Orla enrojeció y levantó la barbilla, desafiante.
– No pretendo amenazar vuestra vida. Ni siquiera la suya -dijo, señalando a Eadulf con la cabeza-. Ni tú ni el extranjero sufriréis daño alguno mientras le deis vuestra protección. En Gleann Geis no somos bárbaros. Por ley, los enviados son sagrados e inviolables, y se les trata con sumo respeto, aunque sean acérrimos enemigos.
Eadulf estaba inquieto, pues tras aquellas palabras seguía habiendo una seria amenaza.
– Es bueno saberlo, Orla -dijo a su vez Fidelma con sosiego, y volvió a dejar el bastón en la alforja-, ya que he visto qué sucede con aquéllos a quienes no se concede inmunidad a la muerte.
Eadulf notó que se le aflojaba la mandíbula y, súbitamente, sintió un miedo atroz. Si Orla y sus guerreros eran responsables de la muerte de aquellos jóvenes del valle, entonces Fidelma estaba poniendo sus vidas en peligro al reconocer que sabía de la existencia de los cadáveres. Creía que su compañera iba a ser cauta en cuanto a aquel hallazgo truculento. En ese momento, reparó en el graznido de las aves rapaces y lanzó una breve mirada hacia atrás. Era evidente que algo sucedía al otro lado de la cañada, en el lugar donde se hallaban los cuerpos; de todos modos, los guerreros que escoltaban a Orla ya habrían avistado a los carroñeros.
Sin embargo, Orla seguía mirando a Fidelma con perplejidad. No parecía haber advertido la nube de cuervos que se arremolinaba a lo lejos.
– No sé a qué os referís -dijo.
Fidelma señaló hacia el valle extendiendo el brazo con despreocupación.
– ¿Veis aquella negrura de cuervos que crece? Se alimentan de cadáveres humanos.
– ¿Cadáveres? -se sorprendió Orla mirando de golpe hacia el cielo, como si viera por primera vez las aves.
– Los de treinta y tres hombres jóvenes, víctimas de la Triple Muerte.
Orla apretó de pronto la mandíbula y palideció al volver a mirar a Fidelma. Tardó unos instantes en formular la respuesta.
– ¿Es esto una broma? -exigió con frialdad.
– Yo nunca bromeo.
Orla se volvió hacia el guerrero barbinegro al que había reprendido por interrumpirla.
– Artgal, llevaos a la mitad de los hombres y averiguad a qué se debe esa funesta concurrencia.
Artgal los miraba con una mueca de desconfianza.
– Quizá se trate de una trampa cristiana, señora.
La mujer lo fulminó con la mirada.
– ¡Haced lo que os digo! -le ordenó con una voz que más bien pareció un latigazo.
Sin decir más, Artgal señaló a los guerreros que le acompañarían y se dirigió a galope tendido hacia donde las aves circunvolaban y caían en picado, en la lejanía.
– ¿ La Triple Muerte, decís? -dijo la mujer casi en un susurro cuando aquéllos hubieron partido-. ¿Estáis segura que ésta fue la manera en que murieron, Fidelma de Cashel?
– Estoy segura. Pero vuestro hombre, Artgal, os confirmará lo que he dicho a su regreso.
– La culpa de esto no debe recaer sobre el pueblo de Laisre -protestó la mujer con una curiosa expresión en su rostro, como si tratara de sobreponerse al miedo-. No sabemos nada de este asunto.
– ¿Cómo podéis estar tan segura de que habláis por todo el pueblo de Laisre? -preguntó Fidelma con ingenuidad.
– Estoy segura, pues no sólo hablo por mi hermano, sino como la esposa de su tánaiste, el heredero elegido, Colla. Tenéis mi palabra.
– Un acto atroz se ha cometido en este valle, Orla. Mi juramento me obliga a indagar la causa y a descubrir al responsable. Tal es mi intención.
– Pero no hallaréis la respuesta en Gleann Geis -replicó Orla con hosquedad.
– Sin embargo, hacia Gleann Geis nos dirigimos -dijo Fidelma con confianza-. Cuanto antes lleguemos, mejor. Por tanto, mi acompañante y yo os dejaremos a la espera de que regresen vuestros guerreros para seguir nuestro camino.
