Un destello rojo atrajo mi mirada. En medio del gentío reparé en una cabeza calva que destacaba en la multitud de cabezas peludas, y vi a la reina de la colmena. En aquel momento le estaban poniendo un peto dorado aún más elegante que el de Marco Antonio. El destello rojo era de su capa. César era famoso por su capa roja, que llevaba en el campo de batalla para que lo vieran siempre, tanto sus hombres como el enemigo. Incluso mientras lo vestían parecía escuchar a tres mensajeros a la vez. Sus ojos profundos miraban al frente. Asentía con la cabeza de vez en cuando, como abstraído, tocándose la frente con la mano y echándose hacia delante el pelo que le quedaba en las sienes. Su expresión era decidida y atenta, pero distante. Sus finos labios esbozaban un asomo de sonrisa.
Yo era diez años mayor que César y aún tenía la costumbre de pensar en él, de acuerdo con la temprana reputación que se había labrado en el Senado, como en un joven aristocrático y radical que creaba problemas. Todavía los creaba, pero ahora andaba por los cincuenta años. A los ambiciosos y fervientes jóvenes de la tienda debía de parecerles una especie de padre, el brillante hombre de acción que aspiraban a emular, el caudillo que los guiaría hacia el futuro. ¿Qué atractivo podían tener para aquellos jóvenes las reliquias enmohecidas como Pompeyo y Domicio? Las conquistas de Pompeyo eran cosa del pasado. La gloria de Domicio era de segunda mano, heredada de una generación ya muerta y enterrada. César encarnaba el presente. El fuego de sus ojos era la chispa divina del destino.
Miré alrededor. Tirón estaba detrás de mí, fijándose en todo, y Antonio había desaparecido. Lo vi al otro lado de la tienda, abrazando a un hombre que llevaba una coraza prácticamente idéntica a la suya. Cuando se separaron, advertí que se trataba del tribuno Curión. Los dos eran amigos de toda la vida. Algunos decían que incluso algo más que amigos. Cuando sus relaciones adolescentes se convirtieron en materia de chismorreo, Cicerón había instado al padre de Curión a que los separase diciéndole que Antonio estaba corrompiendo a su hijo. Antonio fue expulsado de la casa de Curión, pero no sirvió de nada; se metía en su dormitorio por el tejado. Así continuó una historia que Antonio nunca había negado. Ahora eran soldados curtidos y en el último año ambos habían sido elegidos tribunos. Cuando estalló la crisis, huyeron de Roma juntos para reunirse con César antes de que cruzara el Rubicón.
La tienda parecía estar atestada de hombres así, todos llenos de energía y vehemencia, todos proyectando el brillo invencible de la juventud. Me hacían sentir viejo y muy inseguro.
Miré alrededor en busca de la cara que tanto anhelaba ver. Sufrí un sobresalto. Metón estaba detrás de mí, profundamente consternado.
Mi hijo no parecía contento de verme.
– Papá, ¿qué haces aquí?
Al igual que los oficiales que me rodeaban, Metón también me parecía un niño, aunque tenía casi treinta años y mechas grises en las sienes. Poseía los ojos de un erudito pero las manos callosas y la frente arrugada de un campesino curtido. La cicatriz que le cruzaba la cara, y que se había hecho a los dieciséis años luchando por Catilina, casi había desaparecido por la acción del viento, la lluvia y el ardiente sol de las Galias. Como cada vez que lo veía después de una ausencia de varios meses, lo miré de arriba abajo mientras susurraba una plegaria de agradecimiento a Marte porque su cuerpo estaba entero y sus miembros intactos.
Me invadía tal emoción que era incapaz de hablar. Le tendí los brazos. Al principio se quedó rígido, pero luego me devolvió el abrazo. Lo recordaba como al niño que había sido antaño, y me sorprendió su fuerza. Cuando se echó hacia atrás, sonreía lastimeramente.
– ¿Qué estás haciendo aquí, papá? Debes de haber viajado durante días. El peligro que…
– Estoy aquí por Davo.
– ¿Davo?
– Está con Pompeyo. Al menos así lo espero y confío en que no haya partido ya hacia Dyrrachium, o…
– ¿Con Pompeyo? ¡No me digas que Davo escapó para unirse a su antiguo amo! Los ex esclavos somos muy sentimentales. -Había en su voz un resentimiento al que no estaba acostumbrado.
