Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– Oh -dijo Even-. No lo sabía. -En realidad, había oído rumores, pero dejó que Finn-Erik creyera que sabía más que él.

– Pues sí. Estuvo encerrada en casa dos días enteros, haciendo la descripción de su puesto de trabajo, poniendo por escrito sus exigencias a la editorial. El público objetivo, temáticas, colecciones, horarios, cursos, contacto con los colegas.

– Oh -repitió Even.

Finn-Erik se calló.

– Había demasiadas cosas buenas en su vida -dijo Even-. Quiero decir, demasiadas cosas buenas para que la carta me convenza. ¿Quién diablos iba a apoderarse de ella y sus sentimientos, y llevar tanto caos a su vida, como para que no quisiera seguir viviendo? ¡Y encima, Mai! ¡Por Dios! Si era la persona más sensata y sólida que puedas… -Even cerró la boca, sabía que tenía que ir con cuidado. Al fin y al cabo, cinco años era mucho tiempo. La gente puede cambiar. Cambió rápidamente el enfoque-. Firma como Mai. ¿Tú alguna vez la oíste llamarse así a sí misma? ¿Alguna vez la llamaste tú por ese nombre? ¿O los niños? Tú mismo te diste cuenta y me enviaste…

Había aparecido un destello de dureza en los ojos de Finn-Erik.

– No me escribió a mí -se apresuró a decir Even-. Os escribió a vosotros. Pero quería que yo viera la carta. Por eso firmó como Mai. Soy la única persona que alguna vez la llamó así. Y por eso escribió una frase estúpida dirigida a mí.

¿Por qué demonios, si no, iba a escribir «sustraendo»? ¿No te das cuenta de que se trata de una maldita broma? No se puede utilizar la palabra de esa forma. Y la verdad es que nadie se dedica a hacer bromas cuando escribe una… una carta como ésa.

Even soltó el brazo de Finn-Erik que había agarrado sin darse cuenta y se disculpó.

Finn-Erik paseó la vista por el cementerio. Los dos se habían quedado en silencio. Alguien tocó el claxon desde la calle. Los niños agitaban los brazos, saludando. El suegro había puesto en marcha el motor para calentar el coche.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Finn-Erik.

– No lo sé. Descubrir a quién conocía ella en París, quién puede ser ese ladrón de corazones.

– ¿Te vas a París? -Finn-Erik levantó la vista sorprendido.

– He pedido un permiso. De medio año. Es decir… -Even sonrió-. Todavía no han respondido a mi solicitud, pero supongo que no se atreverán a negármelo. Si lo hacen, me iré.

Finn-Erik se le quedó mirando a la cara un buen rato. Even volvió la mirada hacia la capilla; pensó en que, sin duda, a Mai le habría interesado el viejo edificio.

– Realmente la amabas -dijo entonces Finn-Erik quedamente.

Even alzó los brazos en un gesto de abatimiento.

– Te daré un poder-dijo Finn-Erik-. No creo que la policía quiera hablar contigo sin él. También puedo llamarles, para avisarles de que vas a ir. ¿Cuándo te vas?

– Mañana -dijo Even.

Capítulo 8

– Mañana -dijo el recepcionista-. Raffaela estará aquí mañana, a partir de las once. Le toca la planta en la que se hospeda usted, monsieur. Es la misma camarera que trabajó el 22 de marzo. Raffaela Lorenzo.

Even dio las gracias y colgó. Se echó encima de la cama y miró al techo. Lorenzo. ¿Sería española? Agarró la toalla y se secó la nuca una vez más, estaba desnudo, secándose al aire después de un baño caliente.

Mañana a las diez tocaba la policía. Había llamado previamente a la central de policía de Ile de la Cité en cuanto llegó al hotel y había acordado una cita. Con el inspector Bonjove. No Bon Jovi, sino Bonjove. Se estiró en busca del mando a distancia, zapeó sin demasiado interés entre un sinfín de canales encontró una presentadora francesa que anunciaba un programa que se emitiría después de las noticias. Sobre el premio Nóbel de física del año pasado. Even no lo conocía. Un americano. Como siempre. ¿Por qué no concedían un premio Nóbel de matemáticas? Entonces él…

Sacó un par de botellas del minibar, descorchó una y apretó el corcho entre los dedos hasta dejarlo plano. El presentador de las noticias hablaba de una bronca que había habido en la Comisión Europea debido a la distribución de unas ayudas, y Even bajó el sonido.

