Al pasar, la gente se detenía y los miraba; algunos saludaban a Orla con familiaridad, lo cual parecía agradarle. Fidelma tuvo la impresión de que, pese a tener una religión distinta, aquel pueblo vivía feliz y era autosuficiente, algo que le resultó extraño, pues nada de eso parecía estar relacionado con la terrible escena que habían visto sus ojos en la cañada, fuera del valle.
A medida que fueron acercándose a los muros de granito gris de la ráth, Fidelma reparó en que no se trataba de una simple fortaleza decorativa. A pesar de la defensa natural del valle, los enormes muros y almenas, así como la situación dominante sobre el valle, estaban tan bien construidos que, si una fuerza hostil irrumpiera por el desfiladero, unos pocos guerreros aún podrían defender la fortaleza contra un ejército entero. Había sido construida por expertos en las artes de la guerra. Fidelma volvió a plantearse para qué un clan tan pequeño tendría aquellas construcciones defensivas en un valle que ya gozaba de protección natural.
Antaño, cuando había enfrentamientos tribales por hacerse con los mejores territorios y enriquecerse, tales fortificaciones se erigían por los cinco reinos. Incluso Cashel había sido levantado para proteger al Eóghanacht de vecinos envidiosos, y del mismo modo se habían construido las capitales fortificadas de Tara, Navan, Ailech, Cruachan y Ailenn. Ahora bien, aunque esta ráth no era tan grande como aquéllas, era una fortaleza sólida y bien construida con varios edificios de dos, y hasta tres plantas de altura. Fidelma incluso alcanzó a ver una achaparrada torre de vigilancia.
En las murallas, pudo ver también a varios centinelas apostados que los observaban, y a hombres y mujeres que acudían a verles llegar. A cada lado de las puertas de la fortaleza había dos guerreros de pie. Fidelma se fijó en que eran puertas de roble pesadas, reforzadas con tachones macizos y bisagras de hierro. Observó que éstas estaban bien engrasadas y que las puertas, pese a estar abiertas de par en par, parecían simples ornamentos. Sobre la entrada ondeaba al viento una banda de seda azul en la que había bordada una mano empuñando una espada, emblema del jefe de Gleann Geis.
Un guerrero alto de cabello claro, de pie junto a la puerta, alzó la mano en un saludo respetuoso.
– Habéis regresado sin vuestra escolta y con dos extranjeros, Orla. ¿Va todo bien?
– Acompaño a la emisaria de Cashel, que ha venido a ver a mi hermano, Rudgal. Artgal y los demás no tardarán en llegar. Han tenido que… investigar un asunto.
El guerrero rubio los miró con desconfianza, primero a Fidelma y luego a Eadulf. Sin embargo, se hizo a un lado con respeto cuando Orla los precedió al entrar a un amplio patio adoquinado, rodeado de un enorme complejo de edificios. Era un patio tradicional, con un gran roble en el centro. A aquellas alturas, Eadulf ya conocía bastante bien las tradiciones como para saber que el árbol era el crann betha, el árbol de la vida, o el tótem del clan. Sabía que el árbol simbolizaba la moral y el bienestar de los habitantes. Si dos clanes se enfrentaban, una de las peores cosas que podía ocurrir era que el clan enemigo asaltara el territorio del otro clan y talara o quemara el árbol sagrado. Aquel acto desmoralizaría al clan y permitiría al enemigo cantar victoria.
Dos muchachos corrieron hacia ellos cuando Orla bajó del caballo.
– Los mozos de cuadra se llevarán los caballos -anunció Orla, y Fidelma y Eadulf siguieron su ejemplo y desmontaron.
Los muchachos sostuvieron las riendas, mientras ellos soltaban las correas de las alforjas.
– Supongo que querréis descansar un poco de tan arduo viaje antes de ver a mi hermano y los demás -añadió la esposa del tánaiste-. Os acompañaré a las dependencias de los invitados. Después de bañaros y comer, mi hermano querrá recibiros sin duda en la sala consistorial.
