Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Jules d'Alveydre era un señor mayor y demacrado con una perilla blanca y un chaqué noble con los codos desgastados. Escuchó su consulta con interés y en silencio, sin interrumpirla. Entonces se levantó y la condujo hasta un vestíbulo casi sin muebles y en cuyas paredes se veían cuadros de papel pintado donde antes colgaban cuadros. Los tacones de Mai-Brit golpearon el suelo con unos chasquidos agudos que resonaron por todo el enorme vestíbulo. Monsieur D'Alveydre abrió una puerta y con un gesto galante la invitó a entrar en una biblioteca que era casi tan rica como una biblioteca municipal noruega. Las estanterías ocupaban todas las paredes, del suelo al techo, y el techo era alto; estaban repletas de libros. El anciano caballero se acercó a una estantería entre dos ventanas y señaló un estante a la altura de la cadera. Aquí estaban algunos de los libros que su padre había comprado en Ginebra, explicó. Un dedo índice delgado y torcido sacó un bello tomo con letras doradas en el lomo de piel.

– Ésta es una primera edición de Notre Dame de Paris de Víctor Hugo. A su lado está Les Miserables, aunque en una edición más miserable que la de Notre Dame. -Jules d'Alveydre pasó una mano por los libros cariñosamente, como si se tratara de unos pequeños amigos necesitados de atención-. ¿Está buscando algún libro en particular, señorita?

Mai-Brit contempló la estantería, se giró y paseó la vista por toda la biblioteca. Al mirar más de cerca, descubrió unas terribles heridas, unos boquetes abiertos (¿habrían desaparecido las obras completas de algún autor?); parecían heridas que no habían sido cosidas y, que por lo tanto, no habían acabado de cicatrizar.

– Estoy buscando una obra manuscrita en inglés y no sé si está encuadernada. Se titula Origins of Gentile Theology.

La perilla se movió pensativa y el hombre se fue hacia una escalera de mano que había en un rincón.

– ¿Le ayudo? -Mai-Brit se acercó cuando vio que había que mover la escalera.

– Si es tan amable de colocar este monstruo creado por la necesidad del hombre cerca del globo, yo me subiré y veré lo que puedo encontrar.

Mai-Brit siguió sus indicaciones, y el anciano trepó fatigosamente las escaleras mientras Mai-Brit seguía angustiada el desplazamiento de los gastados zapatos de charol. Sostenía la escalera para que no se moviera ni un ápice durante la ascensión. Una sola mirada a aquel cuerpo escuálido le hizo sospechar que incluso una mosca sería capaz de hacerle perder el equilibrio.

El anciano se detuvo en el penúltimo peldaño y murmuró el nombre de los títulos mientras pasaba un dedo escudriñador por los lomos blancos y abigarrados, aunque ninguno de ellos tenía nada escrito. Era como si aquel anacronismo andante conociera todos sus libros, como si cada uno de ellos ocupara un lugar especial en su corazón. El murmullo se detuvo y el anciano sacó un tomo que tenía el lomo de piel marrón ligeramente corroído. La cubierta era de cartón, con una etiqueta de papel rayado pegada en la portada.

– Utilizaron una piel fina y mala -dijo Jules d'Alveydre excusándose y le ofreció el libro-. Pero la verdad es que nunca consideré la obra lo suficientemente importante como para dedicar nuestros recursos a su restauración. Para serle franco, el inglés no es precisamente uno de mis puntos fuertes, y nunca he llegado a leer más allá de un par de páginas de la obra. -El anciano inició el largo descenso, y Mai-Brit dejó el libro a un lado para concentrarse en el anciano.

Se acercaron a un grupo de butacas. El viejo se sentó con un jadeo ahogado y le pidió a Mai-Brit que tomara asiento. Las butacas tenían el respaldo alto y recto, con unos preciosos estampados dorados en la tela y unos reposabrazos de madera tallada. «Rococó, mediados del siglo XVIII», pensó Mai-Brit y se sentó con mucho cuidado al borde del asiento. Monsieur D'Alveydre sacó un pañuelo doblado del bolsillo superior del chaqué y se secó la frente de pergamino.

– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Una copa de jerez, un calvados, una copa de vino?

