Está aquí, dónde si no.
Es parte de mí. Dice que mi mejor parte, pero a menudo me pregunto si tendré realmente una parte mejor.
No soy más que un amasijo de recuerdos torturados que gira alrededor de sí mismo sin parar y que no encuentra el camino a casa.
Puertas cerradas. Caminos que no llevan a ninguna parte.
Eso ha sido mi vida. Un cúmulo de caminos que morían antes de haber llegado a parte alguna.
Un niño abandonado en la calle. Un pilluelo al servicio de un detective. Un policía, un cazador. La presa que perseguía.
Todo eso y más.
Pero nada es suficiente.
Porque ahora no soy nada, y nada de cuanto he hecho tiene el menor sentido.
Oigo una voz que me dice que eso no es cierto. Que el fracaso actual no es más que el preludio del éxito futuro.
Pero esa voz ya no tiene poder sobre mí. Ahora que no soy más que una sombra que gira alrededor de un abismo que se niega a abrirse, la cosa que me invadió, unió mi mente dividida y trató de apoderarse de ella ya no dirige mis acciones.
Quizá porque ya no tengo acción alguna que dirigir a ninguna parte.
Quizá porque no la he tenido nunca.
Recuerdo cómo eran las cosas antes.
He visto mil mundos. Navegado por millones de realidades. He entrado en cientos de mentes, poseído tantos cuerpos que ya no consigo recordarlos. A veces me pregunto cuál fue mi cuerpo original, pero la pregunta carece de sentido.
Recuerdo haber sido un erudito inquieto en una biblioteca de proporciones infinitas. A lo lejos, las selvas púrpura se degradaban rápidamente bajo el manto de una lluvia brumosa. Enormes sillares de piedra, medio consumidos por el tiempo, sostenían el mundo sobre nosotros.
Y abajo, esperando, dormían los Primeros en su sueño de muerte. Recuerdo haber llenado mis alas con el viento solar y haberme lanzado al espacio, uno más en una migración de millones. Recorríamos la distancia entre las estrellas, medio despiertos medio dormidos, nos alimentábamos de luz y nos enraizábamos en planetas medio helados que nos daban el sustento necesario.
Y a lo lejos, más allá de la frontera, dormían los Primeros en su sueño de muerte.
Recuerdo un paisaje siempre cambiante, rojo sobre rojo, tan ardiente que el corazón de una estrella parecía helado en comparación. Recuerdo mundos en los que no había sonido; lugares a los que la luz no llegaría jamás; planetas muertos antes de nacer y un silencio sólo roto por un llanto lejano que no se repetía.
Y esperando, siempre una vuelta más allá, a una esquina de distancia, dormían los Primeros en su sueño de muerte.
He sido… todo. Y no soy nada.
Dediqué mi vida a despertar a los Primeros, a devolver al multiverso a su estado inicial, a desencadenar sobre él a sus antiguos dueños.
No me pregunto para qué. «Para qué» es una pregunta carente de sentido.
Es lo que hago, lo que siempre he hecho. Para eso he nacido.
El libre albedrío no es más que una ilusión humana. Una mentira sin la cual no pueden vivir. Un espejismo inalcanzable.
Y los Primeros siguen esperando, dormidos, soñando con la muerte, agitándose a veces y entreabriendo los ojos, sin saber dónde o cuándo están, porque cuando ellos gobernaban no había ni dónde ni cuándo.
Recuerdo…
Pero no soy yo quien recuerda.
Aunque sí lo soy.
Hay demasiada gente aquí dentro, me digo. Somos demasiados para ser tan sólo uno.
Oigo una risa. Quizá es la mía.
Me doy cuenta, de pronto, de que la criatura que me habita no tiene nombre alguno, que jamás lo ha necesitado.
«Yo» es una palabra que para él carece de sentido.
Extraño, comprender eso ahora, precisamente ahora.
El todo es lo que importa, me dice, la mente única de la que forma parte. ¿Acaso piensan en «yo» las neuronas individuales de tu mente humana?, me pregunta.
Quizá lo hacen, respondo.
