El destino de Dulipé fue trágico. Arrancado de su tribu y lejos de ser ya una atracción comercial, fue abandonado en las calles de Cuiabá. Se sabe que el «dios blanco del Xingu» murió víctima del alcoholismo.
A finales de 1945, Nina, que contaba ya setenta y cinco años, padecía una artritis y anemia que debilitaba su organismo. Tenía que ayudarse de un bastón para caminar, en ocasiones dos, y se describía como una persona «sin hogar, sin nadie que me ayude o venga a verme, ¡y lisiada!». 94
Tiempo antes, Brian le había escrito una carta en la que le decía: «Has soportado lo que quebraría el espíritu de una docena de personas, pero, al margen de cómo te sintieras […], has sonreído en todo momento y aceptado durante tantísimo tiempo la pesada carga que el Destino ha depositado sobre ti de un modo que me hace sentir enormemente orgulloso de ser tu hijo. Sin duda eres un ser superior, o de lo contrario los dioses no te habrían impuesto semejante prueba, y tu recompensa será sin duda muy Grande». 95
En 1946 surgió otra historia según la cual los tres exploradores estaban vivos en el Xingu. Se aseguraba que Fawcett era tanto «prisionero como jefe de los indios». En esta ocasión, Nina estaba segura de que su recompensa finalmente había llegado. Prometió enviar una expedición para rescatarlos, aunque «¡eso signifique la muerte para mí!». 96El relato, sin embargo, resultó ser una invención más.
En una fecha tan tardía como 1950, Nina insistía en que no le sorprendería que los exploradores, su esposo con ya ochenta y dos años y su hijo con cuarenta y siete entraran por la puerta en cualquier momento. Sin embargo, en abril de 1951, Orlando Villas Boas, un funcionario gubernamental aclamado por su defensa de los indígenas del Amazonas, anunció que los kalapalo habían admitido que miembros de su tribu habían matado a los tres exploradores. Y, lo que era aún más importante, Villas Boas aseguraba tener una prueba de ello: los restos del coronel Fawcett.
23. Los restos del coronel
– El jefe de los kalapalo ha aceptado vernos -me informó Paolo tras recibir un mensaje que había sido transmitido desde la jungla.
Las negociaciones, dijo, tendrían lugar no lejos del Puesto Bakairí, en Canarana, una pequeña ciudad fronteriza situada en el límite meridional del Parque Nacional del Xingu. Aquella noche, cuando llegamos, la ciudad padecía una epidemia de dengue, y muchas de las líneas telefónicas no funcionaban. Era también su vigésimo quinto aniversario y se celebraba el evento con fuegos artificiales, que sonaban como disparos esporádicos. A principios de la década de 1980, el gobierno brasileño, como parte de su continua colonización de territorios indígenas, había enviado aviones llenos de granjeros -muchos de ascendencia alemana- para que se asentaran en la remota región. Aunque la ciudad estaba desierta, las calles principales eran desconcertantemente amplias, como grandes autopistas. Cuando vi una fotografía de un huésped aparcando su avión frente al hotel, comprendí el motivo: durante años, la ciudad había sido tan inaccesible que las calles hacían las veces de pistas de aterrizaje. Aún en la actualidad, me dijeron, era posible aterrizar en plena calle, y en la plaza principal se veía un avión comercial, como único monumento de la ciudad.
El jefe kalapalo, Vajuvi, apareció en nuestro hotel acompañado de dos hombres. Tenía un rostro de tez morena, surcado por infinidad de arrugas, y parecía rondar la cincuentena. Al igual que sus dos acompañantes, medía aproximadamente un metro setenta y tenía los brazos musculosos. Llevaba el pelo cortado al estilo tradicional, por encima de las orejas y en forma de cuenco. En la región del Xingu, los hombres de las tribus con frecuencia prescindían de la ropa, pero en esta visita a la ciudad Vajuvi llevaba una camiseta de algodón con cuello de pico y unos vaqueros desgastados y holgados que le colgaban de las caderas.
Tras presentarnos y explicarle por qué quería visitar el Xingu, Vajuvi me preguntó:
– ¿Es usted miembro de la familia del coronel?
Yo estaba habituado a esta pregunta, aunque en esta ocasión se trataba de una situación más comprometida: los kalapalo habían sido acusados de matar a Fawcett, por lo que un miembro de la familia podría desear vengar su muerte. Cuando le dije que era periodista, Vajuvi pareció complacido.
