– Lo quieres mucho -dijo Tirón.
– Más que a nada. Quizá demasiado.
– No sé nadar -dije.
Después de comer habíamos vuelto al puesto de vigilancia de la montaña, al norte de la ciudad. Tirón, Fórtex y yo, a caballo, contemplamos el panorama. Era muy parecido a lo que había visto el día anterior, aunque ahora el puerto estaba atestado de barcos de transporte y la bocana era un poco más estrecha, gracias a las últimas plataformas añadidas a ambos extremos de la barrera. Tirón había dicho que quería echar un último vistazo al terreno y a la posición de las tropas de César, pero yo empezaba a sospechar que no sabía lo que iba a hacer después y estaba buscando la manera de entrar en la ciudad.
Sin las alas de Dédalo sólo podía hacerse de dos formas: por tierra o por mar. Entrar por tierra requeriría atravesar las líneas de César, fuertemente atrincheradas, cruzar la tierra de nadie que las separaba de la muralla de la ciudad y luego pasar o escalar la muralla. Difícilmente podríamos hacer nada de esto en secreto. Mucho antes de cruzar las líneas, los sitiadores nos ordenarían que nos detuviéramos o nos matarían por desertores. Aunque consiguiéramos atravesar la tierra de nadie, los defensores nos dispararían antes de que pudiéramos dar explicaciones; además, era improbable que nos abrieran las puertas o nos lanzaran escalas, aun en el caso de que quisieran ayudarnos.
Quedaba la posibilidad de llegar a Brindisi por mar. La parte de la muralla que daba al puerto era más baja y estaba menos vigilada que la que daba a tierra, pero resultaba igualmente insalvable para tres hombres sin alas. Al otro lado de la muralla discurría un estrecho camino, paralelo a la costa, que conducía a los muelles de la punta del cabo, pero todo él estaba cubierto de un auténtico bosque de espinas y abrojos que impedían el paso y disuadían incluso a las embarcaciones pequeñas que querían desembarcar. Sólo había, pues, un lugar por donde quizá se pudiera entrar: el puerto mismo, el punto donde las puertas de la muralla se abrían a una pasarela y varios embarcaderos se adentraban en el agua. Las puertas estaban abiertas y se veía una intensa actividad en los muelles, aunque no había indicios de que los barcos amarrados fueran a hacerse a la mar.
– ¿Qué has dicho, Gordiano? -murmuró Tirón, concentrado en el plan.
– He dicho que no sé nadar. Siempre he sido un tipo de ciudad, ya lo sabes. Nací y me crié en Roma.
Tirón parpadeó.
– Pero los romanos se bañan en el Tíber desde siempre. Aunque más arriba de la Cloaca Máxima.
– No, Tirón. Los romanos chapotean en el Tíber y lo cruzan en balsa, y en los años secos lo vadean. No es lo mismo que atravesar a nado un puerto con flechas lloviendo por todas partes.
– Nadie ha hablado de nadar -puntualizó Tirón-. ¿Ves aquellas cabañas de pescadores allá abajo, a este lado del canal? A un tiro de piedra, delante de la ciudad, al otro lado del puerto.
Asentí con la cabeza. Eran un puñado de cabañas muy separadas unas de otras. Ni siquiera había reparado en ellas a la media luz del día anterior, absorto por la batalla que se había librado en la bocana del puerto.
– Parecen abandonadas -prosiguió Tirón-. No hay señales de vida. Los pescadores se han refugiado dentro de la ciudad, pero han abandonado las barcas. Son demasiado pequeñas para que César pueda utilizarlas, así que las han dejado allí, encalladas en la arena de la playa. Desde aquí veo cinco o seis. Es nuestra oportunidad. Yo le he echado el ojo a la de la vela blanca. Es más discreta que aquella otra de la vela naranja.
– ¿Sabes pilotar una barca como ésa?
– Te sorprendería la de cosas que sé hacer, Gordiano.
– Y cuando estemos en el puerto, ¿qué?
– Navegaremos directamente hasta el embarcadero más cercano. El canal no puede tener más de doscientos pasos de anchura.
