Al cabo de un rato, se vio obligado a descansar cada dos pasos.
Las olas, cada vez más altas, rompían la delgada capa de hielo de la playa. Henrik escuchaba el creciente ruido sordo, pero ya no podía ver el mar: no podía ver nada en ninguna dirección.
El dolor de la herida se había atenuado. Quizá el viento helado calmaba la hemorragia, pero al mismo tiempo sentía como si, lentamente, todo su cuerpo se adormeciera.
Comenzaba a perder la conciencia: a veces la sentía tan lejos que parecía flotar junto a su cuerpo.
Henrik pensó en Katrine, la mujer que se había ahogado en ludden. Se había sentido a gusto acuchillando y arreglando los suelos con ella. Era bajita y rubia, como Camilla.
Camilla .
Recordó el calor de su cuerpo cuando estaban en la cama. Pero ese pensamiento se esfumó enseguida con el viento.
Era demasiado tarde para retroceder hasta el cobertizo de Enslunda, y ya ni siquiera sabía dónde se encontraba. ¿Y dónde estaban los jodidos faros? Miró de soslayo para evitar el viento, y a lo lejos vislumbró una débil luz titilante.
Inspira, avanza, espira.
Poco después, llegó un fuerte estruendo desde el mar que lo detuvo en mitad de un paso. El viento arreciaba, aunque pareciese imposible.
Henrik cayó de rodillas y el hacha se hundió en la nieve, pero la recogió haciendo un gran esfuerzo y consiguió guardarla, la empuñadura primero, en el interior de su anorak. La tenía reservada para los hermanos Serelius y no podía perderla.
Gateó rumbo al norte, o en la dirección que él consideraba el norte. No podía hacer nada más; si se detenía a descansar en la tormenta, no tardaría en morir.
«Los ladrones merecen que los azoten -casi podía oír decir a su abuelo-. Solo sirven como fertilizante y comida para peces.»
Henrik negó con la cabeza.
No, el abuelo Algot siempre había podido confiar en él. A los únicos que había engañado habían sido su profesor, algunos amigos, sus padres y John, el jefe de la empresa. Y a los propietarios de las casas. Y a Camilla, claro, a ella le había mentido bastante cuando vivían juntos y al final acabó cansándose de él.
Un destornillador en la barriga, quizá eso era lo que se merecía.
De repente, algo lo golpeó por detrás. Henrik se asustó antes de comprender que solo eran largas cañas sacudidas por el viento.
Se detuvo, cerró los ojos y se acurrucó en la ventisca. Si se relajaba y dejaba de luchar pronto se quedaría entumecido por completo, el estómago y el resto del cuerpo.
¿La muerte era fría o caliente? ¿O templada?
En algún lugar de su cabeza estaban los hermanos Serelius y su amplia sonrisa. Eso lo animó a proseguir la marcha.
Joakim oía el ulular del vendaval sobre el inmenso tejado del establo. Sintió la fuerza del viento a través de las vigas de madera y el amianto, aunque él se hallaba fuera de su alcance.
Unos minutos antes había subido por la escalera hasta la habitación del altillo.
Allí todo era tranquilidad. El alto techo inclinado producía el efecto de que se entraba en una capilla.
Las pilas de la linterna casi se habían agotado, pero aun así, podía distinguir los antiguos bancos de iglesia en la penumbra. Y todos los viejos objetos que había sobre ellos.
En aquella habitación se rogaba por las almas de aquellos que habían muerto en ludden, allí se reunían por Navidad.
Joakim lo sabía. ¿Acudirían aquella noche o la siguiente? No importaba, se quedaría allí y esperaría a Katrine.
Recorrió despacio el estrecho pasillo entre los bancos y observó las pertenencias de los muertos.
Se detuvo junto al primer banco y alumbró la chaqueta vaquera pulcramente doblada.
La había dejado donde la encontró: apenas se había atrevido a tocarla. Se había llevado a la cama el libro escrito por Mirja Rambe, y había empezado a leerlo, pero no quería guardar la chaqueta de Ethel dentro de casa. Tenía miedo de que Livia comenzara a soñar de nuevo con su tía.
