Había mucha gente en las calles comprando regalos. Los Westin entraron en el centro comercial que había a la entrada de la ciudad y recorrieron las extensas estanterías de comida para aprovisionarse para las fiestas.
– ¿Qué queréis comer en Navidad? -preguntó Joakim.
– Pollo asado con patatas fritas -replicó Livia.
– Zumo -dijo Gabriel.
Joakim compró pollo, patatas fritas y zumo de frambuesa, y también patatas, salchichas, jamón, cerveza de Navidad y tostadas para él. Compró carne picada congelada para hacer albóndigas, y al ver que vendían anguila ölandesa en el puesto de pescado, compró unos trozos ahumados. Seguramente habrían nadado por ludden.
También compró un kilo de queso de nata. En Navidad, a Katrine siempre le gustaba comer pan con gruesos trozos de queso de nata.
Fue una locura, pero la semana anterior, Joakim le había comprado un regalo de Navidad. Había ido a Borgholm a comprar regalos para los niños, y en un escaparate vio una túnica verde claro que le habría gustado a Katrine. Continuó hasta la juguetería, pero luego regresó a la tienda de ropa Danielsson y compró la túnica.
– ¿Me la envuelve, por favor? Es para un regalo de Navidad -dijo, y salió con un paquete rojo con cinta blanca.
En el aparcamiento, junto al centro comercial, vendían abetos de Navidad sujetos con una redecilla de plástico. Joakim compró uno grande, tan alto que llegaría hasta el techo. Lo aseguró en la baca y luego condujo de vuelta a casa.
Cuando llegaron a ludden hacía frío, diez grados bajo cero, pero apenas soplaba viento. El agua estaba a punto de congelarse, pero solo una delgada capa de nieve cubría el suelo. El aliento de Joakim formaba densas nubes blancas mientras llevaba las bolsas llenas de comida por el camino de grava del jardín hasta la casa. Luego metió también el abeto. Debía de tener miles de pequeños insectos en las ramas, pero la mayoría hibernaban y no despertarían nunca más.
Era la mejor manera de morirse, pensó: durmiendo, sin enterarse.
Colocó el abeto en el salón, donde estaba la larga mesa del comedor con sus altas sillas y poco más. A medida que se acercaba la Navidad, las habitaciones de la planta baja le parecían cada vez más vacías.
La familia Westin pasó el resto del día limpiando y preparando la casa. Tenían dos grandes cajas de cartón llenas de artículos navideños. Los desempaquetaron: nacimiento, velas, paños rojos y blancos para la cocina, una estrella de Navidad para la ventana y un macho cabrío y un cerdo de paja que colocaron a ambos lados del abeto.
Cuando acabaron de decorar, Livia y Gabriel lo ayudaron a adornar el abeto. En la guardería habían hecho guirnaldas de papel y figuritas de madera, que colgaron donde alcanzaban, en las ramas más bajas. Un poco más arriba, Joakim colgó oropeles, bolas e iluminación, y en la punta fijó una estrella de papel maché. El abeto estaba listo para Navidad.
Por último, sacaron las bolsas con los regalos y las colocaron debajo del árbol. Joakim puso el paquete de Katrine junto al resto.
La tranquilidad reinaba en la habitación.
– ¿Volverá mamá ahora? -preguntó Livia.
– Quizá -contestó Joakim.
Casi habían dejado de hablar de Katrine, pero él sabía que, sobre todo Livia, la echaban de menos. Para los niños no existe la frontera entre lo posible y lo imposible como sucede con los adultos. ¿Quizá todo era cuestión de echarla de menos lo suficiente?
– Ya veremos qué pasa -dijo, y miró el montón de regalos.
Sería maravilloso poder ver a Katrine una última vez. Poder hablar y despedirse de verdad.
En la televisión habían pronosticado tormenta y nieve en Öland y Gotland durante la Navidad, pero dos días antes por la mañana Joakim miró por la ventana y solo vio delgadas capas de nubes en el cielo. El sol brillaba, estaban a seis grados bajo cero y apenas soplaba viento.
