– Ahora lo entiendo. ¿Quién es ese alguien que ha mencionado?
– No sé… -Jones enmudeció. Miró a Tellman con atención y pudo ver su cólera y su firme actitud-. Es el señor Grover de Cannon Street -reconoció con voz ronca-. ¡Qué Dios me juzgue!
– En su lugar yo no tendría tanta prisa por ser juzgado -replicó Tellman, que experimentó una sensación de triunfo ante semejante confesión-. En el supuesto de que sea así, ¿cómo conseguirá que el juez de un tribunal ordinario le crea, ya que él no es Dios?
– ¡El juez de un tribunal ordinario! -Jones tragó saliva por enésima vez-. ¡No he hecho nada malo! -Estaba asustado y por primera vez no pudo disimularlo-. ¡Está hablando de uno de esos hombres que se sientan en el estrado con una peluca en la cabeza!
– Y que meten a la gente en Coldbath Fields o en lugares peores. Sí, es exactamente a los que me refiero. Señor Jones, hay mucho dinero que va a parar a lugares sorprendentes.
– ¿A lugares sorprendentes? No sé de qué me habla…
– ¿Realiza otras tareas para el señor Grover? Le aseguro que no tiene nada de malo. Es policía y trabaja ni más ni menos que para el señor Simbister. Usted no tendría la culpa si pensara que todo es correcto y legal.
– ¡No, no la tendría! -aseguró Jones, emocionado.
– Esas otras tareas, ¿incluyen pagar a otros por ciertas obras, trabajos u otras actividades?
Jones parpadeó lleno de dudas. ¿Se libraría de aquello o Tellman solo jugaba con él? Se movía entre la esperanza y el terror.
El sargento adoptó una posición un poco más cómoda y flexionó ligeramente los hombros.
– Señor Jones, ¿está conmigo o contra mí? Alguien podría ponerle las cosas difíciles. Provengo de las proximidades de Scarborough Street. -En realidad no era cierto, pero era una mentira que carecía de importancia-. Tendría usted que ir allí y notar el olor a quemado. Aún no han retirado los cadáveres. Le aseguro que a uno se le acaban definitivamente las ganas de comer carne asada. Jones blasfemó en voz baja y se puso pálido.
– ¿No estará pensando que…?
– Sí, lo hago. -Tellman hablaba absolutamente en serio. En su interior la ira había formado un rígido nudo de dolor-. Ese dinero sirvió para comprar dinamita. ¿A quién se lo entregó?
– Ja… jamás po… podrá decir que yo… -tartamudeó Jones-. No sabía…
– ¿No sabía a qué estaba destinado? -concluyó Tellman-. Probablemente no lo sabía. Si está contra ese tipo de atentados me dirá adonde llevó el dinero, a quién se lo dio y todo lo que sepa. De ese modo tendré pruebas de que usted no está implicado en lo que ha ocurrido, de que solo hizo un recado para alguien a quien consideraba un buen hombre. ¿Me ha entendido?
– ¡Entendido! Yo… -Volvió a tragar saliva compulsivamente-. Yo… -Tellman esperó. Jones miró la ventana alta y con barrotes, la puerta metálica y de nuevo al policía. Este se irguió para retirarse-. He llevado un montón de dinero a Shadwell -explicó Jones y le tembló la voz de miedo-. A New Gravel Lane.
– ¿Adónde?
– ¡A la segunda casa del final de la calle! Juro que…
– Que Dios lo juzgará -concluyó Tellman-. ¿A quién se lo entregó? Si, como afirma, era una gran cantidad, debía de tener instrucciones precisas. No se lo pudo entregar a cualquiera.
– ¡Se lo di a Skewer! El tal Skewer es un sujeto grande y con una sola oreja.
– Gracias. No hace falta que siga jurando. Si me ha mentido más le vale acordarse del nombre del verdugo. Tendrá que ser amable con él para que, cuando llegue su momento, lo sea él con usted.
Jones sufrió un ataque de tos.
Tellman se acordó de Scarborough Street y no sintió la menor compasión.
