– Voy a bajar -afirmó con voz baja-. Y usted también.
– ¿No quiere que me quede aquí arriba y monte guardia? -preguntó Voisey; parecía divertirse.
– ¡No, no quiero! -espetó Pitt-. Necesito que alguien sostenga la cerilla.
Voisey dejó escapar una risa nerviosa.
– Pensé que no confiaba en mí.
– Y no lo hago.
– Veamos, no podemos pasar los dos por la escotilla -precisó Voisey-. Alguien tendrá que entrar primero. No tiene sentido lanzar una moneda… porque no veríamos de qué lado cae. Dado que confío en usted seré el primero en pasar.
Voisey apartó a Pitt y, tras pensar unos instantes cómo lo haría, se dejó caer ágilmente sobre el suelo de la bodega.
El detective lo siguió; luego se dirigieron al rincón en el que se encontraban los paquetes. Voisey encendió una cerilla y la sostuvo mientras Pitt los examinaba. Tardaron unos segundos en comprobar que era dinamita.
– Simbister -murmuró Voisey con placer y un ligero tono de sorpresa.
Se apagó la cerilla. La bodega quedó totalmente a oscuras. Era imposible distinguir nada, ni siquiera se veía el cuadrado del cielo a través de la escotilla abierta.
Entonces Pitt se dio cuenta de que la escotilla no estaba abierta. Pero ¡no había oído que se cerrara!
Voisey se encontraba a su lado. Lo sabía porque lo oía respirar.
– ¿Se ha cerrado sola? -preguntó Voisey en tono quedo, pese a que conocía la respuesta de antemano. En su voz, que intentaba parecer tranquila, se notaba el miedo-. ¿Hay otra salida?
Pitt pensó mientras intentaba controlar el pánico. Dado que Voisey estaba a su lado, no podía ser obra suya. Debía de haberla cerrado Grover o el mismísimo Simbister.
– No -respondió y respiró hondo-. No la hay… a menos que la hagamos nosotros.
– ¿Que la hagamos?
Hubo una sacudida, luego otra y a continuación Pitt oyó el sonido del agua, ligeramente distinto al siseo de la marea. Parecía proceder de la otra bodega. Con despiadada certeza supo qué ocurría: los hombres de Simbister estaban hundiendo el barco. Estaban dispuestos a sacrificar la dinamita con tal de acabar con sus dos enemigos más peligrosos. Tendría que haberlo previsto. Oyó que Voisey respiraba de forma entrecortada y soltaba aire entre los dientes. También se había dado cuenta de lo que ocurría. El suelo comenzó a inclinarse bajo sus pies.
– Lo único que tenemos es dinamita -declaró Pitt-. También hay detonadores. Tendremos que volar la escotilla y hacerlo tan rápido como podamos.
Voisey dejó escapar un jadeo.
– ¿Cuántas cerillas quedan?
– Media docena -contestó Pitt-. Lamentablemente no preveía que ocurriría algo así.
– Creo que a mí me quedan tres.
– Me alegro. Bien, enciéndalas y sosténgalas para que pueda ver lo que hago.
Voisey obedeció y, en cuanto hubo una llamita, Pitt se puso manos a la obra: desenvolvió la dinamita, buscó un detonador y modeló la sustancia húmeda y ligeramente pegajosa hasta hacer una tira que adosaría al borde de la escotilla. Voisey encendió una cerilla tras otra, primero de su caja y luego de la de Pitt.
Este encajó la dinamita alrededor de la escotilla, colocó el detonador, lo soltó y retrocedió, arrastrando consigo al parlamentario. El barco estaba muy escorado y era claramente audible el sonido del agua que entraba en la otra bodega.
No pasó nada.
– ¿Cuánto falta? -preguntó Voisey con voz baja-. Nos hundimos.
– Ya lo sé. ¡Tendría que haber estallado! -Voisey se movió. Pitt lo cogió del brazo y lo retuvo-. ¡Quédese quieto! ¡Todavía podría explotar!
– No servirá de nada si no estalla en tres o cuatro minutos -puntualizó Voisey.