¿Qué debía hacer… o, mejor dicho, qué podía hacer? ¿Acaso no era engañarse a sí mismo creer que todavía le quedaba mucho recorrido en el campo de las matemáticas? Durante cinco años y medio todo había estado parado, eso era un hecho incontrovertible. Durante cinco años, sus progresos en la investigación que llevaba a cabo acerca de la función de la zeta y de los números primos gemelos habían sido homologables a los de una tortuga bailando la polca. Un chiste.

Y ahora…

Estaba echado en la cama, mirando la pared. Mirando a través de la pintura amarilla, las planchas de yeso y el aislamiento. Mirando el interior de la otra habitación, en la que Mai había estado hospedada hacía una semana. La vio sentada al escritorio, con papel y pluma, escribiendo muy lentamente, mirando hacia la pared, mirando hacia el futuro, que no existía. Pensando.

«Mañana. Mañana moriré.»

¿Habría pensado así? Habría pensado como Galois: «¿Qué me queda por hacer, qué debo anotar antes de morir? ¿Qué debo contarles a los que se quedan?».

La leyenda de Evariste Galois -se había convertido en un mito entre los matemáticos; les gustaba verse como los Últimos Caballeros de la Verdad – estaba construida alrededor de estas simples palabras: moriré mañana. ¿Qué debo dejar a la posteridad? A Even le gustaba la historia del joven Galois, un rebelde genio francés de las matemáticas que vivió en tiempos de Napoleón. Una noche, por culpa de su temperamento y su propensión a las broncas y a las mujeres, se encontró en la lamentable situación de tener que batirse en duelo a la mañana siguiente con uno de los mejores tiradores de pistola de Francia. Un encuentro que equivalía a la muerte. La suya.

La noche anterior al duelo Galois se puso a escribir su vida a través de todas las ideas, teorías y enigmas matemáticos a los que creía haber encontrado una solución. No fueron pocos, desde luego, sobre todo teniendo en cuenta su juventud (fue realmente un genio y tenía veintidós años cuando le retaron a duelo). Toda aquella noche, Evariste estuvo sumido en un febril arrebato agónico, anotando números, ecuaciones, definiciones, llenando un folio detrás de otro. Finalmente, los juntó todos en un rollo que ató con una cinta roja y adjuntó una carta a un amigo al que pidió que enviase las notas a los matemáticos más importantes de Europa.

Una vez hecho esto, se vistió con su mejor traje, se anudó el fular alrededor del cuello y se recogió el pelo en un nudo sobre la cabeza. Con la primera luz del alba se dirigió a un lugar a las afueras de la ciudad, un campo a orillas de un río, y saludó a su contendiente. Este iba secundado por sus dos ayudantes. Evariste Galois optó por acudir solo. Mientras la neblina de la mañana todavía flotaba sobre las aguas del río, les fueron entregadas las pistolas. Los ayudantes comprobaron que las pistolas estuvieran cargadas y los duelistas se colocaron espalda contra espalda. Olía a tierra húmeda desde el prado, y una gallineta de agua graznó desde el cañaveral al sur del prado. Su llamada sonó como un agudo goteo. Uno de los ayudantes contó en voz alta al compás del goteo de la gallineta de agua, mientras los duelistas avanzaban veinticinco pasos, cada uno en su dirección. Entonces se volvieron, apuntaron y dispararon. Uno de ellos se desplomó con una bala en el abdomen. Un joven, una estrella rutilante de las matemáticas, quedó tendido en el suelo, solo y agonizante, mientras el sol de mayo ascendía lentamente sobre el prado. El contendiente y sus dos ayudantes recogieron las pistolas, abandonaron el lugar sin pronunciar una palabra y se fueron a París, abandonándolo a sí mismo y a la muerte.

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