Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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Junto a él, en el estrado a su izquierda, estaba sentado su ollamh personal, un abogado erudito con el que consultaba los asuntos legales; luego se sentaban un scriptor y un ayudante para dejar constancia escrita de todo. A la derecha del gran brehon, estaba sentado el Rey Supremo -Sechnassach, señor de Meadi y Rey Supremo de Irlanda. Era un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, con rasgos ceñudos y cabello castaño oscuro. Fidelma sabía por su experiencia en Tara que Sechnassach no era un gobernante tan severo y autoritario como parecía. Era un hombre serio con un sentido del humor agudo. Se preguntaba si él recordaría que, sin la ayuda de ella, que resolvió el misterio del robo de la espada ceremonial del Rey Supremo, Sechnassach tal vez nunca se hubiera sentado en el trono. Luego se sintió culpable por haber pensado en eso, como si alguna predisposición en su favor pudiera influir en la voluntad del Rey Supremo.

Junto al rey, estaba sentado Ultan, arzobispo de Armagh, principal apóstol de la fe en los cinco reinos. Era un hombre anciano y adusto, con el cabello blanco y descuidado. Fidelma sabía que Ultan tenía reputación de favorecer a la facción romana y que a menudo había apoyado la idea de que las leyes eclesiásticas deberían desplazar a las leyes civiles de los cinco reinos.

Justo enfrente de esta impresionante reunión de jueces, había un pequeño atril que se había dispuesto como cos-na-dála, la tribuna desde donde cada dálaigh, o abogado, defendería su causa.

A la derecha del altar mayor, en el crucero, los bancos estaban ocupados por los representantes de Laigin, con su fogoso y joven rey, Fianamail, y sus consejeros. Fidelma ya había reconocido el rostro ceñudo y gris del abad Noé de Fearna. Y vio que enfrente, sentado junto a su rey, estaba el delgado y cadavérico Forbassach, que presentaría las demandas de Laigin.

El hermano de Fidelma, Colgú, y sus consejeros ocupaban los bancos que había en el crucero, a la izquierda del altar mayor. Fidelma, como dálaighy sentada junto a su hermano, esperaba su turno para que la llamaran ante el cos-na-dála para exponer el caso en representación del reino de Cashel.

El resto de la iglesia, a lo largo de la amplia nave, estaba atiborrado de espectadores de cualquier tipo de grado y condición; llenaban el lugar con una atmósfera cargada y asfixiante a pesar de la grandiosidad y extensión del alto edificio. Fidelma se había fijado en que había varios guerreros que llevaban la insignia del Rey Supremo; éstos constituían su fianna o guardia personal. Estaban situados en puntos estratégicos de la iglesia y eran los únicos guerreros que podían portar armas en la asamblea. Los soldados de Colgú y Fianamail estaban acuartelados en el exterior de la abadía. El proceso fue iniciado bruscamente por Barrán, el gran brehon, dando golpes sobre la mesa de madera que tenía ante él con su bastón de mando y pidiendo silencio.

El bullicio de la asamblea fue lentamente apagándose y un silencio expectante emergió.

– Sépase que hay tres maneras de destruir la sabiduría en un tribunal de justicia -entonó el gran brehon con las palabras rituales de apertura. Su voz era profunda y rica en tonos y resonó en toda la iglesia. Sus ojos de color claro centellearon cuando rodeó el recinto con su mirada-. La primera manera corresponde a un juez sin sabiduría; la segunda, a una defensa carente de inteligencia, y la tercera, a un tribunal charlatán.

Entonces el arzobispo de Ultan se levantó lentamente y pidió, con tono monótono, una bendición por el tribunal y su proceso.