– ¿Y si tenemos la corriente en contra? ¿Y si nos siguen los hombres de César?
– Pues Fórtex tendrá que remar con más brío -dijo Tirón. Fórtex se frotó la mandíbula.
– Y entonces puede que tuvieras que nadar -añadió Tirón.
No me gustó cómo sonaba.
Bajábamos por la ladera, con los caballos abriéndose paso entre las zarzas, cuando nos llamó una voz desde arriba.
– ¡No podéis bajar por ahí! ¡Está fuera de los límites!
Era el centurión encargado de la vigilancia. Tirón se volvió y lo saludó. Luego se llevó una mano a la oreja, esbozó una sonrisa estúpida y se encogió de hombros, como sugiriendo que no entendía.
– Sigue cabalgando -susurró-. Mira al frente. Haz como si no existiera. Ve en línea recta hacia la barca. ¡Vamos! Espoleamos las monturas colina abajo y llegamos a la estrecha playa. Detrás de nosotros oí un galopar de caballos.
– ¿Cuántos? -inquirió Tirón, con la mirada al frente. Fórtex miró por encima del hombro.
– Sólo uno.
– Bien. Entonces es que nos considera inofensivos. Dejaremos que siga creyéndolo todo el tiempo posible. Ya sabes qué hay que hacer, Fórtex.
Desmontamos en la playa, entre las cabañas y la barca de pesca. El centurión se dirigía hacia nosotros. Yo me acerqué a Tirón.
– ¿Qué piensas hacer con él?
– ¿Tú qué crees?
– ¿No queda más remedio?
– Hemos hecho un trato, Gordiano. Tú me introducías en la tienda de César y yo te introducía en Brindisi. ¿Quieres venir o no? Esto es la guerra, amigo. ¿Creías que no iba a haber derramamiento de sangre? Alégrate de que por lo menos no sea la tuya.
– Es un asesinato, Tirón. Como también lo fue la muerte de aquel pobre carretero.
– Asesinato es un término jurídico, Gordiano. No se aplica a los esclavos y carece de sentido en un campo de batalla.
– Podríamos darle un golpe, dejarlo inconsciente y arrastrarlo a una cabaña…
Tirón hizo una mueca.
– Se te ablandó el cerebro cuando leíste aquellas novelas griegas en el refugio de la montaña, durante la tormenta. ¡Huidas por los pelos y finales felices! El mundo real es éste, Gordiano. Sólo hay una manera segura de librarse de ese individuo. Fórtex la pondrá en práctica. Para eso ha sido entrenado. Ahora sonríe; tenemos compañía.
El centurión llegó a nuestra altura. Desmontó y se acercó. Andaba con brío; la corta y brusca cabalgada lo había estimulado. Su sonrisa era ligeramente desdeñosa, pero no hostil. Después de todo, yo sólo era un civil ignorante, una oveja que necesitaba orientación, no un lobo. Se dirigió a mí, sin hacer caso de los otros.
– No se permite a los civiles acercarse a la costa. Levanté el disco de cobre.
– Pero César en persona me dio este…
– El general ha dado órdenes muy precisas sobre la costa. Sin excepciones. -Alzó la voz, tal vez pensando que quizá yo era un poco sordo.
– Yo… sólo quería echar un vistazo a esas pintorescas cabañas de pescadores.
El centurión cabeceó ligeramente y esbozó una sonrisa. Yo no era más que un viejo al que había que perdonar, pero sólo hasta cierto punto. No se fijó en Fórtex, que estaba situándose tras él.
El corazón me resonaba en los oídos. Dentro de unos segundos estaría hecho. El joven centurión, sonrojado y sonriera do con aire de suficiencia, sería atacado por detrás. Fórtex le rebanaría el cuello… un destello del acero, un chorro de sangre. Sus ojos se abrirían de sorpresa y quedarían ciegos a continuación. Un hombre vivo se convertiría en cadáver en mi presencia.
Detrás del centurión sólo veía a Fórtex parcialmente, pero por sus movimientos supe que estaba desenvainando furtivamente la daga. Tirón estaba a un lado, haciéndose pasar por el esclavo obediente y discreto, conteniendo la respiración.
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