Alargó la mano y tocó el desgastado tejido vaquero, como si el tacto le pudiera dar respuesta a todas sus preguntas.
Al coger una de las mangas, algo crujió y cayó al suelo.
Se trataba de un pequeño papel.
Se agachó, lo recogió, y vio una sola frase. A la débil luz de la linterna, Joakim leyó el texto completo, escrito con fuerza sobre el papel:
PROCURA QUE LA PUTA DROGADICTA DESAPAREZCA
Retrocedió despacio con la nota en la mano.
La puta drogadicta .
Leyó las seis palabras del trozo de papel y comprendió que no era un mensaje para Ethel. Iba dirigido a Katrine y a él mismo.
Procura que la puta drogadicta desaparezca .
Aunque Joakim nunca lo había visto.
El papel no tenía manchas de humedad y la tinta era negra y clara, así que la nota no estaba en la chaqueta cuando Ethel cayó al agua.
Comprendió que había sido colocado allí más tarde. Seguramente, Katrine lo había puesto tras recibir la chaqueta de la madre de Joakim.
Recordó las tardes en que su hermana les gritaba en la calle, frente a Åppelvillan. A veces, él había visto cómo se apartaban las cortinas de la casa del vecino. Cómo observaban a Ethel unos ojos con rostros asustados.
Un papel con una exhortación de los vecinos. Lo más probable era que Katrine la hubiera encontrado un día en el buzón cuando estaba sola en casa; la habría leído y habría comprendido que la situación no podía prolongarse. Los vecinos de la calle ya estaban hartos de gritos, que se repetían noche tras noche.
Todos estaban hartos de Ethel. Había que hacer algo.
Joakim estaba agotado, y se dejó caer sobre el banco, junto a la chaqueta de su hermana. Siguió con la mirada fija en el papel que sostenía en la mano, hasta que oyó un débil crujido a través del viento.
El sonido procedía de la abertura en el suelo.
Había alguien en el establo.
Invierno de 1962
Cuando se ilumina el faro norte es que alguien va a morir en ludden. Yo había oído esa leyenda, aunque esa tarde, al regresar de Borgholm a casa y ver la luz blanca, no pensé en ello. Me conmocionó que Ragnar Davidsson se llevara los lienzos de Torun sin hacer el menor caso de mis gritos .
Algunas de las telas se le habían caído en la nieve, e intenté recogerlas, pero el viento se las llevaba volando. Cuando regresé a la casa solo había podido salvar un par de lienzos .
MIRJA RAMBE
Entro corriendo en el recibidor empujada por el viento y continúo hasta la habitación del medio, a pesar de que sé lo que me espera.
Blancas paredes vacías.
Casi todas las pinturas de la nevasca de Torun han desaparecido del trastero: apenas quedan unos pocos rollos por el suelo, sin embargo, hay montones de redes.
La puerta de nuestro lado de la casa está cerrada, aunque sé que Torun sigue allí dentro, sentada. No puedo entrar a verla, no le puedo contar lo ocurrido, así que me dejo caer en el suelo.
Sobre la mesa del trastero, veo un vaso medio lleno y una botella. Antes no estaban allí.
Me acerco deprisa, meto la nariz en el vaso e inspiro el líquido transparente. Es aguardiente; probablemente la ración de Davidsson para entrar en calor.
En la casa hay botellas como esa por todas partes con diferentes contenidos, y al pensar en ellas ya sé lo que haré.
Mientras me apresuro por el patio, no veo a Davidsson. Abro la puerta del establo y desaparezco en la oscuridad. Sé encontrar el camino sin luz entre las sombras y subo al altillo, entre los desechos y el escondite del tesoro. En un rincón, hay un bidón de plástico: un bidón en el que alguien ha pintado una cruz negra. Me lo llevo a casa.
Una vez en el trastero, vierto casi toda la botella del aguardiente de Davidsson sobre uno de sus montones de redes, que apestan a brea, y lo relleno con la misma cantidad de líquido transparente y casi inodoro del bidón.
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