Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Hjelm carraspeó.

Even alzó la mirada.

– Eh… el número del medio siempre es el 9, da igual el número que elijas -murmuró; entonces hizo un esfuerzo y se concentró-. Disculpa, tengo un pequeño defecto profesional. Si me viene una idea a la cabeza, me olvido de dónde estoy y me vuelvo un poco distante.

Hjelm hizo un gesto con la mano disculpándole; entonces entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas y dijo:

– Ahora te voy a dar un nuevo número del que quiero que me digas algo personal. Digamos el 364…

«Ya está, ya la tenemos otra vez -pensó Even-. No el 365, que son los días del año, sino exactamente uno menos, para ponérmelo un poco difícil.» Even intentó poner cara de preocupación; sentía que era algo que le debía a su anfitrión, a cambio de la excelente cena, e incluso suspiró para que Hjelm pudiera sonreír satisfecho.

– Tengo que ir con cuidado con este número -dijo Even, dando por terminado el teatro-. El 364 contiene tantas buenas historias que podría dedicarle el resto de la noche íntegramente. Pero permíteme que centre la atención en lo que podríamos llamar el parentesco o la afinidad con las cartas de la baraja. Como ya sabes, hay 52 cartas en una baraja, ¿verdad? Una baraja consta de 13 cartas repartidas en cuatro grupos: corazones, tréboles, diamantes y picas. Si sumas los valores de todas estas cartas, es decir, el as equivale al uno, luego el dos, el tres, etcétera, la sota al once, la reina al doce, ya sabes, llegas al número 364.

Hjelm volvió a coger su móvil, sacudió la cabeza y dijo:

– No, da 91.

– Sí, cuando sumas todas las cartas de un solo color. Pero tienes cuatro colores y, por lo tanto, debes multiplicarlo por cuatro.

Hjelm pulsó un par de veces y no pudo más que sonreír.

– 364, concuerda, tenías razón. -Sonrió-. Me habría gustado tenerte de profesor de matemáticas en el colegio. Entonces, a lo mejor, mis notas habrían sido distintas.

Even se rió secamente.

– Lo dudo. No soy un gran pedagogo, tengo la paciencia de una cobra a la que pretendes rascarle la nariz. Pero de hecho, las matemáticas son terriblemente divertidas, si consigues abrir los ojos a tiempo. Las han calificado de «aburridas» injustamente.

– Y es precisamente por eso por lo que quiero que termines de escribir el libro sobre Newton de Mai-Brit Fossen -dijo Odin Hjelm, en un tono serio y de hombre de negocios-. Porque tú conoces los aspectos positivos, tanto de las matemáticas como del personaje, y también sus enigmas y sus habilidades singulares. Y, sobre todo, conocías a Mai-Brit Fossen lo suficiente como para terminar el trabajo que ella inició. ¿Podríamos llegar a un acuerdo sobre el libro? -Cogió una pequeña pistola que había sobre la mesa y apuntó a Even-. Por lo que tengo entendido, ya has pedido una excedencia en la universidad. Tal vez fuera una buena idea que la dedicaras a escribir el libro sobre Newton.

Hjelm pulsó el gatillo del encendedor-pistola y el purito que le había ofrecido, y que había olvidado que tenía en la mano, se encendió. El humo se posó como una neblina cálida en su boca y lo soltó lentamente por encima de la mesa. Contempló la nube de humo, empujada hacia arriba por el calor del café y de las dos velas. Contempló el ascua del purito. Excedencia, sí. El propósito de tomarse un tiempo libre había sido, inicialmente, descubrir las razones del suicidio de Mai, encontrar a quien o a quienes estaban detrás. Sin embargo, ahora dedicaba el tiempo a buscar viejas fórmulas de Newton, a descifrarlas, y a encontrar las cartas de Mai sobre Newton. Poco a poco, todo iba girando alrededor de Newton. ¿Acaso Mai había planeado que él terminara su trabajo? ¿Sería, en realidad, ésa la herencia que le había dejado?

– ¿Alguna vez Mai mencionó mi nombre en relación con el proyecto Newton?

Hjelm se lo pensó antes de sacudir la cabeza.

– No, que yo recuerde. Como ya te dije la última vez que nos vimos, no nos dio mucho tiempo a hablar del proyecto a ella y a mí. Supongo que no quise presionarla porque sabía que podía confiar en ella y veía que estaba trabajando duro. Pero visto en perspectiva, me arrepiento de no haberle exigido un informe mensual de los avances.

