Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– Sabed, soldado, que soy dálaigh de los tribunales -dijo tensa-. Sabed también que soy la hermana de Colgú, rey de Cashel.

El guerrero se movió incómodo y cambió su postura por una más respetuosa.

– Esa información no cambia mi respuesta, hermana -contestó a la defensiva-. Podéis desmontar y registrar los salones de Cuan Dóir vos misma, pero no encontraréis a Salbach. Estuvo antes aquí un momento, pero luego regresó cabalgando al bosque de Dór.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Cass.

– Hace sólo unos minutos. Supongo que tenía una cita a escondidas en la cabaña del leñador. Pero eso es lo único que sé.

Fidelma clavó los talones en los costados de su caballo e indicó a Cass que la siguiera.

– ¿Volvemos a la cabaña del leñador? -gritó Cass mientras iban a medio galope por el sendero.

– Empezaremos primero por allí -admitió Fidelma-. Obviamente, Salbach ha regresado a por Grella.

Fueron cabalgando a medio galope por el camino en dirección norte hacia los bosques, atravesaron el río por el vado y luego fueron siguiendo la orilla hasta la cabañita que había en el claro del bosque. No tardaron mucho. Esta vez Fidelma no se ocultó. Cabalgó directamente hacia la cabaña y se detuvo frente a ella.

– ¡Salbach de los Corco Loígde! ¿Estáis ahí dentro? -gritó sin desmontar.

No esperaba una respuesta, pues no había rastro del caballo de Salbach.

Recibieron un silencio por respuesta.

Cass descendió de su caballo, desenvainó la espada y se aproximó con cautela a la cabaña. Abrió la puerta de un empujón y desapareció en el interior.

Al cabo de un momento regresó con la espada en la mano.

– No hay rastro de nadie -informó Cass con preocupación-. ¿Y ahora?

– Miremos en la cabaña -contestó Fidelma-. Tal vez haya algo que nos sugiera dónde podemos buscar a Salbach.

Fidelma desmontó. Ataron los caballos en la baranda y entraron en la cabaña.

Estaba vacía, tal como había dicho Cass. Estaba exactamente como la habían dejado cuando se habían llevado a Grella.

– Dudo que Salbach esté lejos -murmuró Fidelma-. Si ha deducido que nos hemos llevado a Grella, y ésta le importa tanto, tal vez haya ido a la abadía a exigir que la suelten.

Cass estaba a punto de contestar cuando oyeron los cascos de unos caballos que resonaban al exterior de la cabaña. Corrió hacia la puerta, pero, antes de que pudiera alcanzarla, ésta se abrió de golpe.

Un individuo de cara roja y grande, tocado con un casco de acero y una capa de lana con ribetes de piel, con una cadena de oro propia de su cargo y con la espada desenvainada, estaba apostado en la puerta. Detrás de él, había una docena de guerreros. Sus diminutos ojos brillaron triunfalmente cuando se posaron sobre Cass y Fidelma.

Fidelma llevaba grabada su imagen en la memoria. Era Intat.

– Vaya -dijo riéndose entre dientes complacido-, si tenemos a los malhechores… ¿Y dónde está Salbach?

– No está aquí, como veis -contestó Cass.

– ¿No? -Intat echó una mirada como para confirmar lo que había oído-. Le dije… -empezó a decir y luego se calló y se quedó mirándolos con el ceño fruncido desde el umbral de la puerta.

– ¿Así que no hay nadie más aquí aparte de vosotros dos?

Fidelma se quedó callada, mirando al hombre con los ojos entornados.

– Ya lo veis, Intat. Entregad vuestra espada. Soy dálaigh de los tribunales y hermana de Colgú, vuestro rey. Entregad vuestras armas y venid con nosotros a Ros Ailithir.

El hombre de cara roja abrió bien los ojos asombrado. Giró la cabeza en dirección a los hombres que estaban detrás de él fuera de la cabaña.

– ¿Oís a esta mujer? -Se echó a reír con sorna-. Dice que entreguemos nuestras armas. Tened cuidado, hombres, pues esta mujercita es una poderosa dálaigh de la ley y una mujer de la fe. Sus palabras nos van a herir y destruir a menos que le hagamos caso.

Sus hombres se rieron a carcajadas ante el grosero ingenio de su jefe.

