Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Even se echó el resto del calvados a la garganta, tosió y se reclinó hacia atrás, con una mirada encolerizada, dirigida a la ciudad. ¡Maldito París! Parpadeó, irritado.

– ¿Sería tan amable de traducirme la carta entera? Cuando encontramos la carta en la habitación del hotel fue traducida con prisas por una de las recepcionistas que dijo que había vivido en Dinamarca.

– Es noruego -dijo Even-. Noruega no es Dinamarca.

– Lo sé -dijo Bonjove-. Pero hicimos lo que pudimos entonces. Y lo que ella tradujo no nos hizo suponer que la carta pudiera revelarnos nada, más allá de lo que suele escribirse en este tipo de cartas.

Even asintió y tradujo la carta palabra por palabra, esforzándose por buscar las palabras en inglés que mejor se ajustasen a las originales.

– ¿Sustraendo? -preguntó el inspector.

– Un término matemático que representa el número que se sustrae…

– De acuerdo, de acuerdo.-Bonjove agitó la mano en un gesto de rechazo, como si Even le estuviera contando algo embarazosamente íntimo-. ¿Y qué cree que Mai-Brit Fossen quería decirle en la carta?

Even titubeó.

– No lo sé. No lo tengo… -Even se había quedado en blanco.

El inspector hizo un gesto de resignación.

– No, eso es. No pone nada que no suela aparecer en este tipo de cartas. Si realmente tiene razón al decir que la carta también estaba dirigida a usted, quiere decir que también se despedía de usted. Y en ese caso debo preguntarle: ¿cuándo la vio por última vez? ¿Todavía mantenía relaciones con ella después de que ella se casara con el hombre que se hizo cargo del féretro? -El inspector se giró agitando un billete en el aire en dirección a la cocina.

Even se quedó pasmado. Notó cómo la ira empezaba a brotar como un picor en el cuero cabelludo y bufó:

– Mai nunca fue así. Ella jamás…

El inspector le interrumpió:

– Pero usted sí, ¿verdad? Usted estaba tan enamorado como siempre. Ha viajado hasta París para ver el lugar donde se mató. Para buscar una aguja en un pajar, una miserable prueba, por pequeña que sea, de que tal vez ella también pensó en usted al poner el dedo en el gatillo.

El propietario del bistró se acercó y cogió el billete, dejó el cambio en un platillo. Se detuvo en la mesa vecina e inició una limpieza innecesariamente concienzuda de la encimera de la mesa.

Even se había levantado y señalaba al inspector con un dedo.

– Miente -dijo entre dientes-. Hace como si el asunto no le interesara y, sin embargo, dedica una hora de su valioso tiempo a alguien del que piensa que sólo está aquí por culpa de unos sentimientos patéticos y anticuados.

Una joven pareja los miraba con una curiosidad manifiesta mientras cuchicheaban. Even se sentó lentamente, como si el asiento pudiera quemarle.

– Creo que sé lo que le atormenta, inspector. Porque usted, a pesar de lo que dice, ha querido verme, porque sigue pensando en ese suicidio.

Bonjove chasqueó los dedos hacia la Morsa y le pidió que se fuera a otro lado con sus grandes orejas. Este dio un par de golpes limpiadores con el paño de cocina sobre la mesa antes de girarse con un gruñido ofendido.

– Dígame -dijo el inspector y se sacó un paquete de Gauloises del bolsillo. Cogió un cigarrillo y le ofreció el paquete a Even, que sacudió la cabeza, aunque al instante se arrepintió.

– Con una condición. -Even miró el palito de tabaco que de pronto tenía en la mano y lo cogió entre tres dedos, como si fuera a romperlo-. Que me cuente lo que ha descubierto hasta ahora.

– ¿Descubierto hasta ahora? -El inspector levantó los hombros-. Ya le he dicho que éste es un caso no-caso. No estamos investigando ningún crimen, no tenemos nada que investigar. Por tanto, no tengo nada que contarle.

– Pero habrán interrogado a los testigos del suicidio. Y al personal del hotel en el que estuvo hospedada, ¿no es cierto? Entonces podrá contarme lo que sacó en claro de los interrogatorios.