– Tiene que haber, por narices, más material -dijo Even-. Tiene que haber escrito más. Mai era tenaz como pocos cuando algo se le metía en la cabeza. Y si te he interpretado bien, estaba realmente prendada del libro que estaba preparando.

– Oh, sí, desde luego. Se convirtió en el niño de sus ojos, eso fue lo que me dijo un día, este invierno. Trabajó tenazmente, como has dicho tú, y viajó mucho para recopilar documentación y datos. Quería que todo estuviera documentado y verificado, que fuera prácticamente imposible atacar su trabajo.

– ¿Qué documentación? ¿Qué datos? Hjelm parecía contrariado.

– Eso es precisamente lo que no sé. Como bien dices tú, tiene por fuerza que haber algo en algún lugar, pero no sé dónde, la verdad. -Dirigió el purito hacia Even-. Pero tú, que a lo mejor eres quien mejor la conocía, deberías poder descubrir los sitios donde pudo esconder alguna cosa, y por qué.

– No -contestó Even, mientras examinaba la pistola sobre la mesa-. No tengo ni idea.

Cuando Even se levantó para irse, sonó el teléfono. Odin lo cogió, habló un rato, tapó el auricular con la mano y le dijo a Even que sólo sería un instante, que tenía que ir a su estudio para hablar un par de minutos. Que ahora mismo volvía. Even asintió y se quedó en medio del salón, borracho y un poco indeciso, sin saber muy bien qué hacer consigo mismo. Se apoyó en el aparador. El móvil de Hjelm estaba al lado de un jarrón. Tenía un aspecto insignificante y lleno de esperanza, y parecía estarle pidiendo que lo usara, que no lo dejara allí, inútil y a oscuras. Even pulsó un botón y la pantalla se iluminó. Miró por encima del hombro antes de meterse en los mensajes, se movió a través de una serie de nombres desconocidos hasta que de pronto apareció el nombre de Kitty.

Acercó el oído al estudio y oyó la voz zumbante de Odin Hjelm decir algo. El dedo no titubeó, apareció el texto y Even pudo leer las palabras con el rostro inexpresivo. La fecha mostraba que el mensaje tenía una semana.

Cuando Odin volvió, Even ya estaba en el pasillo poniéndose la chaqueta de cuero.

– Siento haber sido tan maleducado antes, pero la llamada era un poco importante. De Francia -dijo Hjelm-. Ten. -Sacó tres puritos y los metió en el bolsillo de la camisa de Even-. For the road.

«…Tenemos que dejar este lío… hemos terminado… hazme el favor.» Even miró al hombre que había recibido el mensaje de Kitty. Que había recibido sus ruegos. ¿Quién era, realmente, aquel hombre? ¿Quién se ocultaba tras aquel aspecto jovial, tras aquella fachada de esnob cultural?

Antes de que le diera tiempo a pensárselo dos veces, antes de que pudiera valorar si era o no razonable preguntarlo, Even dijo:

– ¿Quién es Simon LaTour?

Odin Hjelm alzó la cabeza, sorprendido.

– ¿Has escuchado la conversación? -Su mirada se tornó vigilante, su voz reservada-. Es un escritor francés. ¿Qué has oído?

– Nada -dijo Even y se fue-. Nada.

Capítulo 65

Ginebra

Sentado detrás del escritorio, el hombre parecía pequeño. Mai-Brit dudó de que sus pies llegaran al suelo. La cara redonda brillaba como si acabara de comer hojaldres rellenos de mayonesa para desayunar. Notó que tenía a Simon LaTour justo detrás, un poco a la derecha, como si estuviera vigilándola para que no se escapara.

Simon le explicó quién era ella y el hombre asintió. Mai-Brit le pidió a Simon que se fuera al vestíbulo antes de explicarle al hombre lo que le interesaba encontrar. Lo hizo en francés. Habló rápidamente, fue al grano. Cuando ella terminó, él tomó unas breves y rápidas notas en un bloc. En la pared colgaban varios diplomas enmarcados que daban fe de su competencia, así como una fotografía en la que el hombrecillo aparecía rodeando la cintura de un hombre joven con el brazo. Había algo conocido en aquel joven, pero Mai-Brit no conseguía situarlo. Seguramente algún famoso suizo, al menos lo parecía.

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