esclavo, según creo. Yo lo liberé. Lo adopté como hijo y siempre lo traté como si fuera de mi carne y de mi sangre. Pero nunca llegó a sentirse como quien posee derechos de alcurnia y tiene la seguridad que da pertenecer a algo. La víspera de la investidura de la toga viril, cuando cumplió dieciséis años… -Callé. ¿Por qué estaba hablando con tanta franqueza? Ignoro la causa, pero al parecer un campamento militar a punto de entrar en batalla tiene algo que hace que un hombre suelte la lengua-. La noche de la víspera -proseguí-, Metón tuvo una pesadilla… la pesadilla del espantapájaros. Le dije que todo eso había pasado. El lo sabía, pero no lo sentía. Convertirse en mi hijo, convertirse en ciudadano… todo le parecía irreal. En el fondo, seguía siendo un esclavo asustado e indefenso. Hasta que fue a las Galias y obtuvo el favor de César no consiguió olvidar el pasado. Allí encontró el lugar al que pertenecía y el caudillo que estaba buscando. Y aun ahora… -Me interrumpí para no hablar más de la cuenta-. No pretendo entenderlo, Tirón, al menos no del todo. Pero soy su padre, tanto como si hubiera nacido de mi propia simiente.

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