Sin embargo, Fidelma ya iba espoleando su caballo colina abajo.
Cass le pegó un grito, pero, al entender que no se iba a detener, aunque corriera algún peligro con los atacantes, desenvainó su espada y espoleó su caballo para ir tras ella.
Fidelma galopó colina abajo, atravesó el vado a gran velocidad y detuvo su carrera frente a las construcciones.
Se descolgó de la silla de montar y, levantando una mano para protegerse de la violencia del calor, avanzó corriendo en dirección a los edificios que estaban en llamas.
Los primeros cuerpos que vio, esparcidos en la entrada, fueron los de Aíbnat y Molua. Una flecha había atravesado el pecho de Aíbnat y Molua tenía la cabeza casi partida por un corte de espada. Desde luego ya no necesitaban ayuda.
Vio el primer cuerpo de un niño cerca y un grito la ahogó. Se dio cuenta de que Cass había cabalgado colina abajo y desmontaba tras ella. Todavía llevaba la espada desenvainada en la mano y miraba a su alrededor impasible pero horrorizado.
Una de las hermanas que ayudaba a sor Aíbnat a cuidar a los niños estaba desplomada contra la puerta de la capilla. Fidelma se dio cuenta con horror de que una lanza que le había atravesado el cuerpo la mantenía clavada a la puerta de madera. Una media docena de cuerpecillos se apiñaba a su alrededor… Algunas de las manos de los niños todavía se agarraban a sus faldas. Cada niño estaba acuchillado o tenía la cabeza partida a golpes.
Fidelma sintió ganas de vomitar. Se giró de lado y no pudo contener la bilis que le subía a la garganta.
– Yo… yo lo siento -murmuraba mientras sintió el brazo consolador de Cass sobre su hombro.
El soldado no dijo nada. No había nada que decir.
Fidelma había visto muertes violentas muchas veces en su vida, pero nunca había visto nada tan desgarrador, tan patético como aquellos cuerpecillos muertos que, unos momentos antes, había visto felices y sonrientes, cantando y jugando juntos.
Consiguió reprimir su odio, calmarse y ponerse en movimiento.
Allí estaba el cuerpo de la otra hermana de la fe que tocaba el caramillo; yacía todavía bajo el mismo árbol donde Fidelma la había visto. El caramillo estaba partido en dos cerca de su mano extendida y sin vida; lo había aplastado con el pie algún asesino maníaco. Había más cuerpos infantiles cerca de ella.
Los edificios ardían con fuerza.
– Cass -Fidelma tuvo que hacer un esfuerzo para hablar entre las lágrimas y el dolor que sentía-. Cass, hemos de contar los cuerpos. Quiero saber si los niños de Rae na Scríne están entre ellos… Que no falte ninguno.
Cass asintió.
– El niño no hay duda de que está -dijo en voz baja-. Yace allí. Voy a buscar a las niñas.
Fidelma avanzó hacia donde le había indicado Cass y encontró el cuerpo retorcido de Tressach. Le habían partido la cabeza de un golpe. Sin embargo, parecía que estuviera dormido, con una mano echada hacia adelante y con la otra todavía sujetando con fuerza su espada de madera.
– Pobre soldadito -murmuró Fidelma, arrodillándose y acariciando con su mano delgada el cabello rubio del niño.
Cass regresó al cabo de un rato. Todavía con mayor tristeza en su rostro.
Fidelma alzó la mirada.
La expresión de Cass era suficiente.
– ¿Dónde están?
El guerrero señaló con el dedo detrás de él.
Fidelma se levantó y se fue hacia una esquina de la capilla. Las dos niñitas de cabello cobrizo, Cera y Ciar, estaban abrazadas, como si intentaran protegerse mutuamente del destino cruel que aplastó sus cabezas sin compasión alguna.
Con la cara blanca, Fidelma se quedó contemplando lo que había sido una alquería idílica que Aíbnat y Molua habían convertido en orfanato.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y éstas le resbalaron por las mejillas.
– Veinte niños, tres religiosas, incluida sor Aíbnat, y el hermano Molua -informó Cass-. Todos muertos. ¡Esto es absurdo!