Intat se volvió hacia Fidelma y le dedicó una mueca burlona que lo afeó mucho.

– Nos habéis desarmado, señora. Somos vuestros prisioneros.

No hizo ademán de bajar la espada.

– ¿Creéis que no vais a rendir cuenta de vuestras acciones, Intat? -preguntó Fidelma con calma.

– Sólo rindo cuentas ante mi jefe -dijo Intat mofándose.

– Hay una autoridad superior a la de vuestro jefe -espetó Cass.

– Ninguna que yo reconozca -respondió Intat dirigiéndose a él-. Entregad vuestra arma, guerrero, y no os haré daño. Eso os lo prometo.

– He visto cómo tratáis a los que están indefensos -replicó Cass con desprecio-. La gente de Rae na Scríne y los niños de la alquería de Molua no tenían armas. No me hago ilusiones sobre el valor de vuestras promesas.

Intat volvió a reírse entre dientes, como si el desafío del soldado le hiciera gracia.

– Entonces parece que habéis escrito vuestro destino, cachorro de Cashel. Mejor sería que lo consultarais con la buena hermana y reflexionarais sobre vuestro destino. Morir ahora o rendiros y vivir un poco más. Os dejaré discutir el asunto un momento.

El hombre de cara roja retrocedió hacia sus compinches, que sonreían cínicamente y se apiñaban en la puerta.

Cass también retrocedió unos pasos más hacia el interior de la cabaña, en guardia con la espada.

– Poneos detrás de mí, hermana -le ordenó en voz baja, hablando por la comisura de los labios en un tono tan bajo que Fidelma apenas lo oyó. Cass taladraba con la mirada a Intat y sus guerreros.

– No hay salida -respondió Fidelma murmurando-. ¿Nos rendimos?

– ¿Habéis visto de qué es capaz ese hombre? Mejor morir defendiéndonos que dejar que nos maten como a ovejas.

– Pero hay varios guerreros. Os tenía que haber hecho caso, Cass. No hay forma de escapar.

– Uno sí, pero dos no -contestó Cass en voz baja-. Detrás de mí y hacia la izquierda hay una escalera que da al desván. Allí arriba hay una ventana. La vi hace un momento. Mientras los entretengo, corred por las escaleras y salid por la ventana. Una vez fuera, agarrad un caballo e intentad llegar a la abadía. Intat no puede atacar allí.

– No os puedo dejar, Cass -protestó Fidelma.

– Alguien tiene que intentar llegar a Ros Ailithir -replicó Cass con calma-. El Rey Supremo ya está allí y vos podéis traer sus tropas. Si no lo hacéis así, ambos pereceremos en vano. Yo puedo retenerlos durante un rato. Ésta es vuestra única oportunidad.

– ¡Hey!

Intat dio un paso adelante, su cara roja sonreía burlonamente de una manera que hizo que Fidelma se estremeciera.

– Ya habéis hablado bastante. ¿Os rendís?

– No, no nos rendimos -respondió Cass, y de repente gritó-: ¡Ya!

La última palabra era para Fidelma. Ésta se giró y corrió hacia las escaleras. Muchos días practicaba el troid-sciathagid, la antigua forma de combate sin armas, y esta disciplina física le había proporcionado un cuerpo ligero y bien musculado bajo una apariencia blanda. Alcanzó el extremo superior de las escaleras con zancadas rápidas y se dirigió hacia la ventana sin detenerse y se subió al alféizar con un movimiento frenético.

Debajo de ella, en la cabaña, oía el choque de los metales y los terribles gritos de furia de los hombres que intentaban matarse.

Algo golpeó contra la pared cercana. Fidelma se dio cuenta de que era una flecha. Otro astil le rozó el antebrazo mientras ella atravesaba el extremo inferior del alféizar de la ventana.

Se detuvo un segundo, conteniendo el impulso de mirar atrás. Luego se descolgó toda ella por la ventana y se dejó caer al suelo blando y fangoso de la parte trasera de la cabaña. Aterrizó casi con la misma agilidad que un gato, a cuatro patas. Un segundo después ya se había puesto en pie y corría; al otro lado de la cabaña estaban los caballos. Además de los caballos de Cass y de ella, había otros tres que pertenecían a Intat y a sus hombres, que se agolpaban en la puerta de la cabaña, de donde le llegaban a sus oídos los sonidos del combate.

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