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Edward Hoch: El Diablo De Jersey

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Edward Hoch El Diablo De Jersey

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The jersey Devil (cuento). Publicado como El diablo del jersey en el volumen Fue un crimen maravilloso

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– ¿No fue algo inusual, teniendo en cuenta que no eran amigos íntimos?

– Oh, sólo tenía curiosidad, eso era todo. Supongo que deseaba regocijarse con mi pérdida.

– ¿No existe ninguna posibilidad de que los ladrones hayan querido venderle sus sellos? Tengo entendido que la chica se escapó con uno hawaiano de mucho valor.

– Todo es posible; pero no creo que trataran de venderlo tan cerca de mi casa. Lo más lógico es que lo vendiesen en Nueva York.

Leopold asintió. Aquello confirmaba sus propias conclusiones.

– Luego, tenemos el asunto de El Diablo de Jersey. Estoy enterado de todo acerca de ello, Mr. Bailey, así que no hay necesidad de que se muestre evasivo.

– No sé nada sobre El Diablo de Jersey -repuso Bailey.

– Es curioso, ya que antes de que lo hubieran asesinado, Jones me dijo que se trataba de un servicio postal privado, utilizado para actividades ilegales.

El rostro de Oscar Bailey se enrojeció un poco.

– Quizá sea así. Pero yo sólo me intereso por los sellos, matasellos y sobres. El sello del cual usted me habla cayó por casualidad en mi poder, y yo lo incluí en mi colección.

– ¿Conoce a un hombre llamado Corflu, un camionero de Nueva Jersey?

– Me parece que lo he oído nombrar. No lo recuerdo.

Leopold se dio cuenta de que no iba a llegar a ninguna parte. Bailey no estaba dispuesto a hablar sobre El Diablo de Jersey con un detective.

– Muy bien -dijo-. Gracias por su ayuda.

– ¿Hará algo para recuperar mi sello hawaiano de dos centavos?

Leopold apenas le dirigió la mirada.

– En primer lugar, voy a descubrir quién asesinó a Dexter Jones.

Jimmy Duke, el ladrón de sellos, estaba en libertad bajo fianza, y hasta el día siguiente Leopold no pudo localizarle en su apartamento, situado en una parte ruinosa de la ciudad. El capitán se sentía animado, ya que a diferencia de otros días, éste era soleado y se podían percibir en el aire los primeros indicios de la primavera. Hasta la pesada escayola de su brazo izquierdo le resultaba soportable.

Duke, un hombre joven, cargado de espaldas, cabello negro y fino bigote, no le reconoció.

– ¿Usted es otro de la Policía que viene a controlarme? No me he escapado de la ciudad. Lo puede comprobar con sus propios ojos, agente.

– Vengo a hacerle unas cuantas preguntas.

Cuando vio su escayola, Duke arrugó la frente.

– ¿No es usted el tipo que se rompió el brazo al tratar de capturarme?

– Sí, ése soy yo.

Duke se quedó pensativo, deformando otra vez su rostro con una mueca distinta. A Leopold le hacía recordar el enorme hocico de una rata.

– ¿Y qué quiere ahora?

– La chica que estaba contigo. ¿Dónde la puedo encontrar?

– ¡Joder, tío, me tuvieron despierto toda la noche preguntándome sobre la chica! ¡Yo no sé nada de ninguna chica!

Leopold se acercó a Duke.

– Mira, calandrajo, yo estaba allí, ¿recuerdas? Escuché la voz de una chica que te llamaba por tu nombre. En caso de que no leas los periódicos, te diré que se escapó con unos sellos muy valiosos.

Jimmy Duke bajó la cabeza y dijo de mal humor:

– Yo no la conozco. Me la encontré en un bar, y ella se vino conmigo.

– ¿Cómo se llama?

– No se lo pregunté.

– ¿Quién pagó tu fianza?

– Mi hermano de St. Louis.

Leopold lanzó un suspiro.

– Escucha, Jimmy, estoy tratando de conseguir alguna información.

El rostro de Duke se transformó en algo que se asemejaba a una sonrisa.

– Así que ahora quiere los nombres de pila, ¿eh? ¡El cordial agente! ¡Lo suyo es pura palabrería, nada más!

