Jubilee (N.° 5. Peso: 482,6 kg. Nota: F). Los fondos para la fundición de esta campana se consiguieron con las donaciones públicas para la conmemoración del jubileo de la Reina.
Inscripciones:
Hombro: JUBILATE. DEO. OMNIS. TERRA.
Cintura: REFUNDIDA. EN. EL. AÑO. DEL. JUBILEO. DE. LA. REINA. POR. JOHN. SASTRE. E. HINKINS. Y. B. BONNINGTON. VIGILANTES. DE. LA. IGLESIA.
Wimsey le dio vueltas a esta información durante un rato, aunque no sacó ninguna conclusión. Las fechas, los pesos y las inscripciones, ¿escondían algo que pudiera servir como guía para encontrar un tesoro enterrado? Se hablaba extensamente de Batty Thomas y de Sastre Paul pero, por mucho que lo intentara, a él no le decían nada. Al cabo de un rato se dio por vencido. A lo mejor había algo más sobre las campanas que no aparecía en el libro de Wollcott. Quizá era algo que estaba escrito o grabado en la madera. Tenía que subir al campanario y echarles un vistazo.
Era domingo por la mañana. Cuando levantó la cabeza de los libros, oyó las campanas que anunciaban la misa matutina. Se fue corriendo al recibidor y se encontró con su anfitrión dándole cuerda al reloj de su abuelo.
– Siempre le doy cuerda cuando suenan las campanas del domingo por la mañana -le explicó el señor Venables-. Porque si no, me olvidaría. Me temo que no soy nada metódico. Espero que no se sienta obligado a ir a misa sólo porque es nuestro huésped. Siempre les recalco a mis invitados que son libres de hacer lo que les parezca mejor. ¿Qué hora tiene? Las diez y treinta y siete, bueno, entonces, pondremos las manecillas a las once menos cuarto. Siempre se retrasa un cuarto de hora durante la semana y así, avanzándolo un poco cada vez que le doy cuerda, conseguimos que a media semana vaya a la hora. Si recuerda que los domingos, los lunes y los martes va adelantado, los miércoles va a la hora, y los jueves, los viernes y los sábados va retrasado, podrá fiarse de él.
Wimsey respondió que estaba seguro de eso y se giró y se encontró con Bunter a su lado, con el sombrero en una mano y dos volúmenes con tapas de piel de oraciones en la otra.
– Ya ve, padre, que tenemos toda la intención de ir a misa. En realidad, he venido preparado: himnos A y M. Espero que sea lo que necesitamos.
– Me he tomado la libertad de verificarlo de antemano, milord.
– Claro, Bunter, siempre lo haces. ¿Qué le pasa, padre? ¿Ha perdido algo?
– Yo… eh… es muy extraño. Juraría que las había dejado aquí. ¡Agnes! ¡Agnes, querida! ¿Has visto las amonestaciones en algún lugar?
– ¿Qué sucede, Theodore?
– Las amonestaciones, querida. Las amonestaciones del joven Flavel. Sé que las llevaba encima. Siempre las escribo en una hoja de papel, ¿sabe, lord Peter? Es muy pesado cargar con el registro hasta el facistol. Pero ¿dónde…?
– Theodore, ¿no están encima del reloj?
– Querida, no creo que… ¡Dios mío! Tienes razón. ¿Cómo me ha podido pasar? Las habré dejado allí inconscientemente cuando he ido a coger la llave. Es muy extraño, pero el pequeño contratiempo está solucionado gracias a mi mujer. Siempre sabe dónde lo dejo todo. Creo que sabe mejor lo que pienso que yo mismo. Bueno, ahora debo irme a la iglesia. Me voy temprano porque tengo que hablar con el coro. Mi mujer les indicará cuál es nuestro banco.
