Vio que Freddy se encaminaba al cobertizo y abría la puerta de par en par. Luego desapareció en la oscuridad del interior, pero reapareció enseguida con un televisor entre los brazos.
– Sí, eso fue lo que dijimos -asintió Henrik-. Como hermanos.
Tommy pasó junto a él y se encaminó hacia el remolque de la barca.
– Por fin me he decidido a llevar la barca a casa -dijo Henrik-. ¿Qué vais a hacer, os marcharéis?
– Sí…, volveremos a Copenhague. Pero primero iremos a la casa de los faros. -Tommy señaló hacia el norte con la mano-. A buscar la colección de cuadros. ¿Vienes con nosotros?
Él negó con la cabeza. Vio que Freddy había colocado el televisor en el coche y había regresado al cobertizo.
– No, no tengo tiempo -contestó-. Como te he dicho, me voy a llevar la barca a casa.
– Sí, sí -replicó Tommy, y estudió el remolque-. ¿Dónde la vas a dejar durante el invierno?
– En Borgholm…, detrás de un garaje.
Tommy tiró de la cuerda que sujetaba la lona y preguntó:
– ¿Y allí no te la quitarán?
– Está vallado.
El pulso de Henrik se aceleró. Debería haber usado más cuerdas y haber atado la lona con más fuerza. Para desviar la atención de Tommy empezó a hablar de nuevo.
– ¿Sabes qué vi por aquí este otoño?
– No.
Tommy negó con la cabeza, pero no apartaba la vista del remolque.
– Fue en octubre -explicó Henrik-, cuando vine a vaciar la barca… Vi una fueraborda; tuvo que venir del norte. Atracó en los faros de ludden. Había un tipo a proa, y luego encontraron a esa mujer ahogada justo en el mismo lugar. He pensado mucho en eso.
Hablaba demasiado y demasiado rápido. Pero ahora por fin Tommy giró la cabeza.
– ¿De quién hablas?
– De ella, de la mujer de la casa -contestó-. Katrine Westin; trabajé para ella este verano.
– ludden es adonde vamos -dijo Tommy-, ¿así que presenciaste un asesinato?
– No, vi una fueraborda -precisó él-. Pero fue extraño…, y después la encontraron muerta.
– Joder -exclamó Tommy, sin sonar especialmente sorprendido-. ¿Se lo contaste a alguien?
– ¿A quién? ¿A la policía?
– No, claro. Habrían empezado a preguntar qué hacías aquí. Quizá habrían inspeccionado el cobertizo y te habrían detenido.
– Nos habrían detenido -puntualizó él.
Tommy miró de nuevo la barca.
– Freddy me ha contado una historia cuando veníamos de camino -dijo-. Era bastante divertida.
– ¿Qué?
– Se trataba de un chico y una chica. Estaban de vacaciones en Estados Unidos y conducían por el país, y en un área de descanso se toparon con una mofeta. Nunca han visto ninguna y les parece una preciosidad. La chica quiere llevársela a Suecia, pero el chico cree que en la aduana no dejan pasar animales salvajes. Así que ella propone meterse la mofeta en las bragas. «Sí, es una buena idea», dice el chico. «Pero ¿qué hacemos con el hedor?»
Tommy se rascó el cuello e hizo una pausa antes de continuar:
– «Nada?», responde la chica. «La mofeta también apesta.»
Se rió para sí. Luego se dio la vuelta y agarró la lona.
– La mofeta también apesta -repitió.
– Espera un momento… -comenzó Henrik.
Pero Tommy tiró de la lona con fuerza. Apenas consiguió levantar un poco la tensa cuerda, pero fue suficiente para dejar al descubierto gran parte de la mercancía robada.
– ¡Vaya! -exclamó, y bajó la vista hacia los artículos de la barca. Luego señaló el suelo-. Deberías haber borrado las huellas en la nieve, Henke… Has corrido como un loco entre la barca y el cobertizo.
Él negó con la cabeza.
– He cogido algunas cosas…
– ¿Algunas? -repitió Tommy, y se encaminó hacia él.
Henrik dio un paso atrás.
