Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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Que 284 + 1000 tenía que significar 1284 era evidente, y puesto que no había indicaciones de otra estafeta, tenía que ser necesariamente la estafeta de correos de Vika, la que Mai ya había utilizado anteriormente. Lo que Even no alcanzaba a entender era por qué Mai había dividido los números en dos, pero tal vez una alumna aplicada de Newton como ella lo había hecho para despistar a posibles curiosos o espías.

¡Aquí! 1250-1299. Un poco más allá de la mitad encontró el número 1284 y metió la llave en la cerradura, listo para girarla. Sin embargo, tuvo que soltar la llave para no partir la punta en su afán por abrir la caja. La llave saltó dando botes por el suelo. Sorprendido, Even miró el número, recogió la llave del suelo y volvió a buscar el apartado de correos 1284.

Lentamente y con mucho cuidado, como si las prisas hubieran sido las causantes del error, Even volvió a acercar la llave a la cerradura, la metió… Pero no, no quería entrar. No había duda posible, era la llave equivocada. O la cerradura equivocada.

Capítulo 63

Ginebra

Un duro viento del norte barrió la superficie del lago de Ginebra y alcanzó la ciudad haciendo que los diez grados bajo cero que ya estaban en el aire de noviembre parecieran veinte. El sol pendía bajo en el oeste y no tardaría en esconderse detrás de las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Las vistas sobre el lago y las montañas eran extraordinariamente bellas, y Mai-Brit consideró la posibilidad de viajar con Finn-Erik y los niños este mismo verano. Dar una vuelta en el barco de vapor, sentarse en la cubierta de cara al sol estival con una copa de vino tinto, mientras los niños correteaban por ahí, pasándoselo bien y divirtiéndose… Mai-Brit dio la espalda al viento y se frotó la nariz con el guante de piel. Antes tendría que llegar la primavera, y después el verano.

El coche de alquiler no se había puesto en marcha aquella mañana y Mai-Brit había tomado el autobús hacia el centro en dirección al museo de la ciudad, donde tenía una cita con un curador.

Ahora eran casi las cinco, se había tomado la tarde libre y descubrió que todavía faltaba media hora para que pasara el siguiente autobús. Consideró tomar un taxi hasta la pensión, pero vio un café que la tentaba más. Cuando le hubieron servido el capuchino, Mai-Brit sacó el diario y la pluma del bolso. Miró desanimada por la ventana donde el viento se mezclaba con pequeños copos de nieve. Desenroscó el capuchón de la pluma y escribió:

18 de noviembre, café, Ginebra

No he encontrado nada remarcable. Ahora sé que Jean-Christophe también fue astrónomo, pero no tuvo ninguna relación con Newton. A diferencia de su hermano, vivió en su ciudad natal, Ginebra, casi toda su vida, aunque viajó bastante. Estuvo en Londres, donde de hecho se hizo de la Fellow of Royal Society en 1706, aunque no es conocido por ninguna proeza científica en especial, al menos por lo que he podido averiguar (¡¡¡1706 fue el año en que Newton fue el presidente de la Royal Society!!! ¿Podría el nombramiento ser una muestra de agradecimiento por alguna ayuda en especial?). Jean-C. también estuvo en París y Roma, aunque, como ya hemos dicho, siempre volvía a Ginebra.

He estado en la biblioteca, en el museo de la ciudad, en otros museos, y también en una sección del archivo nacional. He encontrado muy poca información acerca de la familia Fatio de Duillier, y lo poco que hay trata, sobre todo, del hermano Nicolás. Al fin y al cabo, Nicolás Fatio de Duillier vivió los últimos años de su vida en Londres y es conocido no sólo por su amistad con Newton, sino por haber inventado una corona de diamantes y por su injerencia en la disputa entre Newton y Leibniz sobre el descubrimiento del cálculo diferencial (¿así es como se dice, Even?).

Sin embargo, sobre el resto de la familia, apenas nada. Resulta frustrante y no sé cómo voy a seguir adelante.

