– Es lo que vamos a hacer. El martes viene un médico que se llama Hordell. El doctor Baines intentó que viniera hoy, pero está de vacaciones.
– Los doctores no deberían hacer vacaciones -sentenció la señora Venables con brusquedad.
El párroco nunca hacía fiesta cuando se celebraban las grandes festividades, y apenas descansaba unos días cuando no había, y ella no veía por qué tenían que hacerlo el resto de los mortales.
Hilary Thorpe sonrió con arrepentimiento.
– Yo también pienso igual, pero se supone que es el mejor y espero que papá no empeore en estos dos días.
– Dios quiera que no -dijo la mujer del párroco-. ¿Ése no es Johnson con los lirios blancos? Ah, no, es Jack Godfrey. Supongo que subirá arriba a engrasar las campanas.
– ¿De verdad? Me gustaría ver cómo lo hace. ¿Puedo subir al campanario, señora Venables?
– Claro que sí, querida. Pero debes tener cuidado. Siempre he pensado que esa escalera no es demasiado segura.
– Ah, no tengo miedo. Me encanta mirar las campanas.
Hilary se alejó corriendo por el pasillo y alcanzó a Jack Godfrey justo cuando entraba en la sala de las campanas.
– He venido a ver cómo engrasa las campanas, señor Godfrey. ¿Le molesto?
– Ni mucho menos, señorita Hilary, será un placer. Es mejor que suba usted primero, así podré ayudarla si resbala.
– No resbalaré -repuso Hilary con desdén.
Empezó a subir con brío los gruesos y gastados peldaños y llegó a la habitación que ocupaba el segundo piso de la torre. No había nada excepto la caja que contenía el mecanismo de funcionamiento del reloj del campanario y las ocho cuerdas que subían desde el piso de abajo y se perdían techo arriba. Jack Godfrey apareció detrás de Hilary con la grasa y los trapos de limpiar.
– Tenga cuidado con el suelo, señorita Hilary -le advirtió-. En algunas zonas es un poco irregular.
Hilary asintió. Le encantaba esa habitación vacía, bañada por el sol y con las cuatro enormes ventanas, una en cada pared. Era como un palacio de cristal flotando en el aire. Las sombras de la magnífica decoración de la ventana sur se reflejaban en el suelo como si se tratara de una verja de hierro forjado. Miró hacia fuera a través de los cristales llenos de polvo y vio el paisaje verde que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista.
– Señor Godfrey, me gustaría subir a lo alto de la torre.
– De acuerdo, señorita Hilary. Si cuando haya acabado nos queda tiempo, subiremos.
La trampilla que comunicaba con la sala de las campanas estaba cerrada con llave y había una cadena colgando que salía de una especie de caja de madera incrustada en la pared. Godfrey extrajo un manojo de llaves del bolsillo y, con una, abrió la caja y reveló el contrapeso. Lo apretó y la trampilla se abrió.
– Señor Godfrey, ¿por qué está cerrada esta puerta?
– Bueno, señorita Hilary, en muchas ocasiones los campaneros se han dejado la puerta del campanario abierta, y el párroco dice que no es seguro que dejemos esta puerta abierta. El Loco Peake podría deambular por aquí o algunos muchachos traviesos subirían y jugarían con las cuerdas. Incluso podrían subir a lo alto de la torre, caerse y hacerse daño. Así que el párroco colocó este cerrojo para cerrar la trampilla.
– Entiendo -dijo Hilary, sonriendo.
«Hacerse daño» era una manera delicada de expresar lo que resultaría de una caída de poco menos de cuarenta metros. Hilary se dirigió hacia la escalera que subía.
A diferencia de la luminosidad de la habitación de abajo, la habitación donde estaban las campanas era sombría y casi amenazadora. Había ocho ventanas, pero apenas entraba la luz, ya que los rayos de sol penetraban únicamente a través de la delicada ornamentación de los paneles situados encima de las persianas de lamas, llenando las campanas de rayas y destellos dorados y creando unas divertidas formas en las superficies y los bordes de las poleas. Las campanas, con las silenciosas bocas oscuras mirando hacia abajo, estaban quietas en su sitio como desde hacía años. -El señor Godfrey, mirándolas con la alegre familiaridad de alguien que llevaba media vida haciendo lo mismo, cogió una escalera que descansaba contra la pared y la apoyó en una de las vigas, lista para subir.
