Puse la mano en el hombro del centurión y lo atraje un poco hacia mí. Fórtex vaciló y dio un paso atrás.
– ¿Tienes abuelo? -le pregunté.
– Dos -dijo el centurión.
– Eso creía. -Lo alejé de la barca y la cabaña-. ¿Y no está ninguno de ellos un poco sordo? ¿No chochean?
– La verdad es que los dos lo están -admitió, sonriendo con nostalgia. Le había hecho acordarse de su casa.
Asentí con la cabeza.
– Pues mira, joven, yo no chocheo ni estoy sordo. Oigo perfectamente. Y mi vista también está muy bien. La razón por la que he bajado hasta aquí es que he visto que se metía alguien en esa cabaña.
El centurión puso ceño. La cabaña era tosca, con techo de paja. Los goznes de la estrecha puerta estaban oxidados y medio sueltos.
– ¿Estás seguro?
– Totalmente. Vi a un hombre vestido con harapos moviéndose furtivamente por la playa, comportándose de manera sospechosa. Luego lo vi entrar en la cabaña y se me ocurrió bajar a investigar.
– Deberías haberme avisado enseguida. -El centurión alzó los ojos al cielo, con exasperación.
– Sé lo ocupado que debes de estar. No me pareció oportuno molestarte. Lo más seguro es que sea el propietario de la cabaña, que ha venido a buscar alguna cosa.
– Es más probable que sea un saqueador. -El centurión desenvainó la espada. Fue hasta la puerta y la abrió de un golpe, con tanta fuerza que se rompió el gozne superior-. ¡Tú, el de dentro, sal de ahí! -Dio un paso hacia el interior, escrutando la oscuridad. Fui tras él mientras desenvainaba la daga. e" una mano le eché el casco sobre los ojos y con la otra alcé la daga y lo golpeé con todas mis fuerzas en la nuca, con la empuñadura. Cayó hecho un fardo a mis pies.
Me guardé la daga.
– Haz algo útil, Fórtex. Mételo en la cabaña. ¡Y no le hagas daño!
Di un paso atrás y miré hacia el monte.
– Creo que no nos ha visto nadie, ¿no, Tirón? La cabaña me ocultaba. Además, están demasiado ocupados observando la ciudad y la bocana. He conseguido ganar un poco de tiempo, pero no tardarán en echarle de menos, o en empezar a hacerse preguntas sobre los caballos de la playa. ¿A qué esperas? ¡Mete la barca en el agua y vámonos!
Tirón parecía apesadumbrado.
– Gordiano, yo…
– Deberías leer más novelas griegas, Tirón, y menos poesía insípida como la que escribe Cicerón.
No tardamos en estar en la barca y lejos de la playa. Tirón desplegó la vela blanca. Fórtex remaba con energía. Yo me instalé en la proa, tiritando. Me había mojado los pies para subir a la barca y el agua estaba más fría de lo que esperaba.
Miré hacia la orilla. El centurión apareció de repente en la puerta de la cabaña, con aspecto mareado y frotándose el cráneo. Le hice una seña con la mano y le devolví la sonrisa de suficiencia que él me había dedicado antes. Se tambaleó, cerró el puño y gritó algo que no pude entender.
Fórtex se echó a reír.
– Tendría que haberle cortado el cuello -dijo-. Nunca he matado a un centurión. En fin, quizá otro día.
El viento y la corriente nos eran favorables. Navegábamos fácilmente por el canal. La costa se alejaba y las murallas de la ciudad crecían. El avance era un tanto irregular, pues Tirón resultó ser peor marino de lo que había dicho, pero a pesar del zigzagueo íbamos hacia el puerto. Casi parecía demasiado fácil, teniendo en cuenta lo difícil que la noche anterior me había parecido entrar en Brindisi.
Junto a nosotros apareció otra barca tan de repente que pareció materializarse de la nada. Tirón estaba ocupado con la vela. Fórtex remaba con fuertes y constantes impulsos. Yo fui el primero en verla, pero cuando ya estaba a menos de un tirode flecha. Era una embarcación alargada, mayor que la nuestra, con dos remeros y dos arqueros que ya tenían el arco montado y nos apuntaban con las flechas.
Miré para ver de dónde había salido aquella barca y vi una franja de costa al otro lado del puerto. Se había concentrado allí un considerable contingente de soldados, con unas cuantas barcas. Otra se dirigía ya hacia la primera para reforzar la persecución.
