– Uno, dos, uno, siete; recibido.
Reconoció la voz. Hans Majner estaba al otro lado, y hablaba más rápido que de costumbre.
– ¿Qué tal? -preguntó Tilda.
– Un caos…, todo es un caos -respondió él-. Están pensando en cerrar el puente.
– ¿Cerrarlo?
– Sí, durante la noche.
Tilda comprendió que el viento había alcanzado el grado de tempestad, pues el puente de Öland solo se cerraba al tráfico en casos extremos.
– Y tú, uno, dos, uno, siete, ¿dónde estás? -preguntó Majner.
– En la ciénaga, en la carretera este. Me he quedado atrapada con el coche.
– Entendido, uno, dos, uno, siete…, ¿necesitas ayuda? -Majner sonaba como si de verdad estuviera preocupado-. Enviaremos a alguien, pero tardará un rato. Hay un camión atravesado en la cuesta de las ruinas del castillo, así que ahora todos los coches están allí.
– ¿Y las quitanieves?
– Solo trabajan en las carreteras principales…, el viento las vuelve a cubrir enseguida.
– Recibido. Aquí pasa lo mismo.
– ¿Podrás aguantar un rato, uno, dos, uno, siete?
Tilda dudó. No quería mencionar el hecho de que Martin estaba con ella.
– No tengo café, pero no corro peligro -respondió-. Si desciende la temperatura, me acercaré a la casa más cercana.
– Recibido, uno, dos, uno, siete, tomo nota -dijo Majner-. Buena suerte, Tilda. Corto y cierro.
Ella colgó el micrófono en la radio y se quedó sentada al volante. Estaba indecisa. Cuando miró por el retrovisor, vio que ya se había acumulado una espesa capa de nieve en la ventanilla trasera.
Finalmente cogió su propio teléfono móvil y marcó un número de Marnäs. Contestaron después de tres señales, pero el viento soplaba con tal fuerza que no pudo entender ni una palabra. Alzó la voz.
– ¿Gerlof?
– Sí, dígame.
Su voz sonaba lejana y apagada.
El auricular zumbaba. La cobertura allí era muy mala, pero oyó su pregunta.
– No estarás fuera, en la tormenta, ¿verdad?
– Sí, estoy en el coche…, en la carretera de la costa, cerca de ludden.
Gerlof dijo algo inaudible.
– ¿Qué? -le gritó Tilda al móvil.
– Te dije que era peligroso.
– Ya…
– ¿Cómo estás?
– No pasa nada. Solo quería…
– Pero Tilda, ¿estás bien? -la interrumpió él gritando-. Me refiero a tanto física como mentalmente.
– ¿Qué? ¿Qué has dicho?
– Bueno, solo me preguntaba si estás deprimida… Había una carta en la bolsa de la grabadora.
– ¿Una carta?
Entonces, de repente, comprendió de qué hablaba el anciano. Durante aquellos últimos días, Tilda no había pensado más en el trabajo y en Henrik Jansson, y había olvidado su vida privada por completo. Ahora esta salía a su encuentro.
– Gerlof, esa carta no era para ti -dijo.
– No, pero… -Su voz desapareció en un zumbido estático y luego retornó-… abierta.
– Vaya -respondió ella-. ¿Así que la has leído?
– Solo las primeras líneas…, y un poco del final.
Tilda cerró los ojos. Estaba demasiado cansada y preocupada como para poder enfadarse con él por haber fisgado en su bolsa.
– Puedes romperla -dijo lacónica.
– ¿Quieres que la destruya?
– Sí, tírala.
– Entonces lo haré -replico Gerlof-. Pero ¿te encuentras bien?
– Estoy como me merezco.
Él dijo algo en voz baja que ella no comprendió.
Tilda deseaba contárselo todo, pero no podía. No podía explicarle que la mujer de Martin se había quedado embarazada al mismo tiempo que él la engañaba. Tilda se había sentido satisfecha y feliz de estar junto a Martin: incluso la noche en que Karin se puso de parto.
Él llegó al hospital a medianoche, con un montón de excusas por haberse perdido el nacimiento de su hijo.
Tilda suspiró y dijo:
– Hace tiempo que debería haber terminado con eso.