Salió de la cárcel y dedicó las cuatro o cinco horas siguientes a comprobar lo que Jones le había contado. No podía permitirse el lujo de equivocarse. Se dirigió a los muelles de Shadwell y encontró New Gravel Lane. La calle era lúgubre incluso bajo el sol estival y el viento que llegaba del río era cortante. En la vía fluvial se veía el ajetreo de las barcazas que se desplazaban desde Pool of London, así como el de las gabarras, los transbordadores, los remolcadores y los barcos de carga amarrados o a la espera para atracar. Sería un lugar idóneo para guardar dinamita. Constantemente entraban y salían cargamentos de todo tipo.
Aún no sabía lo suficiente para informar a Pitt. Solo podrían hacer un único registro en ese lugar. Después de este, trasladarían la dinamita sin darles tiempo a organizar un segundo registro. No tenía otra opción que correr el riesgo de solicitar a la policía fluvial toda la información que pudiese proporcionarle. Lo plantearía indirectamente, como si se tratase de una cuestión de cortesía profesional.
A media tarde se enteró de que una de las viejas embarcaciones, amarrada en las escaleras de New Crane, pertenecía a Simbister y que esa misma noche sería trasladada. Le sorprendió que le resultara difícil haberlo averiguado tan fácilmente. ¿Se trataba de una doble e incluso de una triple traición? No había forma de saberlo, pero había llegado el momento de reunirse con Pitt y comunicárselo. Daba igual quién lo viese, ya no hacía falta ser discreto.
Cuando por fin dio con Pitt entre las ruinas de Scarborough Street, Tellman informó:
– El Josephine , en las escaleras de New Crane, en los muelles de Shadwell.
El sargento no había sabido dónde buscarlo porque desconocía si Narraway tenía despacho y dónde estaba. Estaba completamente seguro de que Thomas Pitt no estaría en casa y, por lo que tenía entendido, no estaba ocupado con otra investigación. Pasó por Long Spoon Lane, pero allí no había nadie, de modo que se dirigió hacia Scarborough Street.
Pitt estaba cansado, sucio y cubierto de ceniza de tanto buscar entre los escombros. Habían retirado gran parte de los restos. Las casas parecían tener dientes: había paredes ennegrecidas y vigas al descubierto que el fuego no había alcanzado. Los adoquines estaban cubiertos de tejas de pizarra rotas y fragmentos de cristal. El aire seguía teniendo el olor rancio del incendio.
– ¿A quién pertenece el Josephine ? -preguntó Pitt, se pasó la mano por el pelo y se manchó la cara con más ceniza.
– A Simbister -respondió Tellman-. La policía fluvial dice que esta noche lo cambiarán de sitio. No tenemos tiempo que perder. ¿Qué buscas aquí?
– Cuerpos que no encajen aquí-respondió Pitt-. De momento hemos encontrado dos que no vivían aquí y nadie sabe quiénes eran. Podríamos relacionarlos con las explosiones. -Por su tono parecía que tuviera pocas esperanzas de conseguirlo.
– ¿Anarquistas?
– Probablemente, aunque también podrían haber ido a visitar a alguien que ya no está vivo para confirmarlo. -Se incorporó-. Si encuentro el barco y todavía contiene dinamita o restos, ¿habrá alguna prueba de la vinculación de Simbister?
– Sí. -Tellman le explicó en pocas palabras lo que había averiguado a través de Jones el Bolsillo-. De todos modos, voy contigo.
Pitt sonrió; sus dientes contrastaban con la suciedad que cubría su cara.
Mientras abandonaban juntos los escombros de la casa central vieron, escoltada por un agente, la elegante figura de Charles Voisey que se acercaba a ellos. Al ver a Pitt apretó el paso; apenas miró a Tellman.
– ¡No podemos esperar más! Mañana presentarán el proyecto de ley -declaró con cierta desesperación. A la luz del sol crepuscular su rostro parecía cansado. Tenía ojeras y podía verse que estaba luchando desesperadamente contra la derrota-. ¡Dios mío, esto es espantoso!
No volvió la cabeza para mirar las ruinas de la calle, las chimeneas sin techo que se perfilaban contra el pálido cielo, los escombros de la vida de toda aquella gente esparcidos por los adoquines, los muebles, los enseres, los cacharros de cocina, la ropa reducida a harapos. Por su expresión estaba claro que ya había visto a los muertos y que no quería que aquella imagen se grabara más profundamente en su memoria.
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