Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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Mallory me echó una mirada fulminante.

– Las cosas facilitas también se nos ocurren a nosotros. En este momento estamos interrogando a esas personas.

– ¿Es Niels Grafalk uno de ellos?

Bobby me miró con agudeza.

– No. Nuestro hombre no le vio. ¿Por qué?

– Sólo por curiosidad.

Bobby siguió preguntándome qué hacía en la oficina de Phillips, qué información esperaba encontrar, etc.

Al final dije:

– Bobby, tú crees que la muerte de Boom Boom fue un accidente. Yo creo que fue un asesinato. Estaba buscando algo que relacionase a la Compañía Eudora con su muerte, porque tuvo lugar en su silo después de que él hubiera discutido con Phillips.

Mallory hizo un ordenado montón con los papeles de su escritorio. Se quitó las gafas y las colocó encima. Aquélla era la señal de que el interrogatorio había acabado.

– Vicki, sé lo mucho que querías a Boom Boom. Creo que eso te hace darle demasiada importancia a su muerte. Vemos muchos casos como ése aquí, ¿sabes? Alguien pierde a su hijo, a su mujer o a su padre en un accidente terrible. No pueden creer que haya ocurrido y dicen que fue un asesinato. Les resulta más fácil enfrentarse a su muerte si ha habido una conspiración. Su ser amado era lo bastante importante como para que alguien quisiera matarlo. Lo has pasado muy mal últimamente, Vicki. Tu primo murió y tú casi te matas en un accidente. Vete a pasar unas semanas fuera, a algún sitio cálido, y túmbate al sol durante un tiempo. Necesitas darte la oportunidad de recobrarte de todo esto.

Después de aquello, naturalmente, no le dije nada de lo de los documentos de Boom Boom ni de que Mattingly volase a Chicago en el avión de Bledsoe. McGonnigal se ofreció a llevarme a casa, pero, siguiendo con mi espíritu de perversidad, le dije que podía ir yo sola. Me levanté entumecida; habíamos estado, hablando durante más de dos horas. Eran cerca de las diez cuando me subí al metro en Roosevelt Road. Llegué hasta la esquina de Clark y División y allí cogí el autobús 22, que me acercó a Belmont con Broadway. Podía caminar la última media milla hasta casa.

Estaba muy cansada. Me volvía a doler el hombro, quizá por haber estado tanto tiempo sentada en la misma postura. Caminé tan rápido como pude por Belmont hasta llegar a Halsted. Lincoln Avenue la atraviesa en diagonal allí, y en un gran triángulo que queda en la parte sur de la calle hay un descampado pedregoso. Agarré las llaves entre los dedos, acechando las sombras de los arbustos. En la puerta de mi edificio miré a mi alrededor por si veía algo fuera de lo normal. No quería ser la cuarta víctima de un asesino tan eficiente.

Tres estudiantes de DePaul comparten el apartamento del segúndo piso. Mientras subía por las escaleras, una de ellas sacó la cabeza por la puerta.

– Oh, eres tú -dijo.

Salió a la escalera seguida por sus dos compañeros, un chico y una chica. En excitado trío me contaron que alguien había intentado asaltar mi apartamento más o menos una hora antes. Un hombre había llamado a su timbre en el portero automático. Cuando le abrieron, pasó de largo ante su puerta y subió al tercer piso.

– Le dijimos que no estabas en casa -dijo una de las chicas-, pero subió de todos modos. Después de un rato oímos cómo intentaba apalancar la puerta. Así que cogimos el cuchillo del pan y subimos a por él.

– ¡Dios mío! -dije-. Podía haberos matado. ¿Por qué no llamasteis a la policía?

La que había hablado primero encogió los delgados hombros cubiertos por una camiseta de Blue Demon.

– Éramos tres contra uno. Además, ya sabes cómo es la policía. Nunca llegan a tiempo en este vecindario.

Les pregunté si podían describirme al intruso. Era delgado y parecía fuerte. Llevaba un pasamontañas, lo que les asustó más que el incidente en sí. Cuando vio que subían las escaleras, dejó caer la ganzúa, les empujó y corrió escaleras abajo hasta llegar a Halsted. No intentaron perseguirle, cosa que les agradecí; no necesitaba sus heridas sobre mi conciencia.

