Jack Godfrey le dijo algo al oído:
– Se nos está haciendo tarde, señorita Hilary.
– Oh, sí. Lo siento. Había perdido la noción del tiempo. ¿Tocarán mañana?
– Sí, señorita Hilary. Probaremos un Stedman's. Son difíciles pero, cuando consigues hacerlo correctamente, suenan bien. Tenga cuidado con la cabeza. Tocaremos un carrillón de 5.040 repiques, eso son tres horas. Es algo especial porque Will Thoday ya se ha recuperado, pues ni Tom Tebbutt ni el joven George Wilderspin son muy fiables con un Stedman's y, claro, a Wally Pratt no se le da nada bien. Perdóneme un minuto, señorita Hilary, voy a recoger mis cosas. Sin embargo, a mí me parece mucho más interesante el método Stedman's que cualquier otro, aunque requiere tenerlo todo muy claro en la cabeza. Al viejo Hezekiah no le preocupa demasiado, claro, porque a él sólo le gusta tocar la tenor. Dice que no le encuentra ninguna gracia a los triples, y no es de extrañar. Ya es un hombre mayor y no sería de esperar que aprendiera el método Stedman's a estas alturas, es más, si lo hiciera, nadie conseguiría que dejara a Sastre Paul. Espere un momento que paso este cerrojo. A mí, sin embargo, si me ponen delante un buen carrillón de Stedman's no lo cambio por nada. No practicamos Stedman's hasta que llegó el párroco y tardó mucho en enseñarnos a tocarlo. Recuerdo los problemas que tuvimos. John Thoday, que en paz descanse, el padre de Will, solía decir: «Muchachos, creo que ni el mismísimo diablo podría encontrarle algún sentido a este maldito método». Y el párroco le imponía una multa de seis peniques por maldecir, como está escrito en las viejas reglas. Cuidado no resbale en el escalón, está muy desgastado. Sin embargo, lo aprendimos a la perfección y, para mí, es un bonito método de tocar campanas. Bueno, que pase un buen día, señorita Hilary.
La mañana del Domingo de Ramos sonó el carrillón de los 5.040 Triples Stedman's. Hilary Thorpe lo escuchó desde la Casa Roja, sentada junto a la cama con dosel desde donde también había escuchado el carrillón de Año Nuevo. Aquel día el sonido de las campanas se oía alto y claro; hoy, en cambio, llegaba distante porque el viento lo arrastraba hacia el este.
– Hilary.
– ¿Sí, papá?
– Tengo miedo de morirme y dejarte en una situación bastante mala.
– No me importa, papá. No que te morirás. Pero si lo hicieras, estaré perfectamente.
– Yo diría que habrá suficiente para enviarte a Oxford. Me parece que las chicas allí no salen demasiado caras. Ya se ocupará tu tío.
– Sí. Además, sea como sea, voy a conseguir una beca. Y no quiero dinero. Prefiero ganarme la vida. La señorita Bowler dice que una mujer que no puede ser independiente no es nadie. (La señorita Bowler era la profesora de inglés y la heroína del momento). Papá, seré escritora. La señorita Bowler dice que no le extrañaría que lo llevara en la sangre.
– ¡Oh! ¿Y qué vas a escribir? ¿Poesía?
– Quizá. Pero creo que no se gana mucho con la poesía. Escribiré novelas. Best séllers. Esas que todo el mundo quiere comprar. No novelas del montón, más bien del tipo de La ninfa constante.
– Necesitarás un poco de experiencia antes de escribir novelas, cariño.
– Tonterías. No necesitas experiencia para escribir novelas. En Oxford, los estudiantes las escriben constantemente y las venden como churros. Todas versan sobre las penalidades de la escuela.
– Ya veo. Y cuando acabes en Oxford, escribes una sobre las penalidades de la universidad.
– Esa es la idea. Ya puedo empezar a pensar en ello.