– No. Pompeyo se lo llevó a la fuerza.
– ¿A la fuerza?
– El Magno aseguró que era legal… Tenía algo que ver con el cambio de propiedad y con los términos de la manumisión de Davo. Legal o no, no hubo manera de impedírselo.
– ¿Por qué tenía Pompeyo que robarte a Davo?
– En parte, por despecho. Pero también para tenerme en sus manos.
La cara de Metón se tensó.
– ¿Y el resto de la familia está bien? ¿Eco, Bethesda, Diana? ¿Los niños?
– Los dejé a todos con buena salud.
– Gracias a los dioses. ¿Qué quiere Pompeyo de ti?
Miré a la gente que se agolpaba alrededor. No perdía de vista a Tirón, que guardaba silencio a mi lado, esforzándose por escuchar. Era imposible revelar a Metón lo que quería decirle. Bajé la voz.
– Un día antes de que Pompeyo saliera de Roma, un pariente suyo fue… Bueno, lo mataron… en mi casa.
– ¿Y Pompeyo te acusa del crimen?
Negué con la cabeza.
– ¡No, no! Pero me hizo responsable y me encargó que descubriera al asesino. Le dije que no podía, traté de negarme. Pero Pompeyo estaba muy nervioso y se le antojó llevarse a Davo para coaccionarme.
– ¡Pobre Diana! -susurró Metón.
– Por eso he venido a Brindisi. Para llevarme a Davo mientras pueda.
– ¿Cómo?
– Ya encontraré la manera. ¿Y tú, Metón? He estado enfermo de preocupación por ti…
Metón retrocedió de repente. Tirón se había acercado y mi hijo reparó en él por primera vez.
– ¿Este hombre va contigo, papá?
– Sí.
– ¿Es un esclavo tuyo? No lo conozco.
– Déjame explicarte…
– Un momento… Metón miró fijamente a Tirón-. Por Hércules, es…
En aquel momento sentí una palmada en la espalda y di tal respingo que pensé que se me había salido el corazón del pecho. Era Antonio.
– He aquí al padre y al hijo, susurrando y conspirando -bromeó.
Parpadeé. Al lado de Antonio vi una mancha dorada y carmesí, y encima el semblante sereno de Julio César.
– ¡Gordiano! ¿Dónde nos vimos por última vez? En Ravena, creo. Estabas investigando el asesinato de nuestro amigo Publio Clodio. Creo recordar que entonces trabajabas para Pompeyo.
Siempre me recordaba, lo que siempre me sorprendía, ya que tan sólo me conocía como padre de Metón y nunca habíamos tenido una conversación profunda. Metón me había dicho que la memoria de César para los nombres y las caras era parte de su encanto. Podía encontrarse con un soldado de infantería en medio del fragor de la batalla, intercambiar unas palabras con él y, años después, saludarlo por su nombre y preguntarle por la familia.
– Mi general -dije, inclinando la cabeza en señal de respeto.
– El esclavo que lo acompaña es un antiguo tutor de Metón -explicó Antonio.
Metón arqueó las cejas, pero no dijo nada.
César miró a Tirón por encima de mi hombro. Contuve la respiración. Su expresión no cambió. Luego su mirada buscó la mía.
– Espero que no sigas trabajando para Pompeyo, Gordiano. Antonio me ha dicho que has llegado hasta aquí gracias a un salvoconducto de correo diplomático firmado por el Magno en persona.
Respiré hondo.
– Ese documento llegó a mis manos a través de Cicerón, no me lo dio Pompeyo directamente. A pesar de las apariencias, mi general, te aseguro que el Magno y yo apenas nos hablamos.
César esbozó una sonrisa irónica.
– Eso casi describe mis actuales relaciones con Pompeyo. Eres un hombre intrépido, Gordiano, si has recorrido todo este camino, y también un buen padre si lo has hecho para interesarte por Metón. Pero te aseguro que cuido muy bien de él. Es tan querido para mí como lo pueda ser para ti. Te sugiero que vuelvas al punto de vigilancia donde acampasteis anoche, lejos del peligro. Podrás observar el desarrollo de la batalla desde allí. Puede que el día de hoy resulte muy interesante. Fíjate sobre todo en los tejados de la ciudad.
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