El banco de los Venables estaba convenientemente situado para observar toda la iglesia, se hallaba en la parte trasera de la nave norte. Desde allí, la señora Venables veía el porche sur, por donde entraba la congregación, y al mismo tiempo controlaba con un ojo admonitorio a los niños de la escuela que estaban en el pasillo norte y les fruncía el ceño a los que se giraban a echar un vistazo o hacían muecas. Lord Peter, que observaba plácidamente a los que lo miraban de reojo, también vigilaba el porche sur. Había una cara en particular que estaba ansioso por ver. Y, de hecho, allí estaba. William Thoday entró y, con él, una mujer delgada y austeramente vestida que iba acompañada de dos niñas pequeñas. Supuso que debía de tener unos cuarenta años, aunque, como suele suceder con las mujeres de los pueblos, casi se había quedado sin dientes y parecía mayor. Sin embargo, aún pudo ver en ella la sombra de la elegante y bonita sirvienta que había sido hacía dieciséis años. Wimsey pensó que tenía una cara honesta, aunque la expresión fuera tensa y casi inquieta; el rostro de una mujer que había pasado malas épocas y que estaba a la expectativa, con una anticipación nerviosa, del próximo golpe que la vida le tenía preparado. Posiblemente, además, estaba preocupada por su marido. No tenía buen aspecto. El también parecía que había adoptado una actitud de defensa frente a la vida. Sus ojos preocupados iban de un lado a otro de la iglesia y luego volvían a posarse, con una curiosa mezcla de recelo y de afecto protector, en su mujer. Se sentaron inmediatamente enfrente del banco de los Venables, de modo que Wimsey, desde su rincón, podía observarlos sin tener que desviar la mirada. Sin embargo, tuvo la sensación de que Thoday sentía su mirada escudriñadora y la evitaba. Por lo tanto, apartó la vista y la clavó en los ángeles del techo, más bonitos que nunca bañados por aquella suave luz primaveral que entraba a través de los cristales rojos y azules de las ventanas de la nave.
En el banco de los Thorpe sólo había un hombre derecho de mediana edad que, como le susurró la señora Venables al oído, era el tío de Hilary Thorpe que había venido desde Londres. El ama de llaves, la señora Gates, y los demás sirvientes de la Casa Roja se sentaron en el pasillo sur. En el banco de delante de Wimsey había un hombre robusto y bajo con un impecable traje negro que, como más tarde le informó la señora Venables, era el señor Russell, el director de pompas fúnebres del pueblo y primo de Mary Thoday. La señora West, la encargada de la oficina de Correos, llegó con su hija y saludó a Wimsey, a quien recordaba de su última visita, con una sonrisa y un gesto entre una reverencia y una inclinación de cabeza. En aquel momento, las campanas cesaron de sonar, excepto la de los últimos cinco minutos, y los campaneros bajaron de la torre para tomar asiento. La señorita Snoot, la profesora, chocó con un voluntario, el coro salió de la sacristía haciendo mucho ruido con los zapatos con tachuelas y el párroco se situó tras el altar.
El servicio estuvo exento de incidentes, excepto cuando el señor Venables volvió a perder las amonestaciones, que el tenor del coro tuvo que ir a buscar a la sacristía y cuando, en el sermón, hizo una pequeña y solemne alusión al desafortunado forastero cuyo funeral tendría lugar al día siguiente. En ese punto, el señor Russell asintió con la cabeza con aire de importancia y aprobación. El trayecto del párroco hasta el pulpito estuvo marcado por un fuerte crujido que hizo que la señora Venables dijera en un tono desesperado:
– Eso es el carbón, otra vez. Gotobed es muy descuidado.
Al final, Wimsey se vio abandonado con la mujer del párroco en el porche sur mientras los demás se saludaban.
El señor Russell y el señor Gotobed salieron juntos, charlando animadamente, y este último presentó a lord Peter.
– ¿Dónde lo van a poner, Harry? -preguntó el señor Russell, pasando rápidamente de la ceremonia a los negocios.
– En el lado norte, junto a Susan Edwards -contestó el sacristán-. Hicimos el agujero anoche. Quizá quiera verlo, lord Peter.
Wimsey mostró su interés en ver dónde enterrarían al difunto y dieron la vuelta hasta el otro lado de la iglesia.
– Lo pondremos en un ataúd de olmo -dijo el señor Russell, una vez hubieron admirado las dimensiones de la tumba-. Por derechos, debería haber venido a la parroquia, ése es el trato, pero el párroco me dijo: «Pobre hombre. Pongámoslo en un lugar bonito, yo lo pagaré». Y yo he cortado las maderas a la medida y así nos evitaremos cualquier situación desagradable. Obviamente, una procesión sería lo que le correspondería, aunque no me lo piden muy a menudo y no sé si la habría preparado a tiempo. Además, cuanto antes vuelva a estar bajo tierra, mejor. Y una procesión implica un trabajo muy duro para los portadores. Lo llevarán seis hombres, porque no queremos dar una imagen de falta de respeto hacia el difunto, así que le he dicho al párroco: «No, señor. La vieja carretilla, no. Deben llevarlo seis hombres, como a cualquiera de nosotros». Y el párroco ha estado de acuerdo conmigo. ¡Ah! Me atrevería a decir que vendrá mucha gente al entierro y no me gustaría que pensaran que lo hemos hecho a desgana o sin cuidado.
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