– En primavera -dice, y roza mi mejilla con la mano. Esboza una amplia sonrisa y prosigue en voz baja-: ¿Quieres ver el piso de mis padres, Mirja? Está a la vuelta de la esquina. Hoy no están en casa, pero aún tengo ahí mi antigua habitación…
Asiento y me levanto de la silla.
Hacemos el amor por primera y última vez en la antigua habitación infantil. La cama es demasiado pequeña, así que ponemos el colchón en el suelo y nos tumbamos en él. El apartamento está en silencio, pero nosotros lo inundamos con el sonido de nuestra respiración. Al principio, me aterra que puedan llegar sus padres, pero al rato me olvido de ellos.
Markus está ansioso, pero sin embargo es cuidadoso. Creo que también es su primera vez, aunque no me atrevo a preguntar.
¿Soy lo suficientemente precavida? En absoluto. No utilizo ninguna protección: lo que está pasando es algo que nunca me hubiera imaginado que sucedería. Y justo por eso es tan maravilloso.
Media hora después, nos separamos en la calle. Es una breve despedida; el frío es cortante; al final nos damos un torpe abrazo a través de las capas de ropa.
Markus se vuelve al apartamento para hacer el equipaje antes de cruzar el estrecho en ferry, y yo me dirijo a la estación de autobuses para regresar al norte.
Estoy sola, pero aún siento su calor dentro de mí.
Me hubiera gustado coger el tren, pero ha dejado de funcionar. No me queda más remedio que subir al autobús.
Entre los pasajeros reina un ambiente sombrío, aunque a mí me viene bien. Me siento como un farero camino de su medio año de trabajo en el fin del mundo.
Ya está oscuro cuando bajo del autobús al sur de Marnäs, y el viento es gélido. En la tienda de Rörby compro comida para Torun y para mí y luego me dirijo a casa por la carretera de la costa.
Cuando llego al camino de ludden veo unas nubes gris pizarra sobre el mar. Se aproxima la tormenta y acelero el paso. Cuando llegue la nevasca tengo que estar dentro de casa, si no, me puede pasar lo que a Torun en la ciénaga. O incluso algo peor.
Al llegar, todas las ventanas están oscuras, pero en la pequeña habitación de Torun y mía brilla una cálida luz amarilla.
Justo antes de entrar a saludar a mi madre, veo con el rabillo del ojo que algo parpadea abajo en la playa.
Vuelvo la cabeza para mirar; son los faros, que se encienden con la llegada de la noche.
El faro norte también, y alumbra con una luz blanca constante.
Dejo las bolsas de comida en la escalera y cruzo el patio para bajar a la playa. El faro norte sigue iluminado.
Mientras tengo la vista fija en la torre, de repente algo pasa volando por el suelo, un objeto claro y alargado.
Antes de que eche a correr para alcanzar el rollo, adivino qué es.
Un lienzo. Uno de los cuadros de nevasca de Torun.
– ¿Ya has vuelto a casa, Mirja? -grita una voz de hombre-. ¿Dónde te has metido?
Me doy la vuelta. Es Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas, que se acerca caminando hacia mí por el patio. Viste su reluciente impermeable y lleva en los brazos una buena cantidad de lienzos de Torun: veinte o treinta.
Recuerdo sus palabras: «Todo esto es negro y gris. Solo una mezcla de colores oscuros…, parece mierda».
– Ragnar -digo-. ¿Qué haces? ¿Adónde vas con los cuadros de mamá?
Pasa a mi lado, sin detenerse, y responde:
– A la playa.
– ¿Qué has dicho?
– No hay sitio para ellos -responde a gritos-. Me he quedado con el almacén de la casa. Guardaré ahí las nasas.
Lo miro horrorizada, y luego veo de nuevo la fantasmal luz blanca del faro norte. Le doy la espalda al mar y al viento y me apresuro a volver a casa, a Torun.
El viento que azotaba la costa había alcanzado la categoría de tempestad. Las fuertes rachas zarandeaban el coche y Tilda tenía que sujetar el volante con fuerza.
