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Philipp Vandenberg: El escarabajo verde

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Philipp Vandenberg El escarabajo verde

El escarabajo verde: краткое содержание, описание и аннотация

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Abu Simbel es el nombre de un templo de la época de los faraones, y también el de una de las más audaces empresas de ingeniería de nuestro siglo. En los años sesenta se reunieron especialistas de todo el mundo para salvar el santuario y sus colosales estatuas de las aguas de la presa de Asuán. Debía ser trasladado, piedra a piedra, y reconstruido tierra adentro. Para decidirse a participar en un proyecto de semejante envergadura sólo podía haber tres razones: el afán de aventura, la falta de dinero o la de desaparecer por algún tiempo. Éste era el caso de Arthur Kaminski, un ingeniero alemán. Pero su viaje a Abu Simbel se convirtió en un descenso a los infiernos desde el momento en que, bajo el suelo de su barracón, descubrió un pasadizo que desembocaba en la cámara mortuoria de una reina egipcia. Reina egipcia momificada en cuya mano reposaba un amuleto, el escarabajo verde, con una inscripción en jeroglífico de la cual emanaba una maldición que afectó a los miembros de la expedición arqueológica y que se perpetúa hasta nuestros días.

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Con un ruido ensordecedor, el dispositivo de bombeo situado en la parte alta del dique comenzó su trabajo y, como si procediera de una fuente subterránea, el agua del Nilo apareció a borbotones en la superficie del lago que se había formado al otro lado de la presa. El fango de la cuenca dejaba un olor a podrido que se mezclaba con los gases de los tubos de escape de vehículos y máquinas.

Una embarcación se acercaba Nilo arriba, una barca a con una primitiva estructura en la cubierta. Las escotillas de carga del centro estaban abiertas y dejaban ver las bodegas llenas de arena hasta el borde. Por el lado izquierdo sobresalían las palas de una excavadora situada en una rampa que llevaba a la parte alta del dique. La barcaza se aproximó y la máquina empezó a sacar la arena de sus bodegas para depositarla en el agua, en el lugar donde se había roto la ataguía.

En el interior de la agitada presa el nivel del agua comenzó a subir a ojos vista. A Kaminski le hizo sentirse mal la idea de que Lundholm fuera a inundar la cuenca hasta que el agua llegara muy cerca de los cimientos del templo, porque eso destruiría el camino y las rampas que ya se habían construido para los grandes vehículos que debían transportar los gigantescos bloques. Levantar una nueva instalación requeriría al menos dos semanas, un tiempo muy precioso si se tenía en cuenta la subida de las aguas del pantano.

Mientras Kaminski daba rienda suelta a sus pensamientos, en las proximidades de la bomba se produjo un agitado intercambio de palabras, en tono subido, entre Lundholm, Rogalla y un egipcio muy delgado al que Kaminski no conocía. Por lo que éste pudo deducir de sus agitados movimientos, los dos últimos trataban de convencer al sueco de que dejara de inundar la cuenca. Pero Lundholm insistía en seguir adelante y antes de que las cosas llegaran a mayores, los dejó plantados, saltó a la cabina de la draga, echó a un lado al conductor y con un diestro movimiento cogió una palada de arena junto a los pies de sus asombrados antagonistas que se apresuraron a marcharse de allí.

– ¡Un chiflado! -gritó Rogalla cuando a la luz de los focos reconoció a Kaminski-. Ese hombre está loco, tenga cuidado con él.

– Está alterado. -Kaminski trató de calmarlos-. Deben comprenderlo. ¡El tiene toda la responsabilidad!

– ¡Responsabilidad! -dijo el egipcio con agresividad-. Ese tipo se ha olvidado de lo que verdaderamente hay que hacer aquí.

Sólo entonces Rogalla pensó en presentar a Kaminski y al egipcio, y así, el nuevo ingeniero supo que aquel hombree de elevada estatura era el doctor Hasan Moukhtar, el director de los arqueólogos egipcios. El primer pensamiento de Kaminski fue: ¡acabarás viéndotelas con él!

Moukhtar demostró poco interés por el recién llegado, de modo que Kaminski se vio obligado a preguntarles cuál era la razón de su agitación. El egipcio señaló la estatua del coloso Ramsés en la entrada del templo.

– Desde hace tres mil años no ha tocado sus pies ni una sola gota de agua -le explicó-. No sabemos cómo reaccionará la piedra cuando el agua llegue hasta el pedestal de la estatua. Es posible que se seque como la sal al sol, pero podría ocurrir también que la arcilla petrificada tome otro color al empaparse de agua. O incluso que se desmorone como un castillo de arena. -Al terminar de hablar se sacudió el polvo de su chaqueta de algodón de color claro.