Me dieron la ganzúa, una cara herramienta marca Sorby. Les di las gracias profusamente y les invité a los tres a tomar la última copa en mi apartamento. Sentían curiosidad por mí y subieron encantados. Les serví Martell en las copas de cristal rojo veneciano de mi madre y contesté sus preguntas entusiastas acerca de mi vida de investigadora privada. Me parecía un precio muy pequeño a pagar por haber salvado mi apartamento, y quizá a mí, de un tardío intruso nocturno.

23

La casa de luto

Me desperté temprano a la mañana siguiente. Mi posible intruso me convenció de que no tenía mucho tiempo antes de que otro accidente acabase conmigo. Seguía enfadada con Bobby: no quise denunciar el incidente. Después de todo, la policía se lo iba a tomar como un asalto cualquiera. Resolvería los crímenes yo misma; después se arrepentirían de no haberme escuchado.

Me sentía decididamente poco heroica mientras corría despacio hasta Belmont Harbor y vuelta. Sólo hice dos millas en lugar de las cinco habituales, y aun así acabé sudando y con el hombro izquierdo doliéndome de nuevo. Me di una larga ducha y me froté un poco de linimento en los músculos doloridos.

Revisé el Omega con cuidado extremo. Todo parecía funcionar bien, nadie me había atado un cartucho de dinamita al cable de la batería. Incluso después de haberme tomado un tiempo para hacer ejercicios y desayunar como es debido, a las nueve ya estaba en ruta. Iba silbando Aprés un réve de Fauré para mis adentros mientras me metía por el Loop. La primera parada fue en el Registro de la Propiedad del Ayuntamiento. Encontré un lugar vacío con parquímetro en la calle Madison y metí un cuarto de dólar. Media hora sería suficiente para lo que quería hacer.

La oficina del Registro de la Propiedad es donde se registran las propiedades de los edificios de Chicago. Quizá de todo Cook County. Al igual que otras oficinas municipales, ésta estaba llena de funcionarios. Henry Ford podría estudiar las oficinas municipales y aprender lo que es de verdad la división del trabajo. Una persona me dio un formulario para que lo rellenase. Lo rellené, copiando la dirección de Paige Carrington en la calle Astor de la agenda de Boom Boom. El formulario relleno pasó a un segundo funcionario que le puso un sello con fecha y se lo dio a un grueso hombre negro sentado tras una ventanilla. Él a su vez destinó el formulario a uno de los numerosos empleados, cuya función consistía en localizar el nombre de los libros y llevárselos a los contribuyentes que estaban esperando.

Me quedé tras un arañado mostrador de madera junto con otros buscadores de propiedades, esperando que el empleado me trajera el importante volumen.

El hombre al que acabó correspondiendo mi encargo resultó ser sorprendentemente servicial. Los funcionarios municipales suelen estar empeñados en ganar un concurso que consiste en ver quién fastidia más al público. Me encontró la sección en el grueso libro y me explicó cómo leerla.

Paige ocupaba un piso en un edificio de apartamentos reconvertido, un viejo edificio de cinco plantas construido en 1923. Las notas indicaban que había habido algún tipo de vivienda en aquel lugar al menos desde 1854. El Harris Bank poseyó el edificio hasta 1978, cuando se convirtió en edificio de apartamentos. Jay Feldspar, un conocido promotor de Chicago, lo adquirió entonces y lo rehabilitó. El piso de Paige, el número 2, lo tenía arrendado el Fort Dearbom Trust. Número 1123785-G.

Cada vez más curioso o Paige poseía y disfrutaba del lugar como parte de un arriendo, o alguien era dueño de él y se lo dejaba a ella. Miré el reloj. Ya llevaba allí cuarenta minutos; daba igual que me quedara un poco más y me arriesgase a que me pusieran una multa. Anoté el número del depósito en un trozo de papel, me lo metí en el bolso, di las gracias al empleado por su ayuda y salí a buscar un teléfono. Había ido a la universidad con una mujer que ahora era abogado en el Fort Dearbom. Ella y yo nunca habíamos sido amigas; nuestras aspiraciones eran demasiado diferentes. Tampoco fuimos nunca enemigas, de todos modos. Pensé que podía llamarla y recordarle los viejos tiempos.

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