Toda la información que había recopilado sobre ese niño le volvía a la memoria. Tenía un móvil, conocía el vestido y sabía ciertos detalles escabrosos sobre la vida de su madre.
Eso explicaría muchas cosas: la venganza contra Tian y Jazmín, la copia exacta del vestido, el lugar donde arrojó el primer cadáver…
Pero ¿qué clase de hombre era ahora? Ni el profesor Xiang ni la camarada Weng sabían demasiado acerca de él. Sin embargo, no se había esfumado. Había vuelto para vender la Antigua Mansión por razones más que comprensibles.
Todo encajaba en el perfil psicológico que Chen había estado analizando con Yu: el asesino era un hombre solitario traumatizado en su infancia, posiblemente durante la Revolución Cultural, y tal vez muy unido a su madre…
Otra camarera entró en la habitación. Llevaba un delantal en el que había dibujada una bolsa de palomitas. La camarera colocó un pequeño cesto de palomitas sobre la mesita baja. Chen sacó un billete de diez yuanes.
– Son cincuenta.
– Está bien. -El inspector intentó comportarse como un buen cliente y sacó la cartera. Por el momento le gustaría serlo, porque se le acababa de ocurrir otra explicación para el caso en aquella habitación. Puso un billete de cien yuanes sobre la mesa y le indicó a la camarera que se fuera.
– Gracias, señor. Antes era modelo, pero es una profesión que sólo dura tres o cuatro años.
A su regreso, Jade Verde miró a la camarera de las palomitas como si fuera un intruso extraterrestre, hasta que la chica se dio la vuelta y salió apresuradamente.
– Lo siento -se disculpó Jade Verde-. ¿Puedo tomar otro zumo?
El camarero trajo la bebida, junto a otra bandeja de fruta. Quizá fuera algo habitual en ese establecimiento. El camarero ni se molestó en consultárselo.
Eso lo preocupó. Las pequeñas cantidades iban aumentando, aunque no tenía que preocuparse por los servicios extra, como tampoco debían preocuparlo «la lluvia y las nubes» que antes había citado Jade Verde. La muchacha empezó a pelarle una naranja.
Chen se disculpó, y salió al pasillo para ir al cuarto de baño que estaba en un rincón. Tras entrar en el baño y cerrar la puerta, Chen contó el dinero que le quedaba en la cartera. Todavía tenía unos novecientos yuanes. Debería bastar para esa noche, pero no quería volver enseguida junto a la prostituta. Necesitaba aclarar sus ideas, y le costaba hacerlo con Jade Verde en la habitación, y las camareras entrando y saliendo constantemente.
Entonces se fijó en que alguien le pasaba bajo la puerta un plato blanco con una toalla caliente, posiblemente la encargada de los servicios arrodillada en el suelo. Chen sintió asco. Abrió la puerta de un empujón, dejó unas cuantas monedas en un cuenco blanco que reposaba sobre el lavabo y se fue.
Cuando Chen se sentó en el sofá del reservado, Jade Verde se inclinó para meterle gajos de mandarina en la boca con sus dedos largos y finos, mientras la luz de la vela parpadeaba sin cesar desde su contenedor en forma de animal.
– ¿Dónde va a pasar la noche? -preguntó ella en voz baja-. Es muy tarde. La niebla es espesa y la calle está resbaladiza. No se vaya. La verdad es que casi nadie sale de aquí a estas horas.
El comentario le trajo ecos de un poema de la dinastía Song, sobre la cita entre el decadente emperador y una delicada cortesana.
Al ver que Chen no respondía, Jade Verde le tomó la mano y se la puso en el muslo, desnudo y suave.
– Lo siento, me tengo que ir, Jade Verde -se disculpó Chen-. Por favor, dame la cuenta. Ha sido una noche estupenda, gracias.
– Si se empeña -respondió ella-. Podría darme la propina ahora.
Después de pagarle sus trescientos yuanes, Jade llamó a un camarero para que trajera la cuenta.