Con sorpresa, descubro que se ha quedado sin palabras.
Estoy solo.
Y esto está tan malditamente superpoblado. Somos demasiados.
No somos suficientes.
Esperamos.
Tarde o temprano, los otros dos abandonarán sus cuerpos humanos y serán atraídos hasta aquí. Y entonces, juntos los tres, podremos abrir esa puerta que ahora permanece cerrada. Volveremos a casa.
Pero, ¿es eso lo que quiero hacer?
Y, aunque una parte de mí intenta responder que sí, al final guarda silencio.
Eso es cuanto hay a mi alrededor.
Silencio.
Y mis pensamientos sólo lo hacen más intenso. Silencio.
El resto es silencio.
Tercera parte. La otra aventura de la Boca del Infierno
Capítulo Primero. El último de la estirpe
El niño era un monstruo y, gracias a Dios, no vivió mucho tiempo. He visto la suficiente muerte y miseria en mis años al servicio secreto de Su Majestad, las suficientes deformidades, físicas y morales, para que aquello no me afectara demasiado, aun tratándose de mi propio hijo.
No fue la muerte de aquella criatura extraña que había salido del vientre de mi mujer y que había sido generada por mi simiente lo que me llevó al lugar donde me encontraría Sherlock Holmes poco después. Y, al principio, tampoco pareció que la noticia de que Carmen no podría tener más hijos me afectase demasiado. Nunca he sido un fanático de la paternidad, lo confieso, y había accedido a tener descendencia más por ella que por mí.
Eso pensaba hasta aquel día.
Al principio, como mucho, enarqué una ceja ante la noticia. Procuré consolar a Carmen, pero lo hice de un modo distraído, como pensando en otra cosa, si bien no soy capaz de recordar en qué. Luego abandoné el hospital y, durante varias horas, no recuerdo lo que hice.
Es posible que me pasara buena parte del tiempo rememorando cómo nos habíamos conocido, en medio de la Guerra Civil española, cuando ella nos sirvió de chófer a Holmes, Rick y a mí hasta dejarnos en las cercanías de Toledo. Sí, quizá recordaba aquella noche en el sótano secreto bajo el Alcázar, tal vez el modo en que ella me cuidó después de que una bala me alcanzase en el hombro. Por qué no. Quién sabe si no me tiré varias horas pensando en sus ojos azules siempre al borde del llanto y su gesto terco, casi agresivo, su ternura secreta y la forma en que me miró cuando nos separamos, aparentemente para siempre. Quién sabe si no le di vueltas una y otra vez a la forma en que nos habíamos vuelto a encontrar gracias a Sherlock Holmes.
Es posible.
Lo sí que es cierto es que Sherlock Holmes me encontró en una callejuela junto a un tugurio infecto, a punto de reventar por el alcohol que había ingerido y medio desparramado sobre mis propios vómitos. Dice que estaba llorando. Y que balbuceaba algo entre dientes. Nunca ha querido decirme qué. Temblaba, a medida que el calor artificial del alcohol iba escapando de mi cuerpo y el frío de aquella húmeda mañana de finales de noviembre iba entrando en él.
Sin una palabra, cargó con mi cuerpo hasta su coche y me llevó a Baker Street. Allí se ocupó de mí: me lavó, me vistió y se las arregló para que tomase un poco de sopa caliente. Durante ese tiempo, sus facciones no se inmutaron y, de no conocerlo como lo conocía, podría haber pensado que hacía eso igual que podía estar haciendo cualquier otra cosa, de un modo mecánico, sin poner en ello el corazón.
Pero sabía que no era así. Incluso en mi estado de estupor podía ver el brillo triste que a veces asomaba a sus ojos. Lo extraño es que estaba convencido de que Holmes se culpaba a sí mismo por mi estado. Aún hoy lo sigo pensando.
Me dejó dormir hasta bien entrada la mañana siguiente. Luego me despertó, me hizo levantarme y asearme y, tras obligarme a desayunar, me llevó de vuelta al hospital. Se detuvo en la puerta y me indicó que entrara con un gesto seco:
Читать дальше