– Sí -asintió Chen con la cabeza, llevándose la taza a los labios.
– Puede que el trabajo de un policía de barrio no tenga mucha importancia en los noventa -observó Fan mientras desmenuzaba el mo en trozos muy pequeños, como si fueran partes de su memoria-, sin embargo, a principios de los sesenta, cuando la llamada de Mao a la lucha de clases resonaba por todo el país, el puesto implicaba mucha responsabilidad. Cualquier individuo podía ser un enemigo de clase que maquinara en secreto para sabotear nuestra sociedad socialista, sobre todo en este barrio. Un número considerable de vecinos estaban clasificados como «ciudadanos negros». Después de 1949, algunas de estas familias fueron expulsadas por su conexión con los nacionalistas, y sus casas fueron ocupadas por familias de clase obrera. De todos modos, algunas familias tenían vínculos tanto con el régimen antiguo como con el nuevo, así que conservaron sus mansiones. Como los Ming.
– ¿Qué pasó con los Ming?
– Conservaron su mansión porque el patriarca, un banquero influyente, había denunciado a Chiang Kai-shek a finales de los años cuarenta. Así que los comunistas lo consideraron un «personaje democrático patriótico» y no se apoderaron de su fortuna. Su hijo, que era profesor en el Instituto de Música de Shanghai, se casó con Mei, una violinista que también daba clases allí. Tuvieron un hijo, Xiaozheng. Llevaban una vida acomodada en el interior de la mansión, por lo que sus vecinos de clase obrera no dejaban de protestar. Como policía de barrio, tuve que prestarles más atención que a los demás.
»Las cosas cambiaron radicalmente cuando estalló la Revolución Cultural. El viejo murió de un infarto, lo que, de hecho, le evitó todas las humillaciones. Pero su familia no tuvo tanta suerte. El marido de Mei fue interrogado y encerrado en una celda de aislamiento. Lo acusaron de ser un agente secreto al servicio de Gran Bretaña por haber cometido el delito de escuchar la BBC. No pudo soportarlo y se ahorcó.
»Después requisaron su casa. Llegaron varias familias y ocuparon las habitaciones como si fueran suyas. Obligaron a los Ming, ahora sólo Mei y su hijo, a instalarse en el desván que había sobre el garaje, en lo que era antes la vivienda de los criados.
– ¿Y nadie hizo nada al respecto? -preguntó Chen, pero de inmediato se percató de lo absurdo de su pregunta. Su familia también había sido expulsada de su piso de tres dormitorios a principios de la Revolución Cultural.
– ¿No recuerda una cita popular del presidente Mao? «Hay miles de argumentos a favor de la revolución, pero el principal es éste: la rebelión está justificada.» Quedarse con las propiedades de los ricos se consideraba una actividad revolucionaria.
– Sí, lo recuerdo. Los Guardias Rojos también vinieron a mi casa. Disculpe la interrupción, camarada Fan. Continúe, por favor.
– En el tercer año de la Revolución Cultural, apareció en la tapia del jardín de los Ming un eslogan contrarrevolucionario, o algo parecido, dividido en dos partes. Una era «Abajo» y la otra «el presidente Mao». Posiblemente las escribieron dos niños en momentos distintos, pero al estar una al lado de la otra parecía que formaran una sola frase. Una cosa así bastaba para convertir a los propietarios de la mansión en posibles sospechosos. Naturalmente, debido a la lucha de clases la atención se centró en la familia Ming, la única clasificada como «negra» según el sistema de clases. Y sobre todo en el chico. Nadie pudo demostrar que lo hubiera escrito él, pero nadie pudo demostrar tampoco que no lo hubiera hecho.
»Entonces se formó un grupo de investigación conjunta, compuesto por miembros del comité vecinal y de la Escuadra de Mao que se había enviado al instituto de Mei. Encerraron al chico, solo, en el cuarto trasero del comité vecinal. Era lo que entonces se denominaba interrogatorio en aislamiento, un tipo de interrogatorio muy eficaz para quebrar la resistencia de los enemigos de clase. De hecho, el marido de Mei se suicidó tras una semana de interrogatorio en aislamiento.