Fidelma indicó que les parecía bien. Un par de personas que pasaban por el patio de la ráth saludaron a Orla y miraron a Fidelma y a Eadulf con descarado interés. Orla no hizo ademán siquiera de explicarles quiénes eran. Una niña llegó corriendo.
– ¿Por qué habéis llegado tan pronto, madre? -preguntó-. ¿Quiénes son estos desconocidos?
Fidelma advirtió el parecido entre Orla y la niña enseguida. Tendría unos catorce años o poco más. El atuendo y las joyas que llevaba revelaban que ya tenía la edad de elegir y, por tanto, ya se la consideraba adulta. Su cabello moreno, rizado y abundante era idéntico al de Orla, así como sus brillantes ojos. Pese a ser joven, era atractiva y consciente de su encanto, pues tenía ademanes coquetos.
Orla saludó a su hija con circunspección.
– ¿Quiénes son estos cristianos, madre? -insistió la niña, reconociendo a la primera los hábitos-. ¿Son prisioneros?
Orla torció el gesto y negó.
– Son emisarios de Cashel, Esnad. Invitados de tu tío. Ahora retírate. Tendrás tiempo de sobra para saludarlos más tarde.
Esnad dedicó a Eadulf una mirada escrutadora.
– Ése es extranjero, pero bastante guapo para ser de fuera -se atrevió a decir con una coqueta sonrisa en sus labios.
Fidelma intentó disimular la gracia que le hizo, mientras Eadulf se ruborizaba.
– ¡Esnad! -censuró la madre, irritada-. ¡Retírate!
La niña se volvió hacia Eadulf, dedicándole una última sonrisa, y cruzó sin prisa el patio, contóneándose con insinuación. Orla soltó un suspiro de exasperación.
– ¿Vuestra hija está en la edad de elegir? -observó Fidelma.
Orla asintió.
– Es difícil encontrarle un marido. Me temo que tiene sus propias ideas. Esta niña es un reto.
Orla siguió precediendo a la pequeña comitiva, hacia un gran edificio de dos plantas situado contra uno de los muros exteriores de la ráth. Orla abrió la puerta y se hizo a un lado.
– Os enviaré a la hostalera y, cuando hayáis descansado, se os acompañará a las estancias de Laisre.
Inclinó la cabeza brevemente mirando a Fidelma y los dejó solos.
Dada la sensación de seguridad que tuvo Fidelma al hallarse en la sala principal del hostal de invitados -saltaba a la vista que allí comían los invitados y se preparaban las comidas-, soltó las alforjas sobre la mesa y se dejó caer sobre la silla más próxima, dando un profundo suspiro de agotamiento.
– He pasado demasiado tiempo montada a caballo, Eadulf -señaló-. Había olvidado la comodidad de estar sentada.
Eadulf recorrió las dependencias con la mirada. Era una sala decorada con calidez, donde ya ardía un fuego, bajo el cual humeaba una olla que desprendía agradables aromas.
– Al menos, parece que los invitados de Laisre están bien atendidos -murmuró.
La sala se extendía a todo lo largo del edificio, y en medio había una mesa larga con bancos a los lados y un par de sillas de madera más elaboradas. Era evidente que se trataba del comedor. Al fondo, junto al hogar, estaban todos los utensilios de cocina. Desde allí se veían cuatro puertas que daban a otras salas de la planta baja. Eadulf dejó las alforjas en el suelo y fue a echar un vistazo al interior de cada puerta.
– Hay dos cuartos de baño -anunció, y luego, al abrir las otras dos, dio un gruñido de asco y se santiguó-. Estas otras dos son los fialtech.
Conocía bien la palabra irlandesa, pues la «sala velada» era el eufemismo usado para denominar el retrete, tomado del concepto romano. Muchos religiosos creían que el diablo moraba en el retrete, por lo que se santiguaban antes de entrar.
Una escalera de madera conducía a la planta superior. Allí Eadulf encontró cuatro habitaciones pequeñas a la manera de celdas. Echó una mirada rápida a cada una y vio que en todas ya estaban dispuestos los catres de madera con los respectivos colchones de paja, mantas de lana y sábanas de hilo. Al poco rato, bajó a la sala donde Fidelma todavía estaba apoltronada en la silla.
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