Rodolfo Martínez - Sherlock Holmes y la boca del infierno

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Sherlock Holmes y la boca del infierno: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos detectives. Un mago. Y todas las legiones del Infierno. Sus caminos se han cruzado en el pasado, y volverán a cruzarse. Por un lado, Sherlock Holmes, el famoso detective, que parece haberse retirado para dedicarse a la cría de abejas. Por otro, Aleister Crowley, brujo y profeta autoproclamado como el hombre más perverso de su época. Una oscura noche tormentosa, en algún lugar de la costa de Portugal, Crowley pondrá en práctica un ritual que amenazará con derribar las barreras entre los mundos, y Holmes estará allí para impedírselo. Pero, ¿podrá Holmes soportar el dolor de la pérdida que será el precio de su triunfo? ¿Cómo seguir siendo la implacable máquina de razonar cuando la misma realidad escapa a la razón?
En esta nueva pieza de su obra holmesiana, iniciada con La sabiduría de los muertos y Las huellas del poeta, Rodolfo Martínez entrelaza las ficciones de Arthur Conan Doyle y H.P. Lovecraft para crear un universo particularísimo donde tienen cabida algunos de los personajes más entrañables de la literatura popular.

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– Palabrería.

– Quizá. Pero mi palabrería parece haber tenido éxito donde usted y los suyos han fracasado.

El enfermo contuvo a duras penas una mueca de odio.

– Esta vez -dijo-. Habrá otras.

– Y habrá otros como yo para interponerse en su camino, como tan gráficamente lo ha expresado hace un momento.

– Habrá otros, quizá. Pero no como usted.

¿Acusó de algún modo Sherlock Holmes aquellas palabras? ¿Las tomó como una críptica referencia a que su estirpe moriría con su nieto? ¿O las aceptó simplemente como una bravata que, al mismo tiempo, rendía homenaje a su singularidad?

– Eso no importa. Habrá otros y seguirán luchando.

– Sí, pero nosotros sólo necesitamos tener éxito una vez. Y ustedes deben ganar siempre. La lógica que tanto adora usted le dirá que tarde o temprano las probabilidades estarán a nuestro favor.

– Es un argumento que ya he oído. En cualquier caso, la lógica es el principio de la sabiduría, no su final. Y si algo he aprendido a lo largo de todos estos años es que sin duda hay más cosas en el cielo y la tierra de las que cualquier filosofía podría soñar.

Crowley pareció encontrar divertidas aquellas palabras.

– En eso, al menos, estamos de acuerdo.

– Eso me resulta indiferente.

Ambos guardaron silencio. La respiración de Crowley era un jadeo asmático que, poco a poco, iba volviéndose más débil. Sus ojos, sin embargo, seguían ardiendo de furia. Tras ellos asomaba algo que no parecía del todo humano, como si sólo ahora, en sus últimos momentos, el gran fingidor se permitiera una brecha en su disfraz.

– ¿A qué ha venido aquí, entonces, si no pretende acelerar mi final? -preguntó, al cabo de un rato.

Holmes se encogió de hombros.

– Ya fingió su muerte con anterioridad. Sólo quiero asegurarme de que esta vez realmente deja este mundo.

– No se preocupe. Lo haré. No creo que llegue a ver la mañana.

– Prefiero constatarlo con mis propios ojos.

– Como quiera. Pero mi muerte no terminará nada. Lo sabe, ¿verdad?

– Ella por sí sola, no.

Crowley frunció el ceño. Sus ojos se vidriaron y, durante unos instantes, pareció estar muy lejos de allí.

– ¿Está aquí con usted? -preguntó de repente.

– No. Está donde debe estar. Esperando.

– Traidor -musitó Crowley. Pero no parecía estar hablando con Holmes.

– Quizá -dijo éste, sin embargo-. El traidor de un hombre es el patriota de otro, es algo que uno aprende enseguida en el mundo del espionaje.

– Su mundo es ridículo. Una parodia. Una caricatura de colores apagados y formas inconsistentes. Me alegraré de dejarlo.

Holmes sonrió.

– No es usted quien se alegra, en realidad, pero eso no importa. En cualquier caso, imagino que espera volver algo más tarde, como los suyos han hecho siempre. Pero eso tal vez no pase.

– Es cuestión de tiempo. Y tenemos todo el tiempo del mundo… de varios mundos.

– Bueno, eso ya lo veremos. En cualquier caso, señor Crowley, no creo que tenga sentido seguir con esta conversación. A menudo me han acusado de ser un terrible metomentodo, pero no lo soy tanto para interferir entre un hombre y el momento de su muerte. Lo dejaré a solas.