«Una tormenta de nieve», pensó.
A la luz de los faros los torbellinos de nieve se elevaban desde la carretera como una espiral en blanco y negro. Redujo la velocidad y se inclinó hacia el parabrisas para poder distinguir el camino.
La nevada parecía cada vez más un espeso humo blanco que se arremolinaba sobre la costa. Se formaban taludes de nieve por todas partes donde esta podía fijarse, y rápidamente iban convirtiéndose en murallas.
Tilda sabía lo deprisa que podía suceder todo. La tormenta de nieve transformaba el lapiaz en un desierto blanco y helado y volvía las carreteras de la isla intransitables para los coches. Hasta las motos de nieve se hundían en ella y se quedaban atascadas en los taludes.
Se dirigía al norte, y Martin aún la seguía. No se rendía, pero Tilda se obligaba a no pensar en él, y a concentrarse en la carretera.
Montones de nieve la cubrían y a las ruedas les costaba agarrarse al asfalto. Era como conducir sobre algodón.
Miró si se veían las luces de algún coche en sentido contrario, pero más allá de la nieve todo estaba gris.
Cuando se hallaba a la altura de la ciénaga, la carretera desapareció en un torbellino de nieve, y Tilda buscó en vano las señales del arcén. Pero o habían salido volando con el viento o bien no las habían puesto.
Por el espejo retrovisor vio que el coche de Martin se acercaba al suyo, y, en parte, por eso cometió el error. Se quedó mirando un segundo de más y no advirtió la curva que aparecía en la oscuridad. Cuando la vio, ya era demasiado tarde.
Al ver que el camino torcía a la derecha dio un volantazo, pero no giró lo suficiente. De repente, las ruedas delanteras se hundieron en la nieve y el coche patrulla se detuvo con una brusca sacudida.
Un segundo después, sintió un golpe aún más fuerte, y oyó el sonido de cristales rotos. El vehículo fue empujado hacia delante y se detuvo, hundiéndose en la cuneta de la ciénaga.
Martin había chocado con ella.
Tilda enderezó lentamente la espalda. No parecía que se hubiese hecho daño en las costillas ni el cuello.
Aceleró para intentar regresar de nuevo a la carretera, pero las ruedas traseras patinaban por la nieve.
– ¡Mierda!
Apagó el motor y procuró calmarse.
Por el retrovisor, vio que Martin abría la puerta de su coche y se apeaba. El viento lo hizo tambalearse.
Tilda también abrió la puerta.
La tormenta rugía a lo largo de la carretera, y el paisaje gris oscuro de alrededor le recordó el cuadro de la nevasca que colgaba en ludden. Al bajarse del coche, el viento la empujó como si quisiera arrastrarla a la ciénaga, pero ella opuso resistencia y avanzó pegada al vehículo.
Este tenía las ruedas delanteras profundamente hundidas en la cuneta, mientras que la rueda trasera derecha se levantaba en el aire. La nieve había comenzado a amontonarse contra las puertas.
Tilda avanzó como pudo hasta Martin pegada al coche, mientras con una mano se sujetaba la gorra para que no se fuese volando.
Finalmente, había decidido cómo tratarlo: ni como a su antiguo profesor, ni como a su ex amante, sino como a una persona normal: un civil.
– ¡Conducías demasiado cerca! -exclamó a través del viento.
– Y tú has frenado en seco -le respondió él.
Ella negó con la cabeza.
– Nadie te ha pedido que me siguieras, Martin.
– Tienes radio en el coche -dijo este-. Llama a una grúa.
– No me digas lo que debo hacer.
Le dio la espalda, pero sabía que él tenía razón. Llamaría, aunque seguramente esa noche todas las grúas estarían ocupadas.
Martin entró en el Mazda y haciendo un gran esfuerzo Tilda volvió al calor y al relativo silencio del coche patrulla. Una vez dentro, llamó por radio a Borgholm por segunda vez: en esa ocasión recibió una respuesta entrecortada en el altavoz.
– ¿Central? -dijo ella-, aquí uno, dos, uno, siete; cambio.
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