»A Mei la aterrorizaba que el hijo siguiera los pasos del padre. Durante varios días se dedicó a implorar ayuda a todo el mundo, como una mosca sin cabeza. Incluso vino a hablar conmigo, pero yo no pude hacer nada. En aquella época, la comisaría del distrito había sido tomada prácticamente por los rebeldes. ¿Y qué podía hacer un policía de barrio?
»Hasta que un día, a primera hora de la tarde, de repente liberaron al chico. Dijeron que no habían encontrado pruebas determinantes en su contra, ni tampoco testigos. Además, le había entrado una fiebre muy alta en el cuarto trasero, y el guardia que estaba de servicio no quiso cuidarlo. Así que se marchó derecho a casa, pero, al abrir la puerta, fue como si hubiera visto a un fantasma. Se dio la vuelta y huyó despavorido, gritando como un poseso. Su madre salió a toda prisa tras él, completamente desnuda. Tropezó y cayó rodando escaleras abajo.
»Puede que el niño la hubiera oído caer, o puede que no, pero la cuestión es que no volvió atrás. Salió corriendo a la calle, y después siguió corriendo como un loco hasta llegar a aquel despacho trasero…
– Es muy raro -observó Chen-. ¿Habló usted con los vecinos de Mei después de lo ocurrido aquella tarde?
– Sí, con varios de ellos -respondió Fan-. En concreto con Tofu Zhang, un vecino del edificio, que casualmente estaba en casa aquella tarde. Aún dormía después de haber hecho el turno de noche, hasta que lo despertó un sonido sobrecogedor. Bajó de la cama de un salto y vio a Mei corriendo desnuda y llamando a su hijo. Zhang no vio al chico, y supuso que su madre habría tenido una pesadilla. Pero entonces Mei cayó rodando por las escaleras y se golpeó la cabeza contra el suelo. Zhang pensó en salir a ayudarla, pero vaciló. Se acababa de casar y su mujer, que era muy celosa, podría haber reaccionado como una tigresa al ver a Zhang junto a una mujer desnuda. Así que cambió de idea y cerró la puerta.
»Nadie acudió a ayudarla hasta unas dos horas después. Murió aquel mismo día, sin recobrar el conocimiento.
»El chico estuvo una semana enfermo, delirando de fiebre, hasta que algunos vecinos compasivos consiguieron ingresarlo en un hospital. Cuando se recuperó tuvo que volver al desván vacío, donde sólo le esperaba la fotografía de su madre en un marco negro. Le costó comprender lo que había sucedido, pero acabó dándose cuenta de que de nada serviría preguntar.
– ¿Nadie de la comisaría del distrito investigó las circunstancias de la muerte de Mei? -volvió a interrumpir Chen.
– No, en aquella época a nadie le extrañó la muerte de una mujer procedente de una familia «negra». Un accidente, concluyó el comité vecinal. Intenté hablar con el chico, pero no quiso decirme nada.
El camarada Fan suspiró mientras partía los últimos trozos de mo. Los volvió a meter en el cuenco y se frotó las manos.
Fan le había ofrecido un relato más detallado de las circunstancias que rodearon la muerte de Mei, pero no había añadido ningún dato nuevo o importante.
Chen tenía la sensación de que Fan se callaba algo. Sin embargo, un policía viejo y experimentado como Fan sabía muy bien lo que debía y lo que no debía decir, y Chen no podía hacer nada al respecto.
¿Era posible que Fan también hubiera admirado a Mei en secreto? Por el momento, Chen decidió no hacer ningún comentario y acabó de desmenuzar su mo. El camarero se llevó los dos cuencos a la cocina. Una anciana pasó junto a su mesa, agitando una ristra de cuentas ante los dos hombres.
– Me han dicho que, en su juventud, Mei fue una mujer despampanante -explicó Chen-. ¿Sabe si tenía algún admirador o algún amante?
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