Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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Los guardias que estaban en el vestíbulo de mármol del rascacielos de sesenta pisos me pidieron una tarjeta de identificación como empleada. Evidentemente, no la tenía. Quisieron saber a quién iba a visitar; me darían un pase de visitante si la persona a la que quería ver aceptaba mi visita.

Cuando les dije que a Gordon Firth, se quedaron atónitos. Tenían una lista de los visitantes del presidente. Yo no estaba entre ellos, y sospechaban que pudiera ser una asesina de Aetna, contratada para eliminar a la competencia.

– Soy investigadora privada -expliqué, sacando la fotocopia de mi licencia de la cartera para enseñársela-. Estoy investigando una pérdida de cincuenta millones de dólares a la que la Ajax tuvo que hacer frente la semana pasada. Es cierto que no tengo una cita con Gordon Firth, pero es muy importante que lo vea a él o al que él haya designado para ocuparse del caso. Puede que afecte a la responsabilidad final de la Ajax.

Discutí con ellos un poco más y al final les convencí de que si la Ajax pagaba las pérdidas del casco del Lucelia porque no habían querido dejarme pasar a la oficina de Firth, recordaría sus nombres y me aseguraría de que el dinero saliese de sus bolsillos.

Aquellos argumentos no me llevaron hasta Firth -como digo, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja-, pero sí me llevaron hasta un hombre que trabajaba en el Departamento de Riesgos Especiales, que era el que se ocupaba de aquel caso. Su nombre era Jack Hogarth, y bajó al vestíbulo a buscarme.

Caminó con viveza hasta el mostrador de los guardias para encontrarse conmigo, con las mangas subidas y la corbata floja. Tenía unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, delgado, y sus inteligentes ojos negros estaban rodeados de espesas sombras.

– V. I. Warshawski, ¿verdad? -preguntó estudiando mi tarjeta-. Suba conmigo. Si tiene información acerca del Lucelia, es usted más bienvenida que una ola de calor en enero.

Tuve que correr para mantenerme junto a él hasta que llegamos al ascensor. Llegamos en seguida al piso cincuenta y tres. Tuve que bostezar un par de veces para destaponarme los oídos. Él apenas esperó a que el ascensor se abriese para salir corriendo por el pasillo, a través de unas puertas de cristal que cerraban el recinto del ascensor, y entrar a una zona color nogal y púrpura en la esquina sureste del edificio.

Había papeles extendidos por encima de un escritorio tamaño ejecutivo de nogal. Una fotografía del Lucelia partido en dos en la esclusa Poe cubría uno de los lados de la mesa y una fotografía recortada del casco de un carguero estaba clavada a la pared de madera del lado oeste.

Me detuve a mirar la fotografía, ampliada hasta una medida de tres pies por dos pies, y me estremecí al recordar el choque. Varias escotillas más saltaron después de que yo viese el barco por última vez y sus superficies abultadas estaban cubiertas por una gruesa mancha de centeno húmedo.

Mientras lo examinaba, un hombre muy alto se puso de pie y caminó hasta situarse a mi lado. No lo havía visto cuando entré en la habitación; estaba sentado en un rincón detrás de la puerta.

– Asombroso, ¿verdad? -dijo con fuerte acento inglés.

– Mucho. Fue más asombroso aún cuando ocurrió.

– Oh, estaba usted allí, ¿no es verdad?

– Sí -contesté simplemente-. Soy V. I. Warshawski, investigadora privada. ¿Y usted?

Era Roger Ferrant, de la firma inglesa Scupperfield y Plouder, los principales garantes del seguro del casco y el cargamento del Lucelia.

– Roger es probablemente el hombre que más sabe en el mundo acerca del transporte por barco en los Grandes Lagos, aunque trabaje en Londres -me dijo Hogarth. Añadió para Ferrant-: La señorita Warshawski podría saber algo acerca de nuestras responsabilidades en el caso del Lucelia.

Me senté en un sillón junto a la ventana desde donde podía ver el sol poniente pintando Buckingham Fountain de un rosa pálido dorado.