– Un hombre… -repitió Crowley con una risita reptilesca que fue interrumpida por un ataque de tos.

– Una criatura pensante, en cualquier caso. Buenas noches, señor Crowley.

Éste no respondió mientras Holmes abandonaba su habitación.

La profecía de Crowley resultó correcta: no llegó a ver la mañana siguiente. La enfermera que velaba por él, dicen, recogió sus últimas palabras. O quizá no. Sus seguidores hicieron circular versiones contradictorias y, de algún modo, se las apañaron para creerla todas. Según algunos, había musitado su perplejidad justo antes de morir; según otros, había afirmado odiarse a sí mismo. Su leyenda aumentó tras su muerte, algo que sin duda le habría complacido. Pero él ya no estaba allí para disfrutar de ello, y eso era lo único que importaba, al fin y al cabo. Ahora, se decía Holmes sin dudar, era cuestión de asegurarse de que no iba a volver.

Discretamente, el detective confirmó que aquél era el cuerpo de Crowley y que, en efecto, estaba muerto. No le resultó muy difícil pasar inadvertido entre aquella pequeña corte de adoradores arrobados que se arracimaban alrededor del cadáver.

En su informe, en una nota al pie, Holmes dice que no era el único que estaba allí de incógnito para asegurarse de que aquel cuerpo sin vida era, en efecto, el de Aleister Crowley. No añade nada más, pero a la vista de lo que sucedió después, no es difícil imaginar qué era lo que sospechaba.

Regresó a Londres. Allí lo esperaba un telegrama. También lo esperaba yo, aunque no sabía que lo estaba esperando.

«Está aquí», decía el telegrama. «Ella no puede tardar.»

Estaba firmado por Shamael Adamson.

Capítulo III. El traidor que espera

Durante el viaje a Lisboa, Holmes me puso en antecedentes. Me contó su visita a Crowley, y también alguna cosa más. Me habló de conspiraciones, de planes ocultos en otros planes.

– Sé que ya sabes mucho de todo esto -me dijo-. Después de todo, estabas conmigo cuando Wiggins, o la cosa que lo poseía, intentó usar el Necronomicon. Así que no creo que te resulte sorprendente si te digo que Wiggins no estaba solo en su empeño.

Recordé a Von Bork, el espía alemán, pero tenía la sensación de que Holmes no se refería a ese tipo de aliados. Sus siguientes palabras me lo corroboraron. Fue así cómo me enteré de lo ocurrido en Portugal diecisiete años atrás, y de las cosas que habían sucedido mientras nosotros estábamos en España persiguiendo aquel libro escrito por un árabe loco al que, sin embargo, el mundo entero parecía empeñado en hacer caso.

– El último capítulo de esta historia se acerca… al menos hasta que comience el próximo -dijo-. Estamos en medio de una batalla que no tiene final, William. Somos un fragmento no muy grande de una historia mucho mayor. Y sí, quizá nuestra parte esté llegando a su último capítulo, o al menos la mía, pero la historia seguirá.

No respondí. Al igual que me había ocurrido en nuestra persecución del Necronomicon, me encontraba atrapado. Dudar de lo que me decía Holmes me resultaba inconcebible, pero al mismo tiempo era incapaz de creer las cosas que me contaba. Como hacía siempre, el detective aceptó mi lucha con un encogimiento de hombros, convencido de que sólo podía terminar de una manera. Fuera cierto o no lo que me contaba, que él le diera importancia era suficiente para mí.

Su imperturbable confianza me irritaba, como él sabía bien, pero eso no cambiaba el resultado.

En Lisboa nos estaba esperando un hombrecillo de poco más de metro y medio de altura, de rostro aniñado y modales bruscos que se presentó como John. No habló mucho con nosotros, más allá de lo necesario para confirmar nuestra identidad, y luego nos llevó a un automóvil aparcado no muy lejos de allí.

Entonces nos miró y vi que parecía avergonzado de algo.

– Conduzcan ustedes. Yo les indicaré el camino -dijo.

Sin esperar respuesta, ocupó el asiento junto al del conductor. Intercambié una mirada con Sherlock Holmes y éste me indicó con un gesto lo que debía hacer. Así que me senté tras el volante y arranqué el coche.

Pronto salíamos de Lisboa en dirección al norte. La carretera, si es que se la podía llamar así, estaba en un estado lamentable, y serpenteaba por la accidentada costa como si hubiera sido construida por borrachos.

Al fin llegamos al lugar al que nos dirigíamos. Caía la tarde, y faltaba poco para que fuera de noche. Me di cuenta de que a lo lejos, en el océano, se estaba gestando una tormenta y de que tenía aspecto de venir en nuestra dirección.

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