Fidelma miró a Eadulf y le hizo una breve señal con la cabeza, como para indicarle que la siguiera. Sin añadir nada más, empujó suavemente al caballo, y pasó por delante de Orla y los guerreros montados que quedaban. Eadulf, que tardó unos instantes en reaccionar, la siguió. Los guerreros miraban algo perplejos a Orla, que no hizo nada por impedir el paso a los forasteros.
Con absoluta seguridad, Fidelma condujo a su caballo hacia el interior del desfiladero, donde el sendero se hacía escabroso, lo cual indicaba que antaño había sido el cauce de un río. Lo difícil era saber desde cuándo estaba seco; acaso desde hacía siglos. El sendero se torcía y curvaba entre paredes de granito que se alzaban a unos treinta metros a ambos lados y casi impedían el paso de la luz. En cuanto entraron en el pasaje, quedaron envueltos en la penumbra. Desde una entrada de unos diez metros de ancho, la garganta se fue estrechando hasta que sólo quedó espacio para que pudieran cabalgar cómodamente dos caballos juntos.
Eadulf esperó a haber avanzado un trecho antes de romper el silencio.
– ¿Creéis…? -empezó a decir, pero calló bruscamente cuando las paredes del estrecho desfiladero le devolvieron el eco de su voz.
Esperó un momento y, a continuación, bajó la voz hasta un murmuro, pero incluso así sonaba un eco sepulcral.
– ¿Creéis que esa mujer, Orla, y sus guerreros mataron a esos jóvenes?
Fidelma se las ingenió para encogerse de hombros sin responderle. Tenía una expresión rígida y severa.
– El gesto de asombro que ha mostrado Orla parecía bastante auténtico -prosiguió Eadulf con insistencia.
– No obstante, si yo no hubiera sido quien soy, no habríamos proseguido el viaje. Por lo visto, Orla y sus guerreros no parecen simpatizar con los de nuestra Fe.
Eadulf se estremeció, levantó una mano para santiguarse, pero se contuvo, y la bajó a un lado. La costumbre hacía que la acción perdiera significado.
– No sabía que en este país hubiera tierras tan paganas. Aquí hay mucho que temer.
– El miedo es destructivo en sí mismo, Eadulf. Y no deberías temer a alguien sólo porque no comparte tus creencias -lo censuró Fidelma.
– Si están preparados para usar la espada contra quienes no tienen sus mismas creencias, entonces hay mucho que temer -se lamentó Eadulf, casi exaltado-. Acabamos de ver en el valle con nuestros propios ojos un grotesco sacrificio ritual, perpetrado por esos paganos. Temo por nuestra seguridad.
– El temor es innecesario. Pero la prudencia es la consigna. Recordad lo que dijo Esquilo: demasiado miedo impide al hombre actuar. Por tanto, libraos de cualquier miedo y aplicad atención y prudencia y, de este modo, descubriremos la verdad.
Eadulf soltó un bufido con desdén.
– Quizás el miedo sea un mecanismo de protección -objetó-, porque el miedo nos hace prudentes.
– El miedo no aporta ninguna virtud a nada. He aquí un aforismo de Publio Siró: aquello a lo que tememos acaba ocurriendo antes que aquello que anhelamos. Si temes a este lugar, tu miedo creará eso a lo que temes, que carece de nombre. No tienes nada que temer salvo al propio miedo. Y en este caso no tenemos nada que temer, más que a los actos malignos de hombres y mujeres, y ya nos hemos enfrentado en otras ocasiones a mujeres y hombres malévolos, y hemos vencido. Así que no le deis más vueltas.
Fidelma se detuvo y, volviéndose, prestó atención.
Advirtieron a sus espaldas el ruido de un caballo acercándose a galope tendido a través del cañón.
– Vienen por nosotros -siseó Eadulf, dándose la vuelta desde la silla, pero eran tales los recodos del barranco, que no verían nada hasta que casi tuvieran encima al jinete.
Fidelma movió la cabeza y matizó:
– ¿Vienen? ¿Ves lo que provoca el miedo en el discernimiento? Se trata de un solo caballo que se acerca, y no cabe duda de que es el de Orla.
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