– Duke, estoy investigando un asesinato. Hace dos noches un coleccionista de sellos fue asesinado, y quizás esté vinculado con tu robo. Entonces tú ya estabas fuera bajo fianza. ¿Te gustaría tener que enfrentarte con una acusación por asesinato?

– ¡Usted sabe que yo no maté a nadie! -Las palabras le salieron espontáneas. Estaba asustado.

– Si tú no lo has hecho, quizás haya sido la chica. ¿Quién es ella, Duke?

– No lo sé.

– Si es tan buena amiga, ¿por qué no ha compartido contigo el resto del botín? -Fue un palo de ciego; pero Leopold tuvo la impresión de que era verdad.

Jimmy Duke meditó sobre aquello. Buscó atolondrado un cigarrillo y finalmente dijo:

– Muy bien, agente. Se llama Bonnie Irish. Por lo menos, ése es el nombre que usa. Trabaja de chica go-go en algunos cabarets de la ciudad.

– ¿Dónde vive?

– Comparte un piso con otras amigas; pero no pierda el tiempo, aquella misma noche abandonó la ciudad. Lo más probable es que esté en Nueva York, tratando de vender el sello por treinta o cuarenta de los grandes; eso es lo que valía, según los periódicos.

Leopold asintió con la cabeza. Algo le decía que aquel hombre con cara de rata estaba diciendo la verdad.

– No desaparezcas. Quizá te necesitemos otra vez.

– No se preocupe, agente. Estaré aquí hasta el día del juicio.

Durante los siguientes tres días, detectives y policías buscaron en la zona a una bailarina llamada Bonnie Irish. Parecía que se la había tragado la tierra. El sello hawaiano de dos centavos no apareció en ninguno de los circuitos conocidos de Nueva York, y Oscar Bailey se mostraba cada vez más intranquilo.

– Llama dos veces al día -le comentó Fletcher a Leopold el martes por la mañana-. Aunque supongo que no podemos reprochárselo.

– Fletcher, este caso hace que me sienta curiosamente frustrado. ¿Todavía no tenemos ninguna pista sobre el asesinato de Jones?

– No hay nada. Sé que a usted no le convence, capitán; pero yo creo que el asesino era un atracador que se asustó, dándose luego a la fuga. Es lo único que encaja. Jones no poseía ninguna clase de enemigos.

– Quizá tengas razón, Fletcher. Ojalá lo pudiera saber.

El miércoles, el brazo escayolado de Leopold comenzó a dolerle. Por tal motivo se sentía inquieto, irritable y con ansia de hacer algo. Por último, llamó a Fletcher a su oficina y le dijo:

– Iré hasta Jersey para hablar con ese Mr. Corflu sobre su sistema postal privado.

Algo que había visto en un informe sobre la compañía de teléfonos, le hizo recordar a Corflu.

– Discúlpeme, capitán; pero no debe hacerlo. Ya ha estado conduciendo demasiado con un solo brazo -Fletcher bajó las enrolladas mangas de su camisa y se abotonó los puños-. No tengo ninguna pista que seguir, así que creo que podré llevarle yo mismo. ¿Está seguro de que la Policía de Jersey no se molestará?

Leopold, accediendo de mala gana al ofrecimiento de Fletcher de llevarle, le contestó:

– No vamos a arrestar a nadie. Si ese Corflu está violando las leyes gubernamentales, los encargados de cogerle deberán ser los del Departamento de Correos. A mí sólo me interesa el asesinato de Dexter Jones, y de ese asunto es del que quiero hablar.

– ¿Cree realmente que Corflu mandó matar a Jones, debido a que le contó a usted lo de El Diablo de Jersey ?

– Admito que es algo traído por los pelos; pero lo cierto es que Bailey tiene miedo a hablar de ello.

El tráfico de aquella mañana nublada era escaso, y por lo tanto, tuvieron un rápido viaje. Las oficinas de la Compañía de Camiones Corflu se encontraban en las afueras de Paterson, en un almacén bajo e irregular que había sido reformado para dar cabida a una moderna flota de camiones diesel. Esto causó impresión en Leopold y Fletcher, pero se sintieron aún más impresionados por el mismo Benedict Corflu.

Les saludó desde debajo de una camioneta que estaba echando humo, mientras el motor parecía ahogarse. Vestía una camisa y un pantalón manchados de grasa.

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