Rogalla movió la cabeza enérgicamente y añadió:

– Es posible que ahora comprenda nuestra excitación.

– La comprendo -respondió Kaminski, pero le hubiera gustado más haberles contestado: «no, no les entiendo, pues si no se inunda la cuenca, el agua entrará de todos modos y lo hará incontroladamente. De la manera en que se está haciendo cabe la esperanza de que se pueda taponar la filtración antes de que el nivel del agua alcance el templo». Pero se mordió los labios y guardó silencio. No quena estropear desde el primer día sus relaciones con aquel hombre.

– En ese caso, ¡buenas noches! -Le tendió la mano-. ¡Por una buena colaboración en el trabajo!

– Por nuestra buena colaboración -correspondió Kaminski y añadió cortésmente, en inglés, sir.

Había oído decir que nada agrada más a un egipcio instruido que el que al dirigirse a él se le llame sir.

Moukhtar no pareció ser una excepción y se mostró igualmente satisfecho:

– Venga a verme mañana a mi oficina -le invitó-. En la Government’s Colony .

Kaminski le respondió que así lo haría.

Con la mirada fija en el agujero grande y profundo cuyas aguas pardas parecían hervir a borbotones, Kaminski no pudo liberarse de la impresión de que Abu Simbel, aquella gigantesca obra en medio del desierto, tenía sus propias leyes, y de que éstas eran muy distintas de las de las otras construcciones en las que había trabajado anteriormente. Sí, era como si existiera una inexplicable tensión relacionada con el proyecto, que se traducía en una rara excitación y susceptibilidad de todos los que en él participaban.

Ya en el barco que lo llevó a Abu Simbel desde Asuán, le llamó la atención la reserva que parecía dominar a los pasajeros cuando se sacaba a relucir el tema del trabajo. Ciertamente, estaba acostumbrado a la monotonía reinante en aquellas grandes obras en el extranjero y no le importaba renunciar a las comodidades y diversiones de la civilización, aunque su experiencia hasta entonces le había enseñado que precisamente en esas situaciones solían crearse amistades poco corrientes.

En aquel lugar, dudaba seriamente de poder encontrar una amistad sincera.

Finalmente, apartó sus sombríos pensamientos y como no le resultó posible distinguir de nuevo a Lundholm entre los numerosos trabajadores, se dirigió en silencio hasta la explanada en que el sueco había dejado su Land-Rover.

No tenía nada que hacer en aquel sitio. Tampoco quería esperar a Lundholm, así que paró al primer camión que apareció en el camino y emprendió la vuelta a casa.

El chófer, un joven egipcio que no hablaba una palabra de inglés, necesitó medio kilómetro para hacerle entender a Kaminski que se llamaba Makar, pero que todos lo conocían por El Krim, de lo que parecía estar especialmente orgulloso, puesto que le repitió su nombre una y otra vez al tiempo que movía la cabeza suavemente.

El Krim dejó a su pasajero en el cruce desde donde, a mano izquierda, se iba al campamento de trabajo y se alejó de allí. En el horizonte, por oriente, se veían ya los primeros grises del amanecer. A la derecha estaba el hospital iluminado como a pleno día, lo mismo que la planta de transformadores.

A Kaminski se le había asignado en la Contractor’s Colony una casa que compartía con Lundholm, un edificio de un piso con muros de piedra y con un techo de cúpula, encalado para proteger del calor, y un pequeño campo de césped ante la entrada.

Allá arriba no llegaba el ruido de la obra y hasta las cigarras, que se dejaban oír durante la noche, habían enmudecido ya a aquellas horas. Después de recorrer unos cien metros, Kaminski abandonó el pavimento de la carretera y caminó en paralelo por la arena, como un hombre acostumbrado a andar por ella y los guijarros sin cansarse.

Las casas parecían todas iguales, sobre todo de noche. Kaminski vivía en la tercera desde la carretera. Lundholm le había informado de las ordenanzas del campamento, según las cuales estaba estrictamente prohibido cerrar las puertas con llave. Una costumbre que él ya conocía desde su estancia en Persia.

Cuando abrió la puerta, Balboush apareció ante él vestido con una galabiya blanca que le daba un aspecto de fantasma. Balboush era cocinero y criado para todo y Lundholm y Kaminski se repartían sus servicios.

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