– Sí, sí -dijo Gerlof-. Pero supongo que ahora ya lo habrás hecho.
Ella miró por el retrovisor.
– Sí -contestó.
Luego intentó ver más allá del parabrisas. La nieve seguía acumulándose, y ahora apenas se divisaba el camino. El coche estaba quedando sepultado.
– Tendré que intentar salir de aquí -le dijo a Gerlof.
– ¿Puedes conducir?
– No…, el coche está atascado.
– Entonces tendrás que ir a ludden -contestó él-. Pero ten cuidado con los ojos… La tormenta arrastra tierra y arena mezcladas con la nieve.
– De acuerdo.
– Y no te sientes nunca a descansar, Tilda, no importa lo cansada que estés.
– Vale. Hasta luego -dijo ella, y apagó el móvil.
Luego inspiró hondo por última vez en el aire caliente del coche, abrió la puerta y salió de nuevo a la tormenta.
El viento la envolvió, rugió en sus oídos y la empujó. Tilda cerró la puerta del coche con llave y avanzó despacio por el camino, con la misma dificultad que un buzo caminando con zapatos de plomo por el fondo del mar.
Martin bajó la ventanilla al verla llegar, parpadeó y alzó la voz:
– ¿Viene alguien de camino?
Ella negó con la cabeza y respondió a gritos:
– ¡No podemos quedarnos aquí!
– ¿Qué?
Tilda señaló hacia el este.
– ¡Hay una casa allá abajo!
Él asintió y subió la ventanilla. Unos segundos después, se apeó del coche, cerró con llave y la siguió.
Caminaron a través de la ventisca que barría el asfalto; bajaron a la cuneta y saltaron un muro de piedra.
Tilda encabezaba la marcha y Martin la seguía unos pasos por detrás. Avanzaban despacio. Cada vez que Tilda levantaba la vista, era como si el viento le golpeara los ojos con ramas de abedul heladas. Tenía que ir con cuidado y doblada sobre sí misma para que el viento no la derribara.
Solo llevaba puestas unas simples botas y deseó haber tenido unos esquís. O botas de nieve.
Al fin se dio la vuelta y alargó el brazo hacia la oscura figura que la seguía.
– ¡Ven! -gritó.
Martin había empezado a tiritar. Llevaba solo una fina chaqueta de cuero, y no tenía gorro.
Aunque fuera asunto de él llevar una ropa tan ligera, Tilda le tendió la mano.
Martin la estrechó sin decir nada. Cogidos de la mano, prosiguieron la marcha hacia la casa de ludden.
Henrik Jansson avanzaba a duras penas en la ventisca. Luchando contra un viento ensordecedor, agachaba la cabeza contra el pecho y apenas tenía idea de dónde se encontraba.
Supuso que habría llegado al prado junto a la playa, al sur de los faros de ludden, aunque no podía verlos. La nieve le arañaba los ojos.
«Idiota.» Tendría que haberse quedado en casa. Era lo que siempre hacía cuando había nevasca.
Un fin de semana de enero, cuando tenía siete años, fue de visita a casa de sus abuelos y tuvo una pesadilla: soñó que una manada de rugientes leones se paseaba por la habitación.
Al despertarse al día siguiente, los leones habían desaparecido y toda la casa estaba en silencio. Pero al salir de la cama y mirar fuera, vio que el suelo entre los edificios estaba cubierto de nieve blanca y centelleante.
– Esta noche hemos tenido nevasca -dijo el abuelo Algot.
La ondeante capa de nieve casi llegaba al alféizar de la ventana, y Henrik no había podido abrir la puerta de la casa.
– Abuelo, ¿cómo se sabe que es una nevasca?
– Nunca se sabe cuándo llegará -había contestado Algot-, pero cuando lo hace, uno sabe que está aquí.
Y Henrik lo supo allí, en la playa del Báltico. Aquello era una nevasca. El vendaval anterior había sido solo un aviso.
El viento hacía oscilar la guadaña y le molestaba. Se vio obligado a abandonarla en la nieve, pero conservó el hacha. Dio tres pasos sobre el suelo helado, se acurrucó y descansó. Luego dio tres pasos más.
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