Luego vio el nido al otro lado de la ventana de la cocina y pensó que, pese a todo, se acercaba la tormenta.
El nido estaba desierto. Las bolas de sebo y los montones de grano seguían allí, pero no había nadie picoteando.
Rasputín saltó sobre la encimera y se puso a observar junto a Joakim el nido abandonado.
El prado junto a la playa, a los pies de la casa, estaba igual de vacío, y no se veían cisnes ni patos marinos en el agua. Quizá se habían resguardado en el bosque. Las aves no necesitan mirar el pronóstico del tiempo para saber cuándo se acerca un temporal; lo sienten en el aire.
El día antes de Navidad, Joakim dejó que Livia y Gabriel durmieran hasta las ocho y media. Le habría gustado que hubiese guardería para poder quedarse solo en la casa, pero tenían dos semanas de vacaciones, le gustase o no.
– ¿Mamá va a venir hoy? -preguntó Livia al levantarse de la cama.
– No lo sé -respondió Joakim.
Pero el ambiente en la casa era distinto. Los niños también parecían sentirlo. Había una tensa expectación en todas las habitaciones pintadas de blanco.
Después del desayuno sacó las velas. Las había comprado en una tienda de Borgholm, a pesar de que, en realidad, las velas de Navidad había que hacerlas a mano. Eso habían hecho antiguamente en la cocina de la casa después de que los niños trenzaran los pabilos, así adquirían un aire personal. Pero aquellas velas de fábrica eran todas igual de largas y ardían con un brillo constante en las ventanas, sobre la mesa y en las arañas.
Velas para los muertos.
Los tres ingirieron un ligero almuerzo en la cocina a media mañana, mientras los rayos del sol incidían en el tejado de la cabaña. Pronto anochecería.
Después de comer, Joakim vistió a los niños con gruesas chaquetas y se los llevó a dar un paseo cerca del mar. Miró de reojo la puerta cerrada del establo al pasar, pero no comentó nada.
Bajaron a la playa en silencio. Unos delgados cirros flotaban aún sobre el cabo. Sin embargo, un frente tormentoso se empezaba a formar en el horizonte semejante a una cortina de plomo.
En la playa, había una fina capa de hielo; de cerca era blanca por la escarcha, pero más allá era dura y azulada. Los niños tiraron pequeñas piedras y trozos de hielo que rebotaban y se deslizaban por la brillante superficie, que no oponía resistencia, y se alejaba hacia las negras grietas.
– ¿Tenéis frío? -les preguntó Joakim al cabo de un rato.
Gabriel tenía la nariz roja y asintió en silencio.
– Entonces volveremos a casa -dijo.
Aquel era el día más corto del año: eran apenas las dos y media, pero cuando regresaron a la casa el cielo tenía el color añil del atardecer de una noche de verano. A Joakim le pareció sentir en la nuca el aliento de la tormenta de nieve que se aproximaba.
Una vez dentro, encendieron de nuevo las velas. Por la noche, el brillo de la casa se vería desde la carretera, quizá hasta desde la ciénaga.
Esa noche, cuando Livia y Gabriel se durmieron y todo quedó en silencio, Joakim se puso el anorak y salió fuera con una linterna en la mano.
Se dirigía al establo. Las últimas semanas a duras penas había conseguido mantenerse alejado de allí unos pocos días seguidos.
El cielo se veía despejado, y la delgada capa de nieve del patio se había vuelto dura y seca con el frío. Los cristales de hielo crujían bajo sus botas.
Se detuvo junto a la puerta del establo y miró alrededor. Unas sombras oscuras se cernían a lo lejos, y resultaba fácil imaginarse que había alguien allí. Una mujer delgada de rostro ajado que lo observaba con mirada sombría…
– Ethel, mantente alejada -murmuró Joakim para sí, y abrió la pesada puerta.
Entró y escuchó esperando oír los maullidos de Rasputín, el cazador de ratones, pero todo estaba en silencio.
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