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Philipp Vandenberg: El escarabajo verde

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Philipp Vandenberg El escarabajo verde

El escarabajo verde: краткое содержание, описание и аннотация

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Abu Simbel es el nombre de un templo de la época de los faraones, y también el de una de las más audaces empresas de ingeniería de nuestro siglo. En los años sesenta se reunieron especialistas de todo el mundo para salvar el santuario y sus colosales estatuas de las aguas de la presa de Asuán. Debía ser trasladado, piedra a piedra, y reconstruido tierra adentro. Para decidirse a participar en un proyecto de semejante envergadura sólo podía haber tres razones: el afán de aventura, la falta de dinero o la de desaparecer por algún tiempo. Éste era el caso de Arthur Kaminski, un ingeniero alemán. Pero su viaje a Abu Simbel se convirtió en un descenso a los infiernos desde el momento en que, bajo el suelo de su barracón, descubrió un pasadizo que desembocaba en la cámara mortuoria de una reina egipcia. Reina egipcia momificada en cuya mano reposaba un amuleto, el escarabajo verde, con una inscripción en jeroglífico de la cual emanaba una maldición que afectó a los miembros de la expedición arqueológica y que se perpetúa hasta nuestros días.

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Como si estuviera en juego su vida, Lundholm hizo rugir el todoterreno por la Souna Road y giró a la derecha por la desviación que iba al este, una ancha carretera asfaltada que transcurría en línea recta durante casi dos kilómetros hasta el istmo de Abu Simbel.

A la luz de los faros aparecieron a la izquierda los alargados y solitarios edificios de la dirección de la obra. Sin tener en cuenta la velocidad tan alta que estaba exigiendo al duro vehículo de mala suspensión, Lundholm buscó algo con la mano debajo de su asiento. Kaminski se ofreció a ayudarle pero Lundholm no respondió. Finalmente dio con una botella, la alzó delante del parabrisas para cornprobar su contenido y tiró del corcho con los dientes.

– Toma. -El sueco le pasó la botella a su compañero de viaje; pero antes de que Kaminski pudiera rechazar su invitación, Lundholm pisó violentamente el freno al aparecer otro vehículo por su derecha en el cruce del centro de radio. Con la brusquedad del frenado la botella se le escapó de las manos, golpeó con el cambio de marchas y cayó sobre el asiento del acompañante y de allí al suelo cubierto de goma donde se derramó por completo, dejando en el aire un fuerte olor a alcohol.

– Lo siento -gruñó Lundholm, una vez que hubo controlado el coche, y aceleró de nuevo-, lástima que se haya perdido este excelente aguardiente.

Kaminski hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto, y el sueco redujo la velocidad. Después del siguiente cruce, la carretera describía una curva pronunciada hacia la izquierda y subía colina arriba para, al cabo de unos doscientos o trescientos metros, descender hacia el este. A la izquierda, a la luz de los faros, estaba el pequeño campamento y, a partir de allí, la carretera descendía al Nilo y al templo, describiendo un amplio semicírculo. Delante de ellos, Kaminski contó las luces de al menos otros diez automóviles.

A la derecha surgió de repente la obra totalmente iluminada. Gigantescos reflectores irradiaban su luz desde la parte alta de la colina sobre la cuenca artificial que se había formado entre la presa desbordada y el templo. Como si todo aquello no fuera con él, el coloso Ramsés, con sus veinte metros de altura, miraba indiferente las dragas, los camiones, los brazos de las grúas y las demás máquinas. Hombres, pequeños como hormigas, corrían nerviosos de un lado para otro. Lundholm viró el Land-Rover hacia la derecha y lo detuvo en un lugar arenoso y llano delante del templo.

– ¡Ven conmigo! -le gritó y cerró de golpe la puerta del vehículo. Kaminski se apresuró a seguirlo. Olía a agua estancada y a acero engrasado. Pesadas excavadoras con sus enormes palas dentadas maniobraban aparentemente sin orden alguno, se clavaban en el suelo de arena y giraban como si bailaran un vals, levantaban apestosas nubes de polvo en el aire y hacían temblar el suelo como en un terremoto.

En la parte más profunda de la cuenca arenosa, el recién llegado reconoció la oscura superficie del agua de un lago. En su centro se alzaba, algo que parecía el esqueleto de una ballena gigante. Tubos de conducción de acero, del grosor de un hombre, se bifurcaban como enormes arterias y discurrían por diversos caminos sobre la parte más elevada del dique. Desde allí, una noria gigantesca descargaba piedras y guijarros sobre el terraplén. Éstos golpeaban el agua como una gran tormenta.