– Una copa de vino sería maravilloso -dijo Mai-Brit y sintió que un solo día con aquel hombre bastaría para hacerla andar con la espalda más recta.

La dignidad que emanaba hacía que quien estuviera con él viera la vida desde una perspectiva más amplia, como si un orgullo interior por lo que uno era y lo que representaba fuera capaz de resistir cualquier circunstancia. Incluso la pobreza y la decadencia.

El hombre cogió una campanilla de la mesa y la hizo sonar brevemente. Poco después apareció en la puerta de la biblioteca una señora mayor que recibió la orden corta y concisa de traer dos copas del mejor vino de la casa. Mai-Brit reconoció a la señora que vio en su última visita, hacía ahora un mes.

Nerviosa, Mai-Brit dejó caer la mirada sobre el libro que tenía en el regazo; lo abrió con mucho cuidado, como si tuviera miedo a lo que podía esconderse entre las cubiertas. Unas grandes letras ornamentales en la página del título daban cuenta de que realmente se trataba de Origins of Gentile Theology, escrito por Isaac Newton. Sin embargo, a juzgar por aquellas letras tan grandes, no era Newton quien había llevado la pluma para escribir el título, pensó Mai-Brit. Eran más recientes. Mai-Brit siguió hojeando la obra. El papel cambió ligeramente, era de peor calidad, y la letra se volvió más pequeña, borrosa, era la típica de Newton. Hablaba del origen de la teología, de la visión poco ortodoxa, por decir algo, que tenía Newton de la religión cristiana. Mai-Brit fue pasando las páginas lentamente, página por página, leyendo las primeras palabras de la primera línea antes de trasladar la mirada a la página siguiente. De pronto, cuando había hojeado más de la mitad de la obra, se detuvo, su mirada se clavó en un texto distinto al resto, y notó cómo la sangre abandonaba su rostro por un breve instante. Jules d'Alveydre estaba ocupado hablando con su ama de llaves y no se dio cuenta de la reacción de Mai-Brit.

Sin hacer ruido, Mai-Brit inspiró aire para facilitar que le llegara oxígeno al cerebro, y volvió a leer la primera línea, Via vitae aeternae, el camino a la vida eterna, suspiró y pasó la vista por la página donde los signos y los símbolos alquímicos se mezclaban con palabras en latín y en inglés. Contó seis páginas llenas de fórmulas y explicaciones.

Un sentimiento ardiente de felicidad se extendió por su cuerpo y Mai-Brit se sintió como una aventurera, por fin, en la cumbre del Everest. Había encontrado lo que andaba buscando, había encontrado lo que Pazcar había mencionado. Había encontrado la respuesta a las insinuaciones, una fórmula, una fórmula desconocida, escrita por el mismísimo Isaac Newton.

Capítulo 79

9 de marzo, París

Compré Origins of Gentile Theology. No… no es del todo cierto, porque monsieur D'Alveydre no me lo permitió. Recibí el libro como un regalo (a una bella mujer, había dicho), y me permitió, muy a regañadientes, que le expresara mi agradecimiento por las atenciones del ama de llaves con una pequeña muestra de reconocimiento cuando me fui. No me acompañó a la puerta, sino que se quedó sentado tranquilamente entre todos sus libros con una mueca con la que parecía decir que ningún paraíso celestial podría ofrecerle nada que no pudiera encontrar en aquella estancia.

Vacié el monedero de todo el dinero que tenía en efectivo y se lo di al ama de llaves (más adelante haré que tasen el libro y le enviaré una cantidad ajustada a D'Alveydre, porque estoy decidida a que reciba el equivalente a su valor real). El ama de llaves aceptó los 634 euros sin mover ni una pestaña y dijo que el taxi que había pedido me estaba esperando en la puerta. Tenía ganas de besarla, de saltar a la biblioteca para besar al anciano, de bailar y gritar de alegría, pero en lugar de eso salí a la calle con pasos tranquilos y solemnes y me metí en el taxi. Pedí que me llevara al hotel. Cuando el coche se separó de la acera, mis ojos se pasearon inconscientemente por los coches aparcados en la calle y vislumbré de pronto la jeta que ya conozco. En el asiento del conductor de uno de los coches estaba sentado mi perseguidor, el hombre de la barba. Me devolvió la mirada.

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