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Edward Hoch: El Diablo De Jersey

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Edward Hoch El Diablo De Jersey

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The jersey Devil (cuento). Publicado como El diablo del jersey en el volumen Fue un crimen maravilloso

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Leopold comenzó a protestar, pero Fletcher se mantuvo firme.

– Sólo esta noche. Mañana podrá regresar a su domicilio.

– Está bien -accedió de mala gana-. Y por la mañana deseo ver a ese sujeto que han arrestado. Quiero saber qué estaba robando, que me ha tenido que costar un brazo roto.

La mañana siguiente fue para Leopold una nueva experiencia penosa. El hecho de haber dormido con el brazo escayolado y en una cama ajena no le permitió conciliar el sueño, por lo que llegó a la Jefatura cansado y de bastante mal humor. Luego de haberle explicado lo que le había sucedido a la primera docena de personas que encontró, se retiró a su oficina y cerró la puerta.

Una hora más tarde, Fletcher se aventuró a entrar con el café de la mañana.

– ¿Cómo se siente? -preguntó.

– La muñeca no está mal, pero lo que me está cansando es esta maldita enyesadura. Creo que después de llevarla un mes, necesitaré un período de descanso en algún sitio.

Había examinado la escayola, dando golpes ligeros sobre su armazón y manoseando la fina venda de algodón con la cual parecía estar hecha.

– ¿Quiere que le cuente algo sobre el sujeto que estaba persiguiendo? -dijo Fletcher, tras tomar un sorbo de su café.

– Por supuesto. ¿Quién es?

– Un tipo llamado Jimmy Duke. Ya ha cumplido con anterioridad tres condenas por robo, aquí en Nueva Jersey. Nada demasiado sorprendente. Tiene treinta años, y se ha pasado siete encerrado entre rejas.

– ¿Y qué me dices de la víctima? Bailey. La noche anterior, el doctor Ranger me dijo que allí ha habido varios asaltos.

Fletcher asintió con la cabeza.

– ¡Bailey es un coleccionista de sellos de todas clases! Trabaja fuera de su casa y hace muy buenos negocios vendiéndoles a otros coleccionistas, lo que explica la alarma contra ladrones.

– ¿El tal Duke, le pudo robar muchas cosas?

– Lo suficiente. Por desgracia, se llevó todos los sellos más valiosos. Pero usted recuperó algunos de ellos.

– ¿Yo? ¿De qué forma?

– Cuando aferró al hombre y le arrancó el bolsillo. Allí era donde llevaba una parte del botín. Los muchachos estuvieron inspeccionando el patio con sus linternas y encontraron los sellos esparcidos por el barro. Por suerte estaban protegidos por unos sobrecitos de papel cristal, así que ninguno se estropeó. Creemos que la chica se ha debido llevar los sellos restantes.

Leopold suspiró y trató de mover los dedos de su brazo accidentado.

– Me parece que deberé dejar estas persecuciones de ladrones a los más jóvenes y dedicarme a los casos de asesinato.

Fletcher abrió un sobre y extrajo una colección de sellos multicolores.

– Éstos son los que usted recuperó. Una magnífica colección.

Leopold, que sabía poco o nada sobre el tema de las colecciones de sellos, los examinó con una mezcla de interés y desdén.

– ¿Quieres decir que esto vale mucho dinero?

– He oído decir que los coleccionistas los consideran un buen resguardo contra la inflación, igual que las obras de arte. Me han dicho que este sello de cinco centavos -dijo señalando uno de color marrón rojizo- se cotiza en cincuenta y cinco dólares. Ese otro de vía aérea cuesta alrededor de quinientos dólares.

– ¿Existe un mercado para la venta de sellos robados?

– Aparentemente, entre los comerciantes y los coleccionistas. Por desgracia aún no se ha podido recuperar el sello más valioso de la colección de Bailey -informó Fletcher, y consultó los apuntes que acompañaban al sobre con las pruebas-. Se trata de un raro sello de dos centavos de las islas Hawai, emitido en el año 1851.

– ¿Cuál es su valor? ¿Mil dólares?

– Bailey lo compró hace treinta años por veinte mil dólares. Hoy en día es probable que cueste el doble.

Leopold emitió un leve silbido y observó los sellos con mayor respeto.

