Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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Fue bastante después de la hora completa cuando Fidelma se despertó, todavía totalmente vestida y estirada en su cama bajo la oscuridad de su habitación, donde se había quedado dormida. Se despertó con una idea muy clara en la cabeza; se refería a la tarea incompleta que le iba azuzando la mente durante varios días. Se levantó y abandonó el hostal en silencio.

Fidelma entró en la iglesia de la abadía, que estaba totalmente a oscuras. Habían apagado todas las luces después del último servicio del día. Decidió no encender una lámpara y se movió con cautela por entre las sombras; la suave luz de la luna atravesaba las altas ventanas para iluminar su camino. Fue avanzando con cautela hacia el altar mayor. Al dar la vuelta a éste, se quedó mirando en la penumbra la losa de la tumba de san Fachtna.

Estaba segura de que ésta era la clave para la última pieza del misterio que le azuzaba la mente.

Llevaba varios minutos observando cuando se dio cuenta de que había algo raro. La losa estaba ligeramente torcida, hacía un poco de ángulo con la parte posterior del altar. Ella recordaba perfectamente que la losa debía estar paralela al altar.

Se puso de rodillas y empujó un poco.

Con gran sorpresa por su parte, la losa se movió fácilmente, como por un tobogán. Se detuvo cuando empezó a rechinar en la oscuridad y, con cautela, echó una mirada a su alrededor. No veía nada en el interior sombrío de la gran iglesia.

Se dirigió hacia el altar y cogió una de las largas velas de sebo, diciendo una breve oración de contricción por haberla quitado de la santa mesa del Señor. Luego regresó hacia la losa, encendió la vela y la colocó en el suelo. Se puso otra vez de rodillas y empezó a empujar la losa. Se volvió a mover y luego se detuvo como si hubiera encontrado un obstáculo.

Hizo una pausa un momento, sintiendo frustración, pero entonces se dio cuenta de que debía haber un mecanismo oculto. Se fue hasta el otro lado de la losa y empezó a empujarla como para cerrarla.

Entonces fue cuando se le apareció el mecanismo, pues vio, por el rabillo del ojo, que la pequeña estatua del querubín, que estaba a la cabeza de la losa, se movía sobre su peana.

Reprimiendo una exclamación, Fidelma se dirigió con rapidez hacia la figurita, la agarró y empezó a girarla en dirección contraria.

Era una palanca, un sistema inteligente de movimiento, pues, cuanto más lo hacía girar, más notaba que éste tiraba de algún mecanismo que, a su vez, empujaba la losa hacia un lado y la sacaba de la entrada de la tumba que había abajo. La vacilante luz de su vela dejó ver unas escaleras.

Levantando bien la vela, empezó a descender las escaleras hacia el interior de la tumba.

Conducían a una cripta, húmeda y fría.

No estaba a más de veinte pies por debajo del suelo de la iglesia. Era una sola cámara, por lo que dejaba ver la luz de la vela. Tenía unos treinta pies de largo y quince de ancho. Estaba construida casi como una réplica a pequeña escala de la gran iglesia de arriba, con una plataforma de piedra elevada en un extremo, como el altar mayor. Sin embargo, tal como percibió Fidelma, no era un altar, sino un sarcófago de piedra con una losa. Sobre ésta estaban grabadas unas palabras en ogham y en escritura latina, tanto en irlandés como en latín. Decía que Fachtna, hijo de Mongaig, descansaba allí.

Fidelma vio que había unos receptáculos para las velas en el sepulcro y, movida por la curiosidad, fue a examinarlos. La grasa no estaba fría. Las velas se habían usado recientemente.

De repente se dio cuenta de que en un rincón había un montón de ropas. Fue a examinarlas y encontró también un bulto de mantas, como si alguien estuviera durmiendo en la bóveda. También había una jarra de agua y un cuenco con fruta. En una de las camas, halló una vitela.

En un momento encontró los objetos extraídos de su marsupium: el borrador de la carta de Dacán a su hermano, la varilla quemada en ogham y otros objetos de la biblioteca relacionados con la familia de Illian. Parecía que los hubieran desechado.

Sonrió con gravedad.

Por fin las piezas se juntaba; todos los pequeños detalles informativos empezaban a encajar y formar un dibujo. Era una lástima que Cass no estuviera allí para entender que se recogían todos los fragmentos y se unían hasta que surgiera el dibujo.