En la terraza superior del dique salió a su encuentro el capataz de Lundholm. Agitando los brazos con gran excitación señaló un determinado lugar por donde sospechaba que el agua penetraba por debajo de la tierra. La serenidad y el autocontrol de Lundholm en aquella situación hicieron que Kaminski sintiera por él un gran respeto.

El sueco contempló ambos extremos del dique, golpeó con el pie en el suelo como si quisiera comprobar su firmeza y gritó por encima del fragor de las excavadoras, bombas y demás maquinaria:

– ¡Detengan el bombeo! ¡Coloquen el tercer tubo de la bomba! ¡Sitúen las juntas en el lugar de la ruptura! ¡El lastre de piedras y de guijarros no sirve de nada! ¡Ahora inunden!

El capataz entendía sus órdenes y las retransmitía a su manera por su radiotransmisor portátil. De improviso, por todas partes aparecieron obreros, se reunieron, se hicieron cargo de sus tareas y se dirigieron cada uno de ellos a su lugar de trabajo. Todo transcurrió sin gran agitación, parecía que realmente no pudiera pasar nada grave.

Por esa razón Kaminski se sorprendió cuando Lundholm se lo llevó aparte y le dijo:

– ¡Una situación crítica, maldita sea! -Y al ver su mirada interrogante, añadió-: Si tenemos mala suerte ni siquiera podrás entrar en acción, todo habrá terminado. ¡Punto final!

Kaminski se acercó a él y le preguntó:

– ¿Qué significa eso?

El sueco se echó a reír, pero en su risa había amargura; finalmente respondió:

– La presión hidráulica exterior es demasiado fuerte para el suelo de arena. El agua ha encontrado un lugar por donde escapar bajo el muro de contención. Todo es arcilla, ¿lo entiendes? Y se disuelve como el jabón.

– ¿Y entonces?

Lundholm se encogió de hombros.

– Voy a intentar inundar la cuenca. Ya sé que eso suena como si fuera una locura pero es la única posibilidad de reducir la presión sobre el punto de ruptura subterráneo. Después lo taponaremos desde fuera y bombearemos el agua del lago que se ha formado de vuelta al Nilo. ¡Si es que resulta! -añadió.

Después saltó al estribo de un camión que pasaba por allí cargado de tubos y le dio órdenes al chófer para que lo llevara al lugar desde donde pensaba dirigir las operaciones.

Desamparado, Kaminski dirigió su mirada desde la parte alta del dique sobre el agua que se había infiltrado y amenazaba al coloso Ramsés. Su tarea futura hubiera sido cortar de su emplazamiento en la piedra aquella estatua que tenía sus buenos veinte metros de altura. Y no de una sola pieza sino dividida en bloques de entre diez y treinta toneladas. La empresa no se limitaba a eso: también había que seccionar todo el templo que penetraba unos cincuenta metros en la montaña, para sacarlo de ella y situarlo sobre seguro donde no pudiera ser alcanzado por las crecientes inundaciones del Nilo.

Kaminski tenía todos los planos y los proyectos en su memoria, conocía todos los recovecos y las medidas del templo, pese a que aún no había puesto los pies en él. Abu Simbel lo fascinaba. Y sin embargo ahora, antes de que hubiera podido comenzar con su trabajo, el nivel de las aguas del embalse estaba más alto que la entrada del santuario. Ésa era la razón por la que Lundholm y su equipo debían reducir el nivel de las aguas del lago que se había creado alrededor de las instalaciones del templo.

En ese ambiente de tensión, capaz de destrozar los nervios del más sereno de los hombres, Kaminski, con la mirada del ingeniero, dividía en sus distintas partes el coloso iluminado por los rayos de los reflectores, medía el alcance de la gigantesca grúa Derrick para la que todavía no se había hecho más que emplazar los cimientos y buscaba mentalmente el lugar apropiado para cargar los vehículos de siete ejes.

Para Kaminski el templo era sobre todo un reto técnico que el ordenador y la calculadora ya habían resuelto en la mesa de trabajo y que él tenía que llevar a la práctica… Si es que el dique y la propia infraestructura de la obra resistían.

El nivel del agua en el interior subía lentamente y desde lejos Kaminski siguió con la vista a Lundholm y sus hombrees que con ayuda de una grúa móvil colocaban una cañería en el agua invasora y la conectaban con una instalación móvil de bombeo situada en la parte alta del dique. Mientras tanto, otros obreros provistos de perforadoras de disco trataban de abrir en la ataguía un agujero para pasar un tubo. Las chispas, que alcanzaban una altura de varios metros, formaban un castillo de fuegos artificiales que recordaba una verbena. A los pies del coloso dos gigantescas excavadoras de noria sacaban la arena sedimentada a sus pies para depositarla, por encima del dique, en las aguas del pantano.

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