Tras echarle un vistazo se percató enseguida del problema. Un vaso de zumo de frutas costaba cien yuanes. Jade había tomado dos. Además de su té, ciento veinte. Las dos bandejas de fruta costaban doscientos cincuenta cada una. También debía pagar los cuatro platillos de frutos secos que había sobre la mesa, a ochenta yuanes cada uno. Y el servicio llevaba un recargo de un veinte por ciento. En total, la cuenta ascendía a mil trescientos yuanes.
Era una estafa. Pero no estaba en situación de protestar, dada su profesión. Si se identificaba como inspector jefe tal vez le permitieran irse sin pagar lo consumido durante la noche, pero los rumores que sin duda circularían le costarían mucho más.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Jade Verde.
– Lo siento muchísimo, Jade Verde, no llevo suficiente dinero encima.
– Veamos, ¿cuánto tiene?
– Unos novecientos… Seiscientos después de la propina.
– No se preocupe. No le matarán si realmente no tiene dinero suficiente -le susurró la chica al oído-. Pero debe decir que sólo me ha pagado cien yuanes.
Probablemente era la razón por la que había querido que Chen le pagara la propina primero. Una chica con experiencia, pensó Chen, mientras un hombre corpulento entraba en la habitación.
– Es el director Zhang -explicó Jade Verde.
– Lo siento, es mi primera vez, director Zhang. No llevo suficiente dinero encima. -Chen sacó todo su dinero y lo puso sobre la mesita baja.
– ¿Cuánto tiene? -preguntó Zhang sin contar el dinero.
– Unos seiscientos -respondió Chen-. Traeré setecientos la semana que viene. Le doy mi palabra.
– ¿Te ha dado la propina? -Zhang se dirigió a la chica con el ceño fruncido.
– Sí, cien yuanes -respondió Jade Verde. Y añadió-: Sólo ha estado aquí dos o tres horas. Y tuve que irme con Oso Marrón bastante tiempo.
– ¿Lleva tarjeta? -preguntó Zhang.
– ¿Qué clase de tarjeta?
Chen no pensaba dársela, ni como policía ni como poeta.
– Tarjeta de crédito.
– No, no tengo.
Para sorpresa de Chen, Zhang echó un vistazo al dinero que había sobre la mesa, cogió dos billetes de veinte yuanes y se los devolvió a Chen.
– Es su primera vez -explicó Zhang-. Esos platillos corren por cuenta del club esta noche. Y también las bandejas de fruta. Necesita dinero para el taxi, jefe. Estamos en invierno y esta noche hace mucho frío.
Fue como una especie de anticlímax. Quizás era beneficioso para el negocio dejar que un cliente se marchara así. Sin embargo, no era momento de buscarle una explicación a su suerte.
– Muchísimas gracias, director Zhang.
– He visto a mucha gente -respondió Zhang-. Usted es diferente, lo sé. Si la colina no se mueve, el agua se mueve. Si el agua no se mueve, el hombre se mueve. ¿Quién sabe? Puede que volvamos a encontrarnos algún día.
Zhang lo acompañó hasta el ascensor. Se abrió la puerta y salió un cliente rezagado. Unas cuantas chicas se apresuraron a ofrecer sus servicios al nuevo invitado con un cascabeleo de risas. Chen vio a Jade Verde entre ellas, corriendo descalza.
Ella ni lo miró.
– Venga otra vez, jefe -dijo Zhang mientras se cerraba la puerta del ascensor-. Puede que le sea más fácil encontrar un taxi en el cruce de las calles Hengshan y Gaoan.
Al salir a la calle, Chen no paró ningún taxi.
Eran casi las cuatro. Pensó en un proverbio: «Lleno de alegría, la noche es corta». No estaba seguro de haberlo pasado bien en el club, pero el tiempo había transcurrido deprisa allí dentro.
La noche era fría, aunque ya tocaba a su fin. Las ideas tan estimulantes que se le habían ocurrido mientras estaba dentro del club parecían haberse enfriado un poco con el viento.
Algunos de los detalles del caso encajaban, otros no.
El encuentro en un par de horas con el policía de barrio jubilado sería decisivo.
Después, Chen investigaría el pasado del hijo de Mei, empezando por el documento de la venta de la Antigua Mansión, en el que el vendedor, como heredero de la casa, tuvo que firmar con su nombre, y quizá proporcionó más información.
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