David Grann - La ciudad perdida de Z

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La ciudad perdida de Z: краткое содержание, описание и аннотация

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Grann nos cuenta tanto la preparación de su artículo como la vida de Percy Fawcett y sus expediciones, al mismo tiempo que nos intriga con el gran misterio que Fawcett buscaba, La ciudad perdida de Z, la mítica ciudad de El Dorado perdida en la selva brasileña. En realidad Fawcett no creía a pies juntillas en la idea de una ciudad de oro, se inclinaba más por la existencia de una antigua civilización destruida tras la llegada de los conquistadores. Pero más que la ciudad o la civilización, la búsqueda de Z era una búsqueda de orgullo.

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Recordé que Fawcett había mencionado en una de sus últimas cartas que había sabido por los indios de una cascada sagrada en aquella misma zona, y que esperaba poder visitarla.

Vanite prosiguió con su historia:

– Y yo le dije: «Iré contigo a Afasukugu, pero estás loco. Nadie construiría nada en el lugar de los jaguares». Pero cuando llegué allí, vi que habían destrozado la cascada. La habían volado con treinta kilos de dinamita. El lugar era tan hermoso…, y ahora ha desaparecido. Entonces pregunto a un hombre que trabaja allí: «¿Qué estáis haciendo?». Él me dice: «Estamos construyendo una presa hidroeléctrica».

– Está en mitad del río Kuluene -precisó Vajuvi-. Todo el agua que llega a nuestro parque y a nuestro territorio proviene de allí.

Vanite, que empezaba a inquietarse, no parecía oír a su jefe.

– Un hombre del gobierno del Mato Grosso viene al Xingu y nos dice: «No os preocupéis. Esta presa no os perjudicará». Y nos ofrece a todos dinero. Uno de los jefes de otra tribu acepta el dinero, y las tribus ahora luchan entre sí. Para mí, el dinero no significa nada. El río ha estado allí miles de años. Nosotros no vivimos para siempre, pero el río sí. El dios Taugi lo creó. El río nos da nuestra comida, nuestras medicinas. ¿Lo ve?, nosotros no tenemos un pozo. Bebemos el agua directamente del río. ¿Cómo viviremos sin él?

– Si se salen con la suya, el río desaparecerá, y, con él, todo nuestro pueblo -comentó Vajuvi.

De pronto, la búsqueda de Fawcett y de la Ciudad de Z parecía trivial: otra tribu estaba a punto de extinguirse. Pero más tarde, aquella misma noche, después de bañarnos en el río, Vajuvi dijo que había algo que tenía que decirnos a Paolo y a mí sobre los ingleses. Nos prometió que al día siguiente nos llevaría en barca hasta donde se habían encontrado los restos de Fawcett.

– Hay muchas cosas de los ingleses que tan solo sabe el pueblo kalapalo -añadió antes de acostarse.

A la mañana siguiente, mientras nos preparábamos para partir, una de las chicas que vivía en aquella casa retiró la tela que cubría un objeto grande situado en un rincón de la estancia, cerca de una serie de máscaras. Debajo había un televisor que funcionaba con el único generador del poblado.

La chica giró un botón, se sentó en el suelo de barro y se puso a ver unos dibujos animados de un estridente pájaro parecido al Pájaro Loco. En cuestión de minutos, al menos otros veinte niños y varios adultos del poblado se habían congregado alrededor del aparato.

Cuando Vajuvi vino a buscarnos, le pregunté cuánto tiempo hacía que tenían el televisor.

– Pocos años -contestó-. Al principio, lo único que hacían todos era mirarlo como si estuvieran en trance. Pero ahora yo controlo el generador, y solo funciona unas horas a la semana.

Varios de los hombres que miraban la televisión cogieron sus arcos y sus flechas y salieron a cazar. Mientras tanto, Paolo y yo seguimos a Vajuvi y a uno de sus hijos, que tenía cinco años, hasta el río.

– He pensado que cazaremos el almuerzo, al modo de los kalapalo -dijo Vajuvi.

Subimos a una de las fuerabordas y nos dispusimos a remontar el río. La bruma que cubría la selva fue disipándose lentamente a medida que el sol ascendía. El río, oscuro y lodoso, se estrechaba en algunos tramos hasta convertirse en una especie de tobogán, tan angosto que las ramas de los árboles colgaban sobre nuestras cabezas como puentes. Al fin accedimos a una pequeña ensenada cubierta por una maraña de hojas flotando.