– Bueno, querida, espero que te salga bien. Sin embargo, a la vez me sabe muy mal dejarte sola tan joven. ¡Si hubiera aparecido aquel maldito collar! Fui un estúpido al pagarle a Wilbraham el valor de esa joya, pero como ella insistió tanto delante del gobernador, yo…
– ¡Oh! Papá, por favor, no empieces otra vez con esa estúpida historia del collar. No podías hacer otra cosa. Además, no quiero el dinero. De todos modos, tú no te vas a ir a ningún sitio.
Sin embargo, el especialista, que llegó el martes, lo vio muy mal y, en un aparte, le dijo al doctor Baines:
– Han hecho todo lo posible. Incluso si me hubieran llamado antes no podría haber hecho nada.
Y a Hilary le dijo:
– Señorita Thorpe, no debe perder la esperanza. No puedo ocultarle que la situación de su padre es grave, pero la naturaleza tiene increíbles poderes de recuperación…
Esta era la manera médica de decir que, a menos que se obrara un milagro, ya podían ir encargando el ataúd.
La tarde del lunes, el señor Venables salía de casa de una señora cascarrabias y de lengua viperina que vivía casi a las afueras del pueblo, cuando un ruido intenso y retumbante le golpeó los oídos desde lejos. Se quedó quieto con la mano en la valla.
«Es Sastre Paul», se dijo el párroco.
Tres solemnes notas y una pausa.
«¿Hombre o mujer?».
Tres notas y luego tres más.
– Hombre -dijo el párroco. Se quedó escuchando-. ¿Habrá pasado a mejor vida el pobre señor Merryweather? Espero que no sea el hijo de los Hensman.
Contó doce campanadas y esperó, pero Sastre Paul siguió tocando y el párroco respiró tranquilo. Al menos, el hijo de los Hensman estaba a salvo. Entonces, rápidamente empezó a calcular la edad de los feligreses que podían haber muerto. Veinte campanadas, treinta campanadas, era un hombre adulto. «Dios no quiera que sea sir Henry -pensó el párroco-. Ayer, cuando fui a verlo, parecía que estaba mejor». Cuarenta campanadas, cuarenta y una, cuarenta y dos. Seguro que era el viejo Merryweather; un gran alivio para él, el pobre. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis. Debía continuar, no podía detenerse en aquel fatídico número. El señor Merryweather tenía ochenta y cuatro años. El párroco aguzó el oído. Lo más probable era que el viento, que soplaba muy fuerte, no le hubiera dejado oír la siguiente campanada. Además, con los años, también había ido perdiendo oído.
Sin embargo, pasaron treinta largos segundos hasta que Sastre Paul volvió a hablar y luego se produjo otro largo silencio de treinta segundos más.
La vieja cascarrabias, sorprendida de ver tanto rato al párroco en la verja con la cabeza descubierta, se le acercó para ver qué pasaba.
– Es un repique de muertos -comentó el señor Venables-. Han tocado los nueve sastres y cuarenta y seis campanadas; me temo que debe ser sir Henry.
– Dios mío -dijo la señora-. Eso es una tragedia.
Una terrible tragedia -los ojos se le inundaron de una desagradable lástima-. ¿Y qué pasará ahora con la señorita Hilary, que ha perdido a su madre y a su padre uno detrás del otro, y que sólo tiene quince años y nadie que la cuide? No estoy de acuerdo en que las chicas jóvenes tengan que cuidarse solas. Acostumbran a ser problemáticas y no es justo que Dios les quite a sus padres tan pronto.
– No debemos cuestionarnos los caminos cié la Providencia -contestó el párroco.
– ¿Providencia? No se atreva a hablarme de la Providencia. Ya he tenido bastante de ese cuento de la Providencia. Primero se llevó a mi marido y luego a mis hijos, pero el de allí arriba le enseñará buenos modales si no se anda con cuidado.
El párroco estaba demasiado afligido como para