Mai-Brit levantó la taza, paseó la vista distraída por el café donde cada vez más clientes buscaban refugio entre el café caliente y un trozo de tarta contra el frío de la calle. Mientras dejaba tranquilamente que el capuchino llenara su boca y notaba cómo el calor aguijoneaba sus mejillas, se fijó en un hombre que la miraba por encima de una revista. Estaba sentado en el extremo más lejano, cerca de la puerta del baño. Era un hombre algo regordete, unos años más joven que ella y con una barba oscura que en la distancia parecía desgreñada y desaliñada. El hombre seguía mirándola fijamente y Mai-Brit apartó la vista. Había algo familiar en aquella cara.

«Algunos encuentros entre personas pueden ser tan trascendentales como el encuentro entre la vida y la muerte.» Hacía poco que había leído la frase en algún lugar, y tuvo la desagradable sensación de que se encontraba a las puertas uno de esos encuentros. Dejó la taza sobre la mesa y se apresuró a reunir sus cosas. Por el rabillo del ojo vio al hombre levantarse, agarrar el abrigo y ponerse en pie. El hombre se fue hacia la puerta dibujando un arco antes de girar a la izquierda y dirigirse directamente hacia su mesa. Mai-Brit se echó el bolso al hombro y se puso tan alta y severa como pudo.

– Disculpe -dijo el hombre en inglés, aunque el acento delataba su ascendencia francesa. Mai-Brit hizo como si el hombre le hablara a otra persona y quiso pasar de largo. Él le cerró el paso-. ¿No nos hemos visto antes? Mi nombre es Simon LaTour.

Capítulo 64

– Al principio pensé servir asado de ternera de Talleyrand -dijo Odin Hjelm y removió con suaves movimientos en una pequeña cazuela-, pero ¿te puedes creer que no he podido encontrar un asado de ternera decente en ningún sitio? O bien llevaba tanto tiempo en la carnicería que casi se había convertido en vaca o bien estaba congelado. Y todo el mundo sabe que pierde el sabor. -Miró a Even para que éste le diera la razón. Even paseó la mirada por la cocina rústica, por los revestimientos de madera y los armarios de roble oscuro. Unos espaguetis en unos tarros de barro asomaban por encima de unos estantes bastos y unos tarros de cristal mostraban judías, tomates secados al sol, setas y frutas. La mesa de la cocina estaba hecha de tablones de madera basta sin cepillar cubiertas de una fina plancha de metacrilato. El ambiente que se respiraba, tan bucólico, hacía que fuera inevitable sentirse transportado a una estancia en la que se oía el arrullo de las palomas y el cloqueo de las gallinas al otro lado de la ventana.

– Veo que tienes cocina de gas -dijo Even por decir algo.

– Por supuesto, es lo que hay que tener, ya sabes. Te permite controlar mejor el calor. -Hjelm probó el vino que les había servido a los dos, chasqueó los labios y miró la etiqueta con escepticismo-. Es un Medoc de una pequeña bodega al sur de Le-Verdón, ligeramente terso y fresco, y seguramente adecuado para acompañar la ternera, pero para caza… no sé si va bien… ¿tú qué dices?

Even probó el vino y le pareció bien, ni demasiado agrio ni demasiado dulce.

– Está bien -dijo, y vació la copa de un trago para demostrar su adaptación al entorno rústico.

– Es peligroso no cuidar las papilas gustativas, luego lo pagan el humor y la alegría de trabajar, y te arriesgas a volverte melancólico y a perder la energía. -Hjelm probó la salsa y cogió una pizca de sal, la echó en la cacerola, removió y volvió a probarla-. Lo dijo Brillat-Savarin, el conocido filósofo gastrónomo francés. -Hjelm observó la salsa y le pasó el cucharón a Even-. ¿Serías tan amable de remover la salsa mientras yo bajo al sótano a por un vino más adecuado? Creo que tengo un vino italiano para cazadores, que es precisamente lo que necesitamos. -Even aceptó el cucharón y vio que Hjelm se sacaba una llave del cuello de la camisa al salir al pasillo. Se oyó una llave girar en una cerradura y pasos traqueteando escaleras abajo. «¿Guardará un tesoro en el sótano?», se preguntó Even, y dejó el cucharón sobre la mesa antes de servirse una copa de vino más. Desde la ventana podía ver la calle e intentó adivinar en qué casa viviría Susann Stanley. El número dieciséis, había dicho. Hjelm vivía en el número once; debía de ser la casa roja de dos pisos al otro lado de la calle, donde había coches en la entrada.

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