– Estoy investigando el accidente del Lucelia como parte de una investigación de un asesinato. Por el momento, tengo dos crímenes distintos: el asesinato de un joven relacionado con la Compañía de Grano Eudora, y la destrucción del Lucelia. No estoy segura de que estén conectados entre sí. Sin embargo, yo iba a bordo del Lucelia llevando a cabo mi investigación cuando reventó, y eso me ha hecho interesarme de modo personal en la explosión.

– ¿Quién es su cliente? -preguntó Hogarth.

– Es un particular; nadie que conozcan ustedes… ¿Cuánto se tarda en aclarar una reclamación como ésta?

– Años -dijeron Ferrant y Hogarth a coro.

El inglés añadió:

– Francamente, señorita Warshawski: lleva muchísimo tiempo -vaciló un poco al pronunciar mi nombre, no como Hogarth, que lo cogió a la primera.

– Bueno, ¿quién paga los gastos de Bledsoe hasta que consiga poner al Lucelia en marcha?

– Nosotros -dijo Hogarth-. Ferrant se ocupa de los daños del casco. Nosotros pagamos el cargamento destruido y la interrupción del negocio: los cargamentos que Bledsoe no puede transportar por tener el barco en el fondo de la esclusa.

– ¿Adelantan ustedes una suma para cubrir los gastos de reparación del barco?

– No -dijo Ferrant-. Pagamos las cuentas del astillero según van llegando.

– ¿Y su póliza cubre a la Pole Star aunque esté claro que alguien hiciese volar el barco, que no es que se rompiese a causa de una manipulación incorrecta?

Ferrant cruzó una pierna de cigüeña sobre la otra.

– Esa es una de las primeras preguntas que nos hicimos. Que nosotros sepamos, no fue volado como acto de guerra. Hay otras excepciones en la póliza, pero ésa es la principal… A menos que Bledsoe destruyese él mismo el barco.

– Tendría que tener para él considerables ventajas financieras hacerlo -señalé-. Si reúne el valor del casco y puede invertirlo mientras reconstruye el barco, podría interesarle, pero de otro modo no creo que sea así.

– No -dijo Hogarth impaciente-. No tiene ningún sentido cargarse un barco nuevo como el Lucelia. Si hubiera sido uno de esos viejos cacharros que resultan más caros de manejar que lo que se saca de ellos, no me extrañaría, pero no en el caso de un autodescargador de mil pies.

– Como los de Grafalk, quiere usted decir -dije, recordando el accidente del Leif Ericsson estrellándose contra el malecón el primer día que estuve en el puerto-. ¿Es más ventajoso para él cobrar el seguro que utilizar los barcos?

– No necesariamente -dijo Hogarth incómodo-. Depende de la extensión de los daños. Está usted pensando en el Leif Ericsson, ¿verdad? El tendrá que pagar los daños en el malecón. Eso le va a suponer más dinero que el coste de la reparación del casco del Ericsson.

Bledsoe me había dicho que no era responsable de los daños en la esclusa. Se lo pregunté a Hogarth. Hizo una mueca.

– Esa es otra cosa que tendrá ocupados a los abogados durante una década o dos. Si Bledsoe es responsable de los daños del barco, que dieron como resultado los daños en la esclusa, sí es responsable. Si encontramos al verdadero culpable, él sería el responsable. Eso es lo que nos gustaría poder hacer: encontrar al que hizo saltar el barco para poder proceder contra él… o ella.

Se me ocurrió una pregunta.

– Proceder… es decir, que nos pague los daños de lo que tengamos que pagarle nosotros a Bledsoe. Y si no encontramos al verdadero culpable, su pudiente Tío Sam tendrá que pagar la esclusa. De todos modos, seguramente tendrá que acabar haciéndolo. Nadie puede afrontar semejante gasto. No pueden más que procesar al culpable y meterle en la cárcel durante veinte años. Si lo encuentran. -El teléfono sonó y él contestó. La que llamaba parecía ser su esposa: le dijo apaciguador que saldría de la oficina dentro de veinte minutos y que por favor le guardase la cena.

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