Oyó un ruido arriba y se sobresaltó.

Había alguien en el altar mayor, arriba, en la iglesia. Estaban junto a la tumba abierta.

Se dio cuenta de que no podía volver por el mismo camino a la iglesia si no quería ser descubierta. Quienquiera que fuera, empezaba a bajar las escaleras hacia el interior de la tumba. Se dirigió con rapidez hacia el sarcófago, intentando ocultarse.

Oía voces por encima.

– Mira esto -oyó decir a una voz familiar-. Creí haberte dicho que cerraras la losa cuando salimos.

Una voz más joven, que ella reconoció como la de Cétach, respondió:

– Creía que lo había hecho, hermano. Estaba seguro de que no lo había dejado tan abierto.

– No importa. Baja. Vendré a dejarte salir a la hora de siempre. Pero mañana estate absolutamente callado, pues el tribunal se reunirá encima de ti. Ni un ruido. Recuerda que casi lo echas todo a perder durante el servicio de la semana pasada. Un grito y encontrarán el camino hasta aquí abajo. Y, si es así, todos lo lamentaremos.

Otra voz de niño empezó a lloriquear protestando.

La voz de Cétach lo amonestó; seguro que era Cosrach.

– No será por mucho tiempo -oyó Fidelma que decía la primera voz, con tono más convincente-. Padre y yo te podremos sacar de aquí mañana o así.

– ¿Vendrá padre con nosotros? -preguntó la voz de Cétach.

– Sí, pronto estaremos todos en casa, en Osraige.

Fidelma se escondió tras el sarcófago al oír unos pasos suaves que bajaban a la cripta. No tenía sentido enfrentarse a los hijos de Illian en aquel momento. Quedaban algunos cabos sueltos para que el misterio estuviera totalmente resuelto.

Detrás del sarcófago, le sorprendió ver una abertura oscura y penetró en aquella oscuridad. Era un pasadizo que giraba y se retorcía varias veces hasta llegar a un tramo de escaleras de piedra. Llevaban arriba.

La curiosidad hizo que las subiera hasta su fin, a unos cuatro pies de un techo de roca. Por un momento pensó que había llegado a un lugar sin salida, pero percibió una pequeña apertura, de dos pies de ancho y otros tres de alto. Una débil luz vacilante entraba a través de ella. Esta vez sí encendió su vela y vio la pálida luz de la luna. Se escabulló con cuidado por la apertura.

Se quedó sin respiración por la sorpresa nada más observar lo que había al otro lado.

Estaba asomada al interior de un pozo circular que a unos diez pies se abría al cielo. Giró la cabeza y cerca vio, bajo la luz tenebrosa, unos escalones de hierro junto a la apertura, lo bastante cerca para que pudiera alcanzarlos y subirse a ellos. En unos minutos fue trepando a gatas por el borde del pozo hasta el fragante jardín iluminado por la luna, en la parte posterior de la iglesia de la abadía.

Se sentó un momento en el borde del muro de piedra circular del pozo, sonriendo con verdadera satisfacción.

Ahora ya tenía todas las piezas principales. Era cuestión de clasificarlas y encajarlas en su sitio.

Tenía tiempo suficiente para revelar la enmarañada madeja en la asamblea de la mañana.

Capítulo XIX

La iglesia de la abadía se había convertido en dál, o tribunal, para la gran asamblea del Rey Supremo. El recinto rebosaba de gente y tanto religiosos como otras personas no paraban de entrar en tropel. Esta asamblea se consideraba trascendental, pues nadie recordaba que un Rey Supremo hubiera convocado una asamblea fuera de su territorio personal de Meath. En un estrado construido especialmente para la ocasión ante el altar mayor, se sentaba el gran brehon de los cinco reinos de Éireann. Era una persona tan influyente que ni siquiera el Rey Supremo tenía licencia para hablar en las grandes asambleas hasta que aquél lo había hecho. Fidelma era la primera vez que veía a Barrán, e intentó juzgar su personalidad a pesar de que las vestiduras ceremoniales de su cargo ocultaban sus rasgos. Lo único que pudo adivinar fue unos ojos brillantes e imperturbables, una boca severa y de labios finos y una nariz prominente. Podía tener cualquier edad.

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