Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– ¿Sor Fidelma? -levantó la cabeza y vio a la joven sor Necht de pie a escasa distancia, observándola con cara solemne-. No quiero molestaros.

Fidelma señaló la muralla que tenía al lado.

– Sentaos. No me molestáis. ¿Qué puedo hacer por vos?

– Primero quería deciros que siento la muerte de vuestro compañero, Cass -dijo la novicia mientras se sentaba torpemente, con la voz embargada por la emoción-. Era un buen hombre. A mí me hubiera gustado ser un guerrero como él.

Fidelma no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida al oír aquello.

– ¿No parece una vana ambición para una joven novicia?

La muchacha se ruborizó intensamente.

– Quería decir…

– No importa -la tranquilizó Fidelma-. Perdonadme este humor de mal gusto. Es una defensa contra mi propia tristeza. ¿Decíais que había algo más?

La joven dudó y asintió con la cabeza.

– He venido a traeros una noticia. Los guerreros de vuestro hermano han capturado a Salbach y lo han traído a Ros Ailithir.

– Eso es sin duda una buena noticia -confirmó Fidelma con satisfacción.

– Al parecer, lo encontraron con su primo en una cita secreta.

– ¿Su primo? ¿Os referís a Scandlán, el rey de Osraige?

Sor Necht asintió con énfasis.

– ¿Han traído aquí también a Scandlán?

– Vino por decisión propia, gritando que era un ultraje que su primo fuera tratado así.

– ¿Salbach ha admitido que Intat actuaba bajo sus órdenes?

– Eso no lo sé, hermana. El abad Brocc me dijo que os buscara y os diera la noticia. Creo que Salbach se niega a responder a cualquier pregunta. Pero Brocc pregunta si queréis intentar interrogar a Salbach antes de la vista de mañana.

Fidelma se puso en pie inmediatamente.

– Claro que sí. ¿Dónde están ahora Brocc y mi hermano Colgú?

– Están en las estancias del abad -contestó sor Necht.

– Entonces voy para allí.

– Yo espero con ansia la asamblea de mañana -dijo sonriendo Necht-. Buenas noches, hermana.

Se giró y echó a correr. Durante un momento, Fidelma se quedó mirando al porte desgarbado de Necht mientras se perdía en la oscuridad de los pasillos de la abadía. Algunos pensamientos se le removieron, una confusión de ideas que no podía desarrollar. Fidelma se encogió de hombros y se encaminó hacia las habitaciones de Brocc.

Fidelma llamó a la puerta y, cuando Brocc contestó, entró. Su hermano estaba sentado donde normalmente lo hacía Brocc. Colgú sonrió cuando entró su hermana. Ambos compartían una jarra de vino.

– ¿Os ha encontrado sor Necht, prima? -preguntó innecesariamente el abad.

Fidelma inclinó la cabeza en señal de afirmación.

– Me ha dicho que tenéis a Salbach en una celda -contestó-. Eso está bien.

– Pero también tenemos que soportar a su primo de Osraige, que clama al cielo que se haya difamado de forma tan escandalosa su inocencia. -Colgú hizo una mueca irónica-. Sin embargo, no hay duda del papel que ha tenido Salbach en los atroces crímenes de Rae na Scríne y del hogar de Molua. A los dos compañeros de Intat, los convencieron rápidamente y descargaron la responsabilidad de sus actos en otros.

Fidelma arqueó las cejas expectante. Su hermano asintió con la cabeza como confirmando la pregunta que se hacía ella.

– Admitieron que Intat les había pagado para hacer lo que hicieron y, es más, juraron que fueron testigos de que Intat recibía las instrucciones de Salbach.

– Así es -añadió Brocc con satisfacción-. Pero negaron cualquier culpabilidad o conocimiento de los asesinatos de Dacán o Eisten. Mi scriptor ya ha puesto por escrito sus declaraciones para que las leáis y los retendremos en la abadía listos para testificar ante la asamblea mañana.

Fidelma sonrió aliviada y cogió las tablillas de cera que Brocc le tendía y les echó una mirada rápida.

