Se apresuró en busca del caballo más cercano.
Por el rabillo del ojo vio cómo uno de los hombres de Intat se apartaba del grupo que estaba a la puerta de la cabaña y se giraba en su dirección. La vio y lanzó un grito de ira. Otro hombre también se giró. En lugar de un arma, como su compañero, iba armado de un arco y estaba intentando sujetar una flecha. El primer hombre se dirigió hacia ella dubitativo, con la espada levantada.
Fidelma se dio cuenta de que no podía llegar hasta el caballo antes que su atacante, así que se detuvo, giró en redondo para hacerle frente y colocó sus pies rápidamente en una posición firme.
La última vez que Fidelma había practicado el troid-sciathagid en serio había sido contra una mujer gigante en un burdel de Roma. Esperaba no haber perdido habilidad. Dejó que el hombre corriera hacia ella, lo agarró por su cinturón y utilizó el impulso hacia adelante para levantar al sorprendido rufián por encima de sus hombros. Con un grito de sorpresa, el hombre fue a caer, con la cabeza por delante, en un barril de madera cercano, lo reventó con el impacto de su cabeza y el agua empezó a salir a chorros.
Fidelma se puso enseguida de pie, se inclinó cuando oyó el sonido vibrante de la cuerda de un arco y sintió que una flecha le pasaba volando junto a la mejilla. Luego se subió a la silla y golpeó con sus talones los costados del animal. Con un gran relincho, la bestia atravesó a toda velocidad el claro y penetró en el bosque.
Oyó unos gritos tras ella y se dio cuenta de que al menos uno de los hombres de Intat había montado otro caballo y se había lanzado a perseguirla. No sabía si alguno más se había unido a la persecución. Tan sólo había identificado a Intat y a tres hombres más en la cabaña. No creía que el que había lanzado dentro del barril estuviera en condiciones de darle caza durante un tiempo. Y seguramente Cass se estaba enfrentando a Intat en persona. Tenía que mantener la distancia sobre su perseguidor. No tardaría mucho en llegar a la abadía.
Tomó el camino hacia Ros Ailithir a través del bosque, rogando que el Rey Supremo no tardara mucho en dar la orden a sus hombres de acompañarla de regreso para rescatar a Cass. También deseó que su huida mantuviera alejado a Intat de Cass y así éste tuviera la oportunidad de huir, tal como el valiente soldado había hecho que ella pudiera escaparse.
Ahora empezaba a lamentar amargamente su impetuosidad, surgida de la rabia. Tenía que haber hecho caso del consejo de Cass.
Con la cabeza agachada junto al cuello de su caballo, iba lanzando unos chillidos agudos que habrían hecho ruborizar a su superiora, la abadesa de Kildare, si aquella piadosa mujer hubiera oído a la joven emitir tan variados insultos para que su corcel se apresurara más.
Echó una mirada atrás por encima del hombro.
Un par de jinetes iban tras ella. Se dio cuenta de que el que iba a la cabeza no era otro que el propio Intat. Se quedó helada. Intentó no pensar en lo que eso significaba. No había duda de que Intat cabalgaba un caballo más fuerte que el de Fidelma, pues la iba alcanzando sin dificultad.
A la desesperada, Fidelma hizo que su caballo girara y se saliera del sendero principal, esperando que podría ganar por allí lo mucho que iba perdiendo respecto a sus perseguidores por el camino más directo. Eso fue un error, pues al no conocer los enrevesados senderos del bosque, se encontró con que no podía mantener la misma velocidad que por el camino directo. Intat la iba alcanzando. Oía el sonido de los cascos de su caballo y sus jadeos.
De repente se encontró con un río que le cerraba el paso. Era el mismo río que fluía junto a la cabaña, que hacía una curva en su curso. No tuvo más elección que meterse directamente en él, con la esperanza de que fuera poco profundo, como sucedía en el tramo junto a la cabaña. No lo era. Había atravesado la mitad cuando el caballo tropezó, perdió pie y se hundió con pánico bajo las aguas. Fidelma intentó agarrarse bien pero se soltó; el animal avanzó con rapidez, volvió a tocar fondo y salió a trompicones del agua.
