Era la víspera de Nochebuena. Aquel asunto debería haberse resuelto hacía tiempo, pero Jansson no había aparecido por la comisaría a pesar de haber sido citado a declarar sobre la serie de robos perpetrados en el norte de Öland. Si no estaba dispuesto a ir por su cuenta, tendrían que ir a buscarlo.
El silencio era absoluto. Tilda llamó de nuevo, pero nadie abrió; tampoco oyó nada cuando pegó la oreja a la puerta. Probó con el picaporte: estaba cerrado con llave.
– Estará de viaje -sugirió Torstensson-. Se habrá ido a casa de su padre o de su madre para celebrar la Navidad.
– Según su jefe, hoy tenía que trabajar -señaló Tilda-. Solo medio día, pero…
Llamó al timbre de nuevo, al mismo tiempo que abajo sonaba un portazo seguido de los pasos de pesadas botas de invierno subiendo por la escalera. Tilda y Torstensson volvieron la cabeza a la vez: era una adolescente. Llevaba una bufanda de lana que le ocultaba medio rostro y una bolsa con regalos de Navidad en la mano. Echó una rápida mirada a los dos policías uniformados, y, cuando abrió la puerta de enfrente del piso de Henrik, Tilda se le acercó y dijo:
– Buscamos a tu vecino…, Henrik. ¿Sabes dónde puede estar?
La chica miró el nombre de Jansson en la puerta.
– ¿En el trabajo?
– Venimos de allí.
La joven reflexionó un momento.
– Quizá haya ido al cobertizo.
– ¿Dónde está?
– En algún lugar de la costa este. El verano pasado me propuso que fuéramos a bañarnos, pero me negué.
– Bien -respondió Tilda-. Felices fiestas.
La chica asintió, pero lanzó una mirada de fastidio a la bolsa de regalos como si ya estuviera harta de las celebraciones navideñas.
– Bueno -dijo Torstensson-, pues tendremos que pillarlo después de las fiestas.
– A no ser que nos lo tropecemos por el camino -replicó Tilda.
Eran las dos y media. En la calle hacía frío, casi nueve grados bajo cero, y estaba gris. Atardecía.
– Acabo dentro de un cuarto de hora -prosiguió Torstensson mientras abría la puerta del coche-. Luego tengo que ir al centro…, voy retrasado con los regalos.
Miró el reloj. Seguro que en su cabeza ya se encontraba en casa, sentado frente al televisor con una jarra de cerveza en la mano.
– Solo voy a hacer una llamada… -anunció Tilda.
También tenía cinco días de vacaciones, sin embargo, no quería dejar escapar a Henrik Jansson.
Se sentó en el coche y llamó por segunda vez ese día al jefe de Jansson. Así supo que el cobertizo se hallaba en Enslunda.
Eso estaba al sur de Marnäs, bastante cerca de ludden.
– Te llevo a la comisaría -dijo ella-. Al volver me daré una vuelta por Enslunda. Seguro que no lo encontraré, pero echaré un vistazo.
– Si quieres voy contigo.
Torstensson era amable y seguro que su ofrecimiento era sincero a pesar del estrés navideño, pero ella negó con la cabeza.
– Gracias, pero pasaré por allí de camino a casa -dijo-. Si encuentro a Jansson en el cobertizo lo traeré aquí y le arruinaré las fiestas. Si no, me voy a casa a envolver regalos.
– Conduce con cuidado -dijo Torstensson-. Se acerca una tormenta de nieve, ¿lo sabías?
– Sí -contestó ella-. Pero llevo las ruedas de invierno.
Regresaron a la comisaría. Después de que su compañero entrara en el edificio, Tilda dio la vuelta con el coche. Estaba a punto de salir del aparcamiento cuando la puerta de la comisaría se abrió de nuevo.
Era Torstensson, le hacía señas con la mano. Tilda bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
– ¿Qué pasa?
– Tienes visita -respondió él.
– ¿Quién es?
– Tu tutor de la escuela.
– ¿Tutor?
Tilda no comprendió, pero aparcó y entró en la comisaría. La recepción estaba desierta. Las luces de Adviento brillaban en la ventana y la mayor parte de los policías de la isla ya disfrutaban de las vacaciones de Navidad.