– ¿Y? -preguntó-. He trabajado mucho. He planeado todos los asaltos, y vosotros solo…
– Henke -lo interrumpió-, hablas demasiado.
– ¿Yo hablo demasiado? Puedes…
Pero Tommy no lo escuchó, le dio un puñetazo en el estómago, un golpe duro, y Henrik retrocedió tambaleándose. Tenía una piedra detrás; se sentó pesadamente en ella y bajó la mirada.
El anorak tenía una raja. Un delgado corte recorría el tejido hacia su ombligo.
Tommy hurgó con rapidez en los bolsillos del anorak de Henrik y sacó las llaves del coche.
– No te muevas…, si lo haces te vuelvo a rajar.
Henrik no se movió. Tenía el estómago encogido.
El dolor le llegaba en oleadas; de pronto se inclinó y vomitó entre las piernas.
Tommy se apartó un par de pasos, se recolocó el fusil sobre el hombro y se guardó el afilado destornillador en el bolsillo trasero.
Henrik tosió con dificultad y alzó la vista hacia él.
– Tommy…
Pero este se limitó a negar con la cabeza.
– ¿Crees realmente que nos llamamos Tommy y Freddy? Esos son nuestros nombres artísticos.
A Henrik se le habían acabado las palabras. También las fuerzas. Continuó sentado en la piedra en silencio.
Mientras, Freddy había seguido cargando la mercancía robada en la furgoneta. Al fin cerró la puerta trasera.
– ¡Listo!
– Bien. -Tommy enderezó la espalda, se rascó la mejilla y miró a Henrik-. Tendrás que coger el autobús de vuelta…, o lo que pase por aquí. ¿Un carro de caballos?
Él no respondió. Siguió sentado en la piedra y observó a los dos hermanos. Freddy se sentó sin prisa tras el volante de la furgoneta mientras Tommy se acomodaba en el Saab de Henrik.
Le estaban robando el coche y la barca, y él solo podía mirar.
Los vio alejarse por la carretera de la costa.
Al fin se apartó la mano del estómago y miró. La raja de su anorak se había teñido de rojo.
Sin embargo, no sangraba mucho, apenas un hilillo. Una vez había donado sangre y le sacaron medio litro. Aquella pérdida no era nada.
Un poco de dolor de estómago, una pequeña conmoción y un vómito. No corría ningún peligro.
Al fin consiguió ponerse de pie. La sangre le palpitaba en la herida al mismo ritmo de las olas que rompían en la playa, pero podía caminar. Seguramente no le había tocado los intestinos ni el hígado.
Había empezado a soplar un viento frío del mar. Henrik recordó que su abuelo había muerto allí solo un día de invierno, pero luego alejó ese pensamiento.
Apretándose el abdomen con la mano se encaminó hacia el cobertizo. La puerta estaba entreabierta, y se detuvo en el umbral.
Toda la mercancía robada había desaparecido. El único consuelo era que Tommy y Freddy también se habían llevado la vieja lámpara. Quizá ahora serían ellos los que oyeran el golpeteo.
Caminando con dificultad, cruzó el umbral y se dirigió al banco de carpintero de su abuelo.
Allí estaba la vieja hacha de madera de Algot, pequeña pero fiable. Y la alargada y delgada guadaña se hallaba en un rincón. Cogió ambas herramientas y salió despacio a la nieve.
El candado se había caído al suelo y Henrik no lo encontró. Lo único que pudo hacer fue cerrar la puerta.
Luego echó a andar, alejándose del camino y los cobertizos y se dirigió al prado junto a la playa.
Caminó hacia el norte por la costa, con la cabeza agachada; avanzaba en diagonal al vendaval. El gorro de lana y el anorak forrado lo protegían, pero le escocían la nariz y los ojos.
Henrik se olvidó del frío, solo caminaba.
Los hermanos Serelius, o como se llamaran, lo habían agredido y le habían robado la barca. Y habían hablado de ir a ludden.
En ese caso, Henrik los encontraría.
Tilda llamó a la puerta del apartamento de Henrik Jansson: un largo timbrazo. Esperó en silencio junto a Mats Torstensson, uno de sus colegas de la ciudad.
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