Desesperada, Fidelma se puso a nadar pero Intat estaba ya espoleando su caballo hacia el interior del agua.
Soltó un grito sonoro y triunfal.
Fidelma se giró, vio que venía y volvió a nadar con gran desesperación para alcanzar la otra orilla. En su fuero interno, sabía que era imposible escapar.
Chapoteó en el bajío, tropezó y resbaló en la orilla fangosa.
La montura de Intat alzaba las patas casi por encima de ella. El guerrero corpulento saltó de la silla de montar y se quedó en una posición superior a la de Fidelma, agarrando con ambas manos la empuñadura de su espada.
– Bien, dálaigh, ya me habéis ocasionado bastantes problemas. Aquí se acaba.
Levantó la espada.
Fidelma se retorció, levantó el brazo en un gesto defensivo automático y cerró los ojos.
Oyó que Intat gruñía y, al sentir que no sucedía nada, abrió los ojos.
Intat la estaba mirando fijamente, con la mirada perdida. Todavía se balanceaba desde una posición superior. Entonces empezó a desplomarse lentamente. Fidelma vio que tenía dos flechas clavadas en el pecho. La espada se le escurrió de las manos y cayó de cara en el río delante de ella.
Fidelma pegó un grito, más para aliviar emoción contenida que para pedir ayuda, y con rapidez subió gateando por la orilla fangosa.
Se dio cuenta de que unos caballos se arremolinaban alrededor de ella y se giró para enfrentarse a la nueva amenaza.
– ¡Fidelma! -gritó un voz familiar.
Se quedó mirando con incredulidad a su hermano, que descendía de la montura y corría hacia ella con los brazos extendidos.
– ¡Colgú!
La abrazó con fuerza y luego la cogió de los brazos y, habiendo comprobado que no estuviera herida, sonrió irónicamente.
– ¿Dónde está la hermana que decía que podía cuidar de sí misma?
Fidelma parpadeó mientras le caían unas lágrimas de alivio. Del otro lado del río, algunos miembros de la guardia de Colgú habían rodeado al otro partidario de Intat.
– Has llegado en el momento oportuno -dijo Fidelma resollando alegre-. ¿Cómo ha sido?
Colgú hizo una mueca y señaló hacia un grupo de unos treinta hombres a caballo que cabalgaban bajo su bandera.
– Vamos de camino a Ros Ailithir a la asamblea que ha convocado el Rey Supremo. Mis exploradores vieron que te perseguían y vinimos en tu ayuda. Pero ¿dónde está Cass? -dijo frunciendo el ceño preocupado-. Le di la orden de que te protegiera.
Fidelma estaba angustiada.
– Cass está en la cabaña en el bosque de ahí. Intentó retener a los atacantes mientras yo escapaba para conseguir ayuda en Ros Ailithir. Hemos de regresar allí inmediatamente. Estaba luchando con Intat. -Señaló el cuerpo del hombre que estaba flotando en el río-. Hemos de ser rápidos, pues tal vez esté herido.
Colgú se puso serio.
– Muy bien. De camino me tendrás que decir qué sucede. ¿Quién es…, quién era ese tal Intat?
Uno de los hombres de Colgú había ido a sacar el cuerpo de Intat del río y se inclinaba sobre él.
– Este hombre todavía vive, señor -gritó el soldado-. Pero dudo que durante mucho tiempo.
Fidelma se giró y descendió hasta la orilla lodosa donde el guerrero sostenía la cabeza y los hombros de Intat fuera del agua. Se puso de cuclillas junto a él y le cogió la cabeza con ambas manos.
– ¡Intat! -gritó con fuerza-. ¡Intat!
El hombre entreabrió los ojos, pero tenía la mirada perdida.
– Os estáis muriendo Intat. ¿Queréis morir en pecado?
No contestó.
– ¿Quién os mandó que matarais a los niños?
No obtuvo respuesta.
– ¿Fue Salbach? ¿Os lo dijo él?
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