Cuando Ultan se hubo sentado, el gran brehon pidió a los abogados de cada parte que se pusieran en pie y se presentaran. Cuando lo hubieron hecho, les recordó los procedimientos del tribunal y las dieciséis señales de la mala abogacía. Por cualquiera de esos dieciséis puntos, se podía multar a un abogado con un séd, una moneda de oro que valía tanto como una vaca lechera. La multa, les recordó Barrán, se impondría si los abogados se insultaban, incitaban a la violencia a los que asistían al juicio, caían en el autobombo, hablaban con demasiada dureza, se negaban a obedecer las órdenes del tribunal o traspasaban los límites de sus alegatos sin motivo. Después de aceptar que lo habían entendido, Barrán indicó que la vista podía comenzar.

– Recordad que hay tres puertas a través de las cuales se puede reconocer la verdad en este tribunal: una contrarréplica paciente, un caso firme y la confianza en los testigos -advirtió Barrán a los abogados siguiendo el ritual.

Forbassach se dirigió hacia el cos-na-dála, dado que, como Laigin, exigía compensación por una muerte, tenía derecho a presentar sus argumentos primero. Lo hizo con gran simplicidad y sin teatralidad. Expuso llanamente que el venerable Dacán, un hombre de Laigin, había recibido la hospitalidad del rey de Muman y se le había permitido estudiar y enseñar en la abadía de Ros Ailithir. La responsabilidad inmediata del abad era velar por la seguridad de los que se alojaban en su casa.

Sin embargo, Dacán había sido asesinado de una manera horrible en Ros Ailithir. No se había encontrado a ningún asesino y, por ello, la responsabilidad recaía en el abad y en última instancia en el rey de Muman. El rey era responsable de la seguridad de Dacán: primero, porque había sido acogido en el reino y segundo, porque el abad era un pariente del rey y éste era el cabeza de su familia y el responsable de todas las multas impuestas a su familia. Así era la ley: específica en términos de culpabilidad. Por cada muerte, la multa era de siete cumals, el valor de veintiuna vacas lecheras. Ésta era la multa base. Pero, ¿y el precio del honor de Dacán? Era primo del rey de Laigin. Era un hombre de la fe, cuya benevolencia y sabiduría eran conocidas en los cinco reinos de Éireann.

Cuando, hacía varios siglos, el Rey Supremo, Edirsceál de Muman, había sido asesinado, el gran brehony su asamblea habían determinado que el preció de honor de Edirsceál era tal que el reino de Osraige debía entregarse a Muman. Ahora Laigin exigía que se les devolviera Osraige como precio de honor por la muerte de Dacán.

Fidelma se quedó sentada durante la intervención de Forbassach con la cabeza gacha. No había nada nuevo en su declaración y la realizaba de forma moderada, sin emotividad y de manera clara, para que el tribunal la siguiera con facilidad.

Con una mirada de satisfacción y complacencia lanzada hacia Fidelma, Forbassach regresó a su sitio. Fidelma vio que el joven rey Fianamail se inclinaba hacia adelante y sonreía mientras le daba unas palmaditas en el hombro en señal de aprobación.

– Fidelma de Kildare -dijo Barrán volviéndose hacia los bancos de Muman-, ¿vais a defender la causa de Muman?

– No -dijo con una voz clara que provocó un murmullo de asombro en el tribunal-. Estoy aquí para defender la verdad.

Un murmullo de enfado, especialmente procedente de los bancos de Laigin, se levantó cuando Fidelma se puso en pie y se dirigió a la tribuna ante el gran brehon. Barrán fruncía el ceño preocupado por aquella apertura dramática.

– Confío en que no queráis decir que hemos escuchado mentiras alerosas ante este tribunal -dijo con una amenazante y fría voz.

– No -respondió Fidelma con calma-. Tampoco hemos escuchado toda la verdad, sino solamente una pequeña parte de ella, de manera que no se puede juzgar sin temor a equivocarse.

– ¿Cuál es la base de vuestra contrarréplica?

– Consta de dos elementos, Barrán. Primero, que el venerable Dacán no fue honesto en cuanto a las actividades que iba a realizar cuando vino a Muman. Esta falta de honestidad exonera tanto al rey como al abad de sus responsabilidades ante la ley de hospitalidad.

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