– No me sorprende que necesitara una alarma contra ladrones. Quizás hubiese sido más útil una bóveda de seguridad.

– Capitán, a los coleccionistas no les agradan las bóvedas de seguridad. Les gusta tener sus colecciones al alcance de la mano y mirarlas en los momentos más extraños.

– ¿Qué es este sello? -preguntó Leopold, señalando a uno grande de color marrón, que se encontraba parcialmente tapado por los demás. Se veía mal impreso y mostraba un tosco dibujo de un demonio alado que volaba sobre una hilera de casas. En la parte superior se podía leer: El Diablo de Jersey. Diez centavos.

Fletcher se encorvó para examinarlo y luego se encogió de hombros.

– No sé qué pensar. Nunca había visto algo parecido. Por cierto que no debe ser muy valioso, a menos que provenga de los tiempos de la colonia.

– No, esas casas son modernas. No es un sello de la época colonial.

– Bien, de todos modos habrá que preguntárselo a Bailey. Vendrá esta mañana para echarles una ojeada.

Cuando Fletcher se retiró, Leopold intentó mantenerse ocupado con los informes matinales y con una pila de trabajo rutinario que se le había acumulado el día anterior; pero todavía no estaba acostumbrado a la pesada escayola, y su intrusa presencia era molesta y frustrante. Finalmente se dio por vencido y se dirigió al cuarto de reunión para aliviar un poco su ansiedad.

Tan pronto como Fletcher lo vio, fue hacia él y le condujo hasta donde se hallaba un caballero alto y entrado en años.

– Capitán Leopold, le presento a Oscar Bailey. Mr. Bailey, aquí tiene a la persona que se ha roto la muñeca al rescatar parte de su colección.

Se saludaron con un apretón de manos, y el viejo coleccionista dijo:

– Quiero agradecerle todos sus esfuerzos, capitán. Lamento que no haya podido recuperar el sello hawaiano de dos centavos.

– ¿Aún no tenemos ninguna pista de la chica? -preguntó Leopold a Fletcher.

– Ninguna, aunque probablemente Duke pronto se afloje y nos diga de quién se trata. Mr. Bailey, conseguiremos devolverle ese sello.

– Así lo espero. La compañía de seguros no cubrirá su actual precio en el mercado -Sacudió el sobre que contenía sus sellos-. Y creo entender que no me será posible llevármelos hasta que este hombre, Duke, no sea juzgado.

– Me temo que está en lo cierto -le confirmó Leopold-. Son la prueba de que se ha cometido un delito. De todas formas, los guardaremos con cuidado.

– Así lo espero.

– Ya que está aquí, quisiera hacerle una pregunta sobre uno de los sellos de su colección; se trata de El Diablo de Jersey -Leopold señaló el sello mal impreso-. ¿Qué significa?

– Nada. Es una broma. No tiene ningún valor.

Repentinamente, Oscar Bailey pareció sentirse incómodo, sus ojos se tornaron evasivos.

– ¿Es de Nueva Jersey? ¿El tal Jimmy Duke, tiene antecedentes criminales allí?

– No. Olvídese de ello.

Bailey se volvió hacia uno de los detectives y comenzó a leerle la lista de los sellos que faltaban. Leopold se quedó ahí parado durante unos instantes, luego se encogió de hombros y se marchó. De todos modos, no se trataba de su caso; él sólo había pasado por allí por casualidad, justo a tiempo para romperse un brazo.

Sin embargo, el asunto le inquietaba, debido a que lo relacionaba con su muñeca fracturada. Al día siguiente, llamó a la Biblioteca Pública y preguntó si le podían dar el nombre de algún coleccionista importante de la zona. Le proporcionaron dos nombres: Oscar Bailey y un profesor auxiliar de la Universidad, llamado Dexter Jones.

Aquella tarde, Leopold se dirigió al campus universitario, arreglándose de la mejor forma posible para conducir con el cabestrillo que le sujetaba el brazo. La última vez que había estado por allí fue hace algunos años, para investigar el asesinato de un estudiante por su compañero de cuarto; ahora, el lugar se hallaba casi irreconocible. Por todas partes se alzaban edificios nuevos, y las viejas paredes de la Universidad quedaban casi ocultas por los obreros y el andamiaje metálico.

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