– Hay más detonadores -dijo Pitt-. Tendremos que hacer un agujero en otra parte. -Debía pensar a toda velocidad. Se hundían por la popa. Si provocaba una explosión en la proa, esta volaría por los aires. En cualquier otro lugar el agua entraría y los arrastraría hacia el interior en vez de hacia fuera-. En la proa -afirmó y se puso en pie-. Encienda otra cerilla, tengo que ver la dinamita.
– Solo quedan tres -informó Voisey, pero obedeció-. Será mejor que esta vez funcione.
Su tono no era de crítica, pero había ironía y temor.
Pitt no respondió. Había oído el comentario de Voisey y prefirió pensar en ello más que en Charlotte, su hogar, sus hijos y las frías y sucias aguas del Támesis, que se encontraban a muy poca distancia. Trabajaba tan rápido como podía; sabía que un apresuramiento excesivo o el menor error significaría fracasar.
Adhirió la dinamita a la pared más cercana de la bodega y colocó el detonador en su sitio.
Voisey encendió la última cerilla y un cigarrillo y aspiró el humo. La bodega quedó a oscuras.
Pitt solo veía la luz incandescente del pitillo. No sabía qué decir.
– Esto durará más que una cerilla -explicó Voisey sin inmutarse-. ¡Coloque el detonador y siga con su trabajo!
Pitt obedeció con manos temblorosas.
Voisey no dejaba de dar caladas al cigarrillo para proporcionar un poco de luz.
Pitt comprobó el detonador por última vez.
– Listo.
Voisey acercó la colilla a la mecha. Retrocedieron tanto como pudieron. El barco estaba tan escorado que les costaba mantener el equilibrio. La mecha chisporroteó. Pareció tardar una eternidad. Pitt oyó una respiración intensa. Pensó que era Voisey… hasta que se dio cuenta de que era la suya. En el exterior, a medio metro y en plena oscuridad, el agua se arremolinaba y rompía contra el barco.
Se produjo un súbito y violento ruido y entró una bocanada de aire. Ambos se vieron impulsados hacia atrás, a continuación el agua helada los alcanzó y el barco se hundía cada vez más deprisa.
Pitt se lanzó hacia delante, hacia el orificio abierto en la popa. Debía llegar antes de que el barco se hundiera y el agua que entraba lo echase hacia atrás. Llegó hasta el borde dentado del boquete y se aferró a él. Solo estaba treinta centímetros por encima del agua. En un instante sería demasiado tarde.
Se impulsó con todas sus fuerzas, notó que el aire le golpeaba la cara y vio las luces del río y el cielo. Se volvió para coger a Voisey, le agarró la mano y lo izó enérgicamente.
Voisey atravesó el orificio en el preciso momento en el que el Josephine se hundía en el río y desaparecía. Ateridos pero libres, llegaron hasta la escalera.
Pitt estaba sentado junto al fogón de la cocina de su casa. Iba vestido con la camisa de dormir y el batín, pero todavía temblaba. El té caliente lo había reconfortado, pero el viaje en coche con la ropa empapada había durado una eternidad, como si Keppel Street estuviera a cien kilómetros en vez de a ocho.
Voisey y él apenas cruzaron una palabra en cuanto subieron la escalera y volvieron a pisar el muelle. No había nada que decir, todo estaba muy claro. Directa o indirectamente, la dinamita pertenecía a Simbister, pero lo importante era que alguien había intentado ahogarlos y había estado a punto de conseguirlo.
El coche dejó a Pitt en Keppel Street antes de seguir hasta la casa de Voisey en Curzon Street. Charlotte esperaba a Pitt en la puerta. Angustiada, andaba de un lado a otro; estaba muy pálida.
En ese instante estaba de pie frente a su marido, lo miraba con preocupación. Pitt ya le había explicado a grandes rasgos lo ocurrido… callar habría sido imposible; además, no tenía la menor intención de ocultárselo. La oscura bodega, la sensación de impotencia a medida que el barco se hundía y los sonidos del río a su alrededor eran cosas que jamás olvidaría, ni siquiera en sueños. Sabía que en plena noche se despertaría y se alegraría de ver un poco de luz, el brillo de una farola a través de las cortinas, lo que fuese. Acababa de vivir la terrible sensación de ser ciego, de sufrir un ataque y ser incapaz de averiguar de qué dirección procede la agresión hasta que es demasiado tarde.
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