– Hemos hecho grandes progresos hacia una solución. ¿Me pregunto si Salbach admitirá la verdad si le presento esta prueba?

– Vale la pena probarlo -admitió Colgú.

– Entonces voy a ir a interrogarlo en seguida.

Colgú se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Entonces preferiría ir contigo -sonrió irónicamente a su joven hermana-. Necesitas que alguien te vigile.

Salbach estaba desafiante en su celda cuando entró sor Fidelma. Ni siquiera se molestó en saludar a Colgú, que entró con ella y se quedó justo pasada la puerta.

– Ah, ya me imaginaba que vendríais, Fidelma de Kildare -dijo con voz fría y sarcástica.

– Me alegro de haber satisfecho vuestras expectativas, Salbach -replicó Fidelma con la misma solemnidad-. La asamblea del Rey Supremo se reúne mañana.

Fidelma tomó asiento en la única silla de madera que había en la celda. Salbach frunció el ceño, titubeante ante su comportamiento seguro, pero continuó de pie, con los pies separados y los brazos cruzados delante. No dijo nada cuando Fidelma se permitió levantar los ojos y echar una mirada sobre él. Sentía repugnancia por aquel hombre que podía ordenar la muerte de niños sin el menor escrúpulo.

– Grella tiene que estar locamente enamorada de vos, Salbach, para no ver lo que hay detrás de la máscara que os ponéis para ella -dijo finalmente Fidelma.

La expresión de Salbach cambió momentáneamente y reflejó confusión, pero pronto se vio reemplazada por ira y aversión y le devolvió una mirada escrutadora.

– ¿Estáis segura de que llevo una máscara para ella? ¿Estáis segura de que tan sólo está ofuscada con la idea del amor o podéis admitir, en vuestro corazón, que ella pueda estar enamorada de mí y yo de ella?

Fidelma hizo una mueca de desagrado.

– ¿Amor? Cuesta entender esa emoción en vuestro corazón. No, yo veo ante mí el sufrimiento de los pequeños. No hay lugar para una emoción como el amor en el corazón de una persona que puede ordenar tal sufrimiento.

Sin embargo, Fidelma veía algo de perversidad en la situación. Quizá, Salbach, después de todo, sentía un encaprichamiento parecido al amor por la atractiva bibliotecaria de Ros Ailithir.

– ¿Me vais a responsabilizar de los actos de Intat? -preguntó Salbach con acritud.

– Sí. También deberíais saber que, si pagáis a unos hombres, su lealtad no se debe a un jefe, sino al dinero. Los mismos hombres de Intat han testificado que sois el jefe.

Salbach se quedó petrificado.

– ¿Y si digo que mienten?

– Entonces tenéis que probarlo ante la asamblea. Eso puede resultar difícil. Por lo que a mí respecta, sé que esos hombres no mienten, igual que vos sabéis que dicen la verdad.

Salbach sonrió con amargura.

– Entonces dejaremos que decida la asamblea del Rey Supremo. Será mi palabra como jefe de los Corco Loígde. Mi palabra y mi honor. Y ahora he de guardar silencio. No vamos a hablar más.

Fidelma se levantó y lanzó una mirada rápida a su hermano. Se dio cuenta de que sus ojos mostraban decepción.

– No esperaba menos, Salbach. Nos veremos en el tribunal cuando se reúna mañana. Pero, antes de que lo hagamos, pensad bien en el asunto, pues estáis condenado por los hombres a los que pagasteis. Dejadme que os diga unas palabras de Sócrates: «Las palabras falsas no son malas en sí mismas, pero infectan el alma con maldad». ¿Cuán infectada está vuestra alma, Salbach?

Fuera, Colgú dio rienda suelta a su frustración.

– No admite nada. ¿Si no lo hace, qué? Aunque pruebes su culpabilidad, Laigin seguirá considerando que Cashel es responsable.

– Espero tener la última pieza del rompecabezas colocada en su sitio en el momento de la asamblea -replicó Fidelma-. Mientras tanto, tengo que descansar un poco. Mañana será un día largo y tengo mucho en qué pensar.

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