– Ríen. Nothing -dijo el inspector, abriendo los brazos-. Nada. Los testigos de este café no fueron capaces de decir nada con un mínimo de coherencia, ni siquiera fueron capaces de ponerse de acuerdo en la ropa que llevaba la mujer al pasar por su lado. A pesar de que estuvo tendida en el suelo a unos pocos metros de ellos, el disparo y la sangre les resultó tan chocante que incluso los detalles más nimios se confundieron. Un testigo llegó a afirmar que la difunta llevaba un chubasquero, a pesar de que el sol brillaba.

– ¿A qué hora del día pasó?

– Eran las 17:47, cuando el policía que estaba de guardia recibió el aviso y, por lo tanto, debió de ser uno o dos minutos antes. ¿Por qué lo pregunta?

– No lo sé…

– ¿Qué es lo que cree que me preocupa? -preguntó el inspector Bonjove al ver que Even no seguía. Se echó hacia delante y encendió un mechero-. ¿Cuál cree usted que es la razón por la que me molesto en escucharle?

– La pistola -dijo Even y se inclinó hacia delante para que le diera fuego el inspector. Aspiró profundamente y notó unos pinchazos en todo el cuerpo-. O el revólver, o lo que fuera. Me imagino que usted se preguntará por qué una mujer como Mai optaría por pegarse un tiro. Desde un punto de vista estadístico no sería el método que utilizaría una mujer de cuarenta años con estudios universitarios que quisiera suicidarse. ¿Y de dónde sacó el arma? ¿La trajo de Noruega? Es poco probable. Sabe que llegó en avión y, por lo tanto, si confiamos en los controles de los aeropuertos, es poco probable. Ya hacía tiempo que estaba planeando el suicidio. Su marido me contó que llevaba tres días en París. No, sin duda consiguió el arma en Francia, en París, tal vez incluso en este mismo arrondissement. Eso requiere tener contactos en ambientes que podríamos llamar «dudosos». Pero ¿por qué malgastar el tiempo intentando conseguir un arma, cuando podía comprar un cuchillo de cocina en cualquier sitio y cortarse las venas en la ducha? ¿O haberse traído somníferos de casa? -Even se recostó en la silla-. Eso es lo que creo que le atormenta, inspector.

– A lo mejor le gustaban las armas de fuego. A lo mejor pensó que era lo más seguro y rápido. -Bonjove agitó la mano haciendo que el cigarrillo desprendiera aros de humo azulado-. Los suicidas son egoístas en el momento del acto. No piensan en nadie más que en sí mismos. No quieren sentir dolor, no quieren sufrir en el camino hacia el reino de la muerte. Y una vez han tomado la decisión, quieren estar seguros de que realmente van a morir. A poder ser con una sortie algo dramática, algo que dejar a la posteridad.

– Mai no era así, no tenía ninguna necesidad de sentirse el centro de nada… -Even se detuvo con cierta inseguridad. Habían pasado un puñado de años… No, Mai no, ella no podía haber cambiado tanto en un punto tan trascendental, por mucho tiempo que hubiera pasado-. Odiaba las armas, era pacifista hasta la médula. En su juventud aprovechó todas las ocasiones que tuvo para manifestarse contra las guerras y todo lo que tuviera que ver con las armas. En todos los años que estuve con ella jamás sostuvo un arma de fuego en sus manos. Alguien debió de enseñarle cómo cargarla. Porque supongo que no estuvo aquí manoseando un arma sin que nadie interviniera ni dijera nada. ¿O acaso hubo un alma piadosa que la ayudó a quitar el seguro?

El inspector Bonjove hizo caso omiso del sarcasmo, y se quedó un rato sumido en sus pensamientos antes de volver a fijar la mirada en Even.

– A lo mejor no la conocía tan bien como creía.

– ¿A qué se refiere?

– O tal vez sí la conozca bien, pero no quiera admitirlo. -El inspector se llevó la mano al bolsillo y sacó algo que mantuvo oculto-. Antes me preguntó si estaba bajo los efectos de alguna droga. Esto es lo que encontramos entre su equipaje. -Arrojó una bolsita transparente que contenía un polvo blanco sobre la mesa, que finalmente aterrizó al lado de la copa de Even-. ¿Era usted su camello? ¿Es por eso que tiene tanto interés por lo que le ocurrió a Mai-Brit Fossen?

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