– Déjeme subir primero, así podré ver lo que hace -dijo Hilary.
El señor Godfrey hizo una pausa y se rascó la cabeza. No le parecía demasiado seguro. Expresó una objeción.
– No me pasará nada; me sentaré en la viga. Las alturas no me dan miedo. Además, soy muy buena en gimnasia.
La hija de sir Henry estaba acostumbrada a salirse con la suya, y allí no hizo ninguna excepción. El señor Godfrey accedió con la condición de que se agarrara con fuerza a la campana y no se soltara ni hiciera ninguna tontería. Ella lo prometió y él la ayudó a subir hasta su posición privilegiada. El señor Godfrey, silbando una alegre melodía, fue metódicamente dejando sus cosas a su alrededor y se puso a trabajar, engrasando los gorrones y los muñones, echando un poco de aceite en el eje de la polea, comprobando el movimiento de las piezas deslizantes entre las campanas y examinando las cuerdas por si había señales de fricción en los puntos que estaban en contacto con las poleas.
– Jamás había visto a Sastre Paul tan de cerca como ahora. Es muy grande, ¿no?
– Sí, señorita -dijo Jack Godfrey dando un golpe con la mano en la superficie de bronce.
Un rayo de sol entró por la ventana y se reflejó en el borde de la campana iluminando las letras de una inscripción que, como Hilary bien sabía, decía así:
NUEVE + SASTRES + DICEN + QUE + UN + HOMBRE + DE + CRISTO + HA + LLEGADO + A + SU + FIN + COMO + ADÁN + SU + PADRE + 1614
– Esta campana también tiene su historia. La hemos tocado en muchas ocasiones, sin contar con los innumerables repiques de difuntos y los funerales. Y cuando nos atacaron los Zeppelin, la tocábamos con Gaude como señal de alarma. El otro día, el párroco comentaba que ya iba siendo hora de girarla un cuarto, pero no estoy demasiado convencido. Creo que todavía tocará un poco más. A mi parecer, todavía ofrece un sonido bastante limpio.
– Tienen que tocar el repique de difuntos para todos los feligreses que mueren, ¿verdad? Sean quienes sean.
– Sí, ateos o creyentes. Así lo estipuló sir Martin Thorpe, su tatarabuelo, cuando dejó el dinero para el fondo de las campanas. «Toda alma cristiana» fueron las palabras exactas que escribió en su testamento. Incluso las tocamos por aquella mujer que vivía en Long Drove, y eso que era católica. Al viejo Hezekiah no le pareció demasiado bien -añadió el señor Godfrey chasqueando la lengua al recordarlo-. «¿Cómo? ¿Tocar a Sastre Paul por una católica? -preguntó-. Párroco, no me dirá que también los considera cristianos». «Hezekiah, este país estuvo lleno de católicos en un tiempo; los católicos construyeron esta iglesia», le respondió el párroco. Pero no lograron convencerlo. No fue a la escuela, no conoce la historia. Bueno, señorita Hilary, creo que ya he terminado con Sastre Paul. Si me da la mano, la ayudaré a bajar.
Gaude, Sabaoth, John, Jericho, Jubilee y Dimity, a todas les llegó el turno de pasar la revisión. Sin embargo, cuando le tocó a Batty Thomas, el señor Godfrey se obstinó, repentina e inesperadamente, a no dejar subir a Hilary a la viga.
– Señorita Hilary, no la subiré encima de Batty Thomas. Esta campana no trae buena suerte. Quiero decir que tiene una oscura historia a sus espaldas y no me gustaría correr riesgos innecesarios.
– ¿Qué quiere decir?
Al señor Godfrey le costó un poco explicarse de manera más comprensible.
Читать дальше