– Le diré la verdad acerca de los restos encontrados -dijo. Luego añadió que el poblado pedía a cambio cinco mil dólares.
Le expliqué que no disponía de esa suma e intenté ensalzar las virtudes del intercambio cultural. Uno de los kalapalo se acercó a mí.
– Los espíritus me avisaron que usted iba a venir y que es rico -dijo.
– He visto fotografías de sus ciudades. Ustedes tienen muchos coches. Debería darnos uno -añadió otro.
Uno de ellos salió del hotel y volvió al rato con tres más. Cada pocos minutos aparecía otro kalapalo, y la habitación pronto estuvo atestada de más de una docena de hombres, algunos viejos, otros jóvenes, todos rodeándonos a Paolo y a mí.
– ¿De dónde salen? -le pregunté.
– No lo sé -contestó él.
Vajuvi dejó que sus hombres discutieran y regatearan. Mientras las negociaciones se desarrollaban, muchos de ellos se tornaron hostiles. Me empujaban y me llamaban mentiroso. Finalmente, Vajuvi se puso en pie.
– Usted habla con su jefe en Estados Unidos y nosotros volveremos dentro de unas horas -dijo.
Salió de la habitación y los miembros de su tribu le siguieron.
– No te preocupes -dijo Paolo-. Ellos presionan y nosotros también. Funciona así.
Abatido, subí a mi habitación. Dos horas después, Paolo me llamó desde recepción.
– Por favor, baja -dijo-. Creo que he llegado a un acuerdo.
Todos los kalapalo estaban en el vestíbulo. Paolo me dijo que Vajuvi había accedido a llevarnos al Parque Nacional del Xingu si pagábamos el transporte y varios centenares de dólares en suministros. Estreché la mano del jefe y, en cuestión de segundos, sus hombres me daban palmadas en los hombros y me preguntaban por mi familia, como si acabáramos de conocernos.
– Ahora hablamos y comemos -dijo Vajuvi-. Todo está bien.
Al día siguiente nos dispusimos a partir. Para llegar a uno de los principales afluentes del Xingu, el río Kuluene, necesitábamos una camioneta aún más potente, de modo que después de almorzar nos despedimos de nuestro chófer, que pareció aliviado por volver a casa.
– Espero que encuentre esa Y que está buscando -dijo.
Cuando se marchó, alquilamos un camión de plataforma con ruedas del tamaño de las de tractor. Cuando se propagó la noticia de que un camión se dirigía al Xingu, de todas partes aparecieron indios cargados con niños y fardos, que se acercaban corriendo para subir al vehículo. Cuando el camión parecía no dar cabida a más gente, otra persona conseguía introducirse dentro. Iniciamos nuestro viaje con las tormentas vespertinas.
Según el mapa, el Kuluene solo estaba a unos noventa y seis kilómetros, pero era la peor carretera por la que habíamos circulado Paolo y yo: el agua de las charcas que encontrábamos a nuestro paso llegaba hasta los bajos del camión, y este, en ocasiones, a pesar de todo su peso, se ladeaba peligrosamente. No circulábamos a más de veinticinco kilómetros por hora; a veces teníamos que parar, retroceder y acelerar de nuevo. También allí la selva había sido arrasada. Algunas áreas habían sido incendiadas recientemente, y desde el camión alcanzábamos a ver los restos de los árboles esparcidos a lo largo de kilómetros, con sus extremidades negras alzándose hacia el cielo.
Finalmente, mientras nos acercábamos al río, la selva volvió a materializarse. Los árboles fueron envolviéndonos poco a poco, formando con sus ramas una red que cubría el parabrisas. Se oía un repiqueteo constante de madera contra los laterales del camión. El chófer encendió los faros, y su luz osciló sobre el terreno. Cinco horas después llegamos a un alambrado: el límite del Parque Nacional del Xingu. Vajuvi dijo que faltaba menos de un kilómetro para el río, y que a partir de allí viajaríamos en barca hasta el poblado kalapalo. Sin embargo, el camión quedó varado en el barro y nos obligó a descargar temporalmente el equipamiento para aligerar el peso. Cuando alcanzamos el río, era ya noche cerrada bajo el dosel de los árboles. Vajuvi dijo que deberíamos esperar para cruzar.
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