Di un codazo a Tirón y los señalé. En el momento en que se volvía para mirar, un arquero lanzó una flecha. Ambos nos estremecimos, pero el tiro fue corto y la flecha cayó al agua. Era un ensayo, para comprobar la fuerza y dirección del viento y medir la distancia. El otro arquero disparó una flecha que llegó bastante más cerca. Entretanto, al ser dos remeros contra uno, nos iban ganando terreno.
– Por Hércules, Tirón, ¿no puedes ir en línea recta? -grité-. ¡Si sigues haciendo eses, nos cogerán antes de que lleguemos al muelle!
Tirón no dijo nada. Con mala intención, o eso me pareció al menos, se desvió de la ruta y viró directamente hacia la muralla de la ciudad, en lugar de continuar hacia el puerto. Nuestros perseguidores se acercaban rápidamente. Oí un ruido como de avispa que llega zumbando y me agaché. Una flecha pasó por encima de mi cabeza, dando contra la vela, donde quedó clavada, con el astil tamborileando en la lona. Estábamos a su merced, sin posibilidad alguna de defendernos. Miré el agua fría, preparándome para el momento en que tuviéramos que abandonar la barca; me preguntaba qué sería mejor, si morir ahogado o acribillado por las flechas.
De repente oí gritos en lo alto, levanté la vista y vi a los soldados que defendían el sector portuario de la muralla. Entonces entendí la estrategia de Tirón, acercarnos al muro lo bastante para poner a los perseguidores a tiro de los defensores. El hecho de que nos persiguieran hombres de César era suficiente para que los soldados de Pompeyo corrieran a socorrernos.
Con un fragor parecido al que produciría una bandada de pájaros levantando el vuelo, surgió desde el muro una lluvia de flechas. Algunas cayeron más cerca de nosotros que de la barca que nos perseguía. El agua se cubrió de pequeñas salpicaduras verticales. Ninguna flecha dio en el blanco, pero consiguieron lo que se proponían. Los hombres de César dejaron de perseguirnos.
Tirón viró en sentido paralelo a la muralla, dirigiéndose hacia el puerto y el muelle más cercano. Pero los perseguidores viraron igualmente y siguieron paralelos a nosotros, manteniendo la distancia, tratando de acercarse lo suficiente para acertarnos con sus disparos, pero fuera del alcance de los arqueros de la muralla. Me tendí en el fondo de la barca y me encogí todo lo que pude, no sólo para esquivar las flechas, sino para que Tirón tuviera más espacio para moverse mientras bregaba con la vela.
Oí un grito en la otra barca y vi que uno de los arqueros tenía una flecha clavada en la espalda. Perdió el equilibrio y cayó al agua. Supuse que nuestros perseguidores darían media vuelta, pero dejaron el rescate del soldado a la barca que iba tras ellos.
Cada vez estábamos más cerca del puerto, donde se había reunido una multitud para contemplar el espectáculo; todos daban gritos de ánimo, como si fueran los espectadores de una carrera. Desde el fondo de la barca veía retazos de los arqueros que corrían por las almenas para situarse a nuestra altura. Gritaban y reían cada vez que se detenían a cargar el arco, luego apuntaban y disparaban. Estaban fuera de tiro, sin peligro de ser alcanzados por las flechas de nuestros perseguidores. Para ellos el intercambio de disparos era una diversión, un pasatiempo. Qué diferente era para mí, acurrucado en la barca y viendo pasar las flechas por encima.
Tras un fuerte zumbido, oí un crujido y sentí un cosquilleo en la nariz. Una flecha había atravesado el costado de la barca y había estado a punto de abrirme la tercera fosa nasal.
De repente, la barca dio un bandazo. Redujimos la velocidad y viramos. Mi primera sospecha fue que habían alcanzado a Tirón y había perdido el control de la embarcación, pero estaba en pie, casi encima de mí. Entonces vi a Fórtex. Aún empuñaba los remos y tenía los nudillos blancos de apretarlos, pero había dejado de remar. Tenía los ojos abiertos. Le temblaban los labios como si quisiera hablar, pero de su boca sólo salía tos y sangre. Una flecha le había atravesado el cuello. La punta de metal sobresalía por un lado y el astil con las plumas por el otro.
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