– He conseguido alcanzarla -le dijo Torstensson a un hombre de anchas espaldas que estaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera.
El hombre vestía una chaqueta y un jersey de policía gris claro y sonrió satisfecho al ver entrar Tilda.
– Pasaba por aquí -explicó, y se puso en pie. Le alargó un gran regalo envuelto en papel rojo-. Solo quería desearte feliz Navidad.
Era Martin Ahlquist, por supuesto.
Tilda mantuvo el tipo y sonrió.
– Hola, Martin… Feliz Navidad.
Pero enseguida se le tensaron los labios; en cambio, la sonrisa de Martin era cada vez más ancha.
– ¿Te apetece un café?
– Gracias -replicó Tilda-. Lo siento, estoy ocupada.
Sin embargo, aceptó el regalo (le pareció una tarta de chocolate), se despidió de Torstensson y se fue al aparcamiento.
Martin la siguió y ella se dio la vuelta. Ya no necesitaba guardar las apariencias.
– ¿Qué estás haciendo?
– ¿Qué?
– Te pasas el día llamando…, y ahora apareces por aquí con un regalo. ¿Por qué?
– Bueno…, quería saber cómo estabas.
– Estoy bien -dijo Tilda-. Así que puedes irte a casa…, vete con tu mujer. Falta poco para la Nochebuena.
Él siguió sonriendo.
– Lo he arreglado todo -explicó-. Le dije a Karin que dormiría en Kalmar y que regresaría a casa a primera hora de la mañana.
Para Martin todo parecía reducirse a un problema práctico: tener las mentiras bajo control.
– Entonces, hazlo -replicó Tilda-. Vete a Kalmar.
– ¿Por qué? Puedo quedarme a dormir aquí, en Öland.
Ella suspiró y se acercó al coche. Abrió la puerta y dejó el regalo de Martin en el asiento trasero.
– Ahora no tengo tiempo. Debo ir a buscar a un chico.
Cerró antes de que él pudiera contestar. Luego arrancó y se fue de la comisaría.
Enseguida vio un Mazda azul detrás de ella.
El coche de Martin. La seguía.
De camino hacia el norte de Borgholm recapacitó sobre las razones de no haber intentado deshacerse de él con mayor empeño. Debería haberle chillado y tal vez escupido: quizá hubiera comprendido esas señales.
Eran las tres y media cuando Tilda llegó al lado este de la isla. La luz diurna casi había desaparecido, el cielo estaba plomizo y la débil nevada se había intensificado. Se había vuelto más agresiva, pensó. Los copos habían dejado de flotar inofensivos en el aire y se habían agrupado para atacar. Se abalanzaban contra el parabrisas del coche patrulla en densas oleadas.
Giró por la estrecha desviación a Enslunda. El Mazda de Martin aún la seguía de cerca.
A la luz de los faros, Tilda vio huellas de coches en la nieve, por lo que al acabar el camino, a unos cincuenta metros del mar, esperaba encontrar por lo menos un par de vehículos aparcados.
Pero la pequeña rotonda estaba completamente desierta.
Lo único que se veía eran huellas frescas en la nieve: rastros de zapatos o de botas que iban de un lado a otro, desde las rodadas hasta uno de los cobertizos. Los copos de nieve ya estaban a punto de cubrirlas.
El Mazda había girado y se detuvo en el camino detrás de ella.
Tilda se puso la gorra de policía, abrió la puerta y salió al viento.
Allí, junto al mar Báltico, nevaba con fuerza. Con ese frío y esa desolación la costa resultaba de lo más hostil. Las olas rompían contra la orilla y habían empezado a fragmentar la capa de hielo.
Martin se había bajado del coche y se le acercó.
– Ese a quien buscas…, ¿tenía que estar aquí?
Ella solo asintió. Prefería no hablar con él.
Martin se encaminó hacia los cobertizos con paso decidido. Parecía haber olvidado que era profesor y no policía.
Tilda no dijo nada, solo lo siguió.
Al acercarse oyeron un repiqueteo; se trataba de la puerta de uno de los cobertizos, que daba golpes con el viento. Casi todas las huellas conducían a ese cobertizo.
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