– La laguna verde -anunció Vajuvi.

Apagó el motor y la barca se deslizó en silencio por el agua. Los estorninos de pico amarillo revoloteaban entre los palisandros y los cedros, y las golondrinas zigzagueaban sobre la laguna, pequeñas motas brillantes sobre el manto verde. Un par de guacamayos cacareaban y gritaban, y en la orilla los venados permanecían tan inmóviles como el agua. Un pequeño caimán se escabulló ribera arriba.

– Siempre hay que tener cuidado en la selva -dijo Vajuvi-. Yo escucho mis sueños. Si tengo un sueño donde acecha el peligro, me quedo en el poblado. Los blancos sufren muchos accidentes por no creer en sus sueños.

Los xinguano eran famosos por pescar con arcos y flechas. Se colocaban en silencio en la parte frontal de la canoa, en una actitud que Jack y Raleigh habían fotografiado emocionados, para enviar luego las imágenes al Museum of the American Indian. Vajuvi y su hijo, sin embargo, cogieron hilos de pescar y cebaron los anzuelos. Luego los hicieron girar sobre sus cabezas a modo de lazos y los arrojaron al centro de la laguna.

Mientras tiraba del hilo, Vajuvi señaló la orilla y dijo:

– Allí arriba fue donde se desenterraron los restos. Pero no eran de Fawcett, eran de mi abuelo. 4

– ¿Su abuelo? -pregunté.

– Sí. Mugika, así se llamaba. Ya estaba muerto cuando Orlando Villas Boas empezó a preguntar por Fawcett. Orlando quería protegernos de todos los blancos que venían, y dijo al pueblo kalapalo: «Si encontráis un esqueleto largo, os regalaré un rifle a cada uno». Mi abuelo había sido uno de los hombres más altos del poblado, así que varios decidieron desenterrar sus restos, enterrarlos aquí, junto a la laguna, y decir que eran de Fawcett.

Mientras hablaba, el hilo de su hijo se tensó. Vajuvi ayudó al niño a tirar de él y un pez de color blanco plateado emergió del agua, sacudiéndose con furia en el anzuelo. Me incliné para inspeccionarlo, pero Vajuvi me apartó de en medio y empezó a golpearlo con un palo.

– Piraña -dijo.

Observé el pez que yacía en el suelo de aluminio de la barca. Vajuvi le abrió la boca con un cuchillo y dejó a la vista una ristra de dientes afilados y engranados, unos dientes que los indígenas en ocasiones empleaban para rasgarse la carne en rituales de purificación. Tras arrancarlo del anzuelo, prosiguió:

– Mi padre, Tadjui, estaba ausente en aquel momento y se puso furioso cuando supo lo que el pueblo había hecho. Pero ya se habían llevado los restos.

Otra prueba parecía corroborar su historia. Tal como Brian Fawcett observó entonces, muchos de los kalapalo referían versiones contradictorias de cómo los exploradores habían sido asesinados: algunos decían que habían muerto apaleados, otros sostenían que les habían disparado flechas desde la distancia. Además, los kalapalo insistían en que Fawcett había sido asesinado porque no había llevado regalos y había abofeteado a un niño kalapalo, algo poco creíble dado que Fawcett siempre se mostró amable con los indios. Más significativo resultó ser un memorándum interno que encontré tiempo después en los archivos del Royal Anthropological Institute de Londres, donde constaban los resultados del examen de los restos. En él se afirmaba:

La mandíbula superior constituye la prueba más evidente de que estos restos humanos no pertenecen al coronel Fawcett, de quien afortunadamente se conservan piezas dentales de la mandíbula superior para poder comparar […]. Se sabe que el coronel Fawcett medía un metro ochenta y dos. La estatura del hombre cuyos restos han sido traídos a Inglaterra se estima en aproximadamente un metro setenta y cuatro centímetros. 5

– Me gustaría recuperar los restos y enterrarlos donde les corresponde -dijo Vajuvi.

Después de pescar media docena de pirañas, volvimos a la orilla. Vajuvi recogió varias ramas finas e hizo una hoguera. Sin quitarles la piel, colocó las pirañas sobre la madera y las asó, primero por un costado y después por el otro. Una vez asadas, las puso sobre un lecho de hojas y separó la carne de la espina; luego la envolvió en beiju, una especie de panqueques hechos con harina de mandioca, y nos tendió un «sandwich» a cada uno. Mientras comíamos, dijo:

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