– Malvado -admitió Fidelma con vehemencia-. Pero encontraremos algún retorcido sentido detrás de esto.
– Tendríamos que regresar a Ros Ailithir, Fidelma. -Cass estaba claramente preocupado-. No deberíamos demorarnos; tal vez esa horda bárbara regrese.
Fidelma sabía que tenía razón, pero no pudo evitar llevar el cuerpo del pequeño Tressach junto a la capilla para que estuviera con las dos niñitas de Rae na Scríne. Allí les dedicó una oración, luego se giró y rezó por todos los que habían encontrado la muerte en la alquería de Molua.
En la puerta de entrada se detuvo y miró el cuerpo de Molua.
– ¿Había por ventura una causa justa en las mentes de la gente que perpetró esta infamia? -susurró-. Pobre Molua. Nunca volveremos a discutir de filosofía. ¿Erais sólo animales arrancados de la tierra bajo un terrible arado que trabajaba por algún misterioso bien supremo?
– ¡Fidelma! -La voz de Cass reflejaba temor, pero no sólo temía por la seguridad de ella-. ¡Hemos de irnos ahora!
Fidelma se subió a su caballo y él al suyo y se alejaron al galope de aquel lugar mortal.
– No puedo creer que haya gente tan bárbara en esta tierra -dijo Cass cuando se detuvieron en la cima de la colina y echaron la vista atrás en dirección al asentamiento en llamas.
– ¡Bárbaros! -La voz de Fidelma sonó como un latigazo-. Os aseguro, Cass, que esto es malvado. Aquí hay una terrible maldad y juro por esas ruinas destrozadas que hay allí abajo que no descansaré hasta que la haya extirpado.
Cass se estremeció ante la vehemencia de su voz.
– ¿Y ahora adónde hay que ir, hermana? -preguntó Cass cuando Fidelma, en lugar de conducir su caballo por el camino que llevaba a la abadía de Ros Ailithir, continuaba en dirección oeste.
– A la fortaleza de Salbach -contestó Fidelma apretando la boca-. Vamos a enfrentarlo con esta atrocidad.
Cass estaba inquieto.
– Eso podría ser un plan de acción peligroso, hermana. Habéis dicho que Intat era un hombre de Salbach. Si es así, el mismo Salbach ha ordenado este crimen.
– Salbach todavía es jefe de los Corco Loígde. ¡No se atrevería a hacer daño a un dálaigh de los tribunales y hermana de su rey!
Cass no respondió. No advirtió a la joven rabiosa que, si Salbach había aprobado la violencia de Intat, entonces esa misma violencia probaba que había olvidado su honor y juramento como jefe. Si estaba involucrado y consentía la masacre de niños y religiosos inocentes, no dudaría en hacer daño a cualquiera que lo amenazase. Tan sólo cuando hubieron continuado un rato por el sendero en dirección a Cuan Dóir, Cass se atrevió a sugerirle algo.
– ¿No sería mejor esperar hasta que vuestro hermano, Colgú, llegara con su guardia personal y entonces interrogar a Salbach desde una posición de fuerza?
Fidelma no se molestó en responder la pregunta. En aquel momento, su mente estaba dominada por la ira y por la determinación de seguir la pista de Intat. Si Salbach estaba detrás de Intat, entonces también él debía caer. Permitía que la ira la cegara y le impidiera pensar con lógica y, con aquella rabia dentro, no estaba preparada para detenerse y reflexionar.
Cuan Dóir parecía tan tranquilo como siempre cuando llegaron ante la entrada de la fortaleza de Salbach. Parecía imposible que sólo a una pequeña distancia de allí una alquería entera y más de veinte personas, adultos y niños, hubieran sido asesinados.
El mismo soldado indolente de antes seguía apoyado contra un poste montando guardia. Una vez más negó que Salbach estuviera en la fortaleza, pero esta vez le hizo un guiño a Fidelma.
– Probablemente esté cazando otra vez en los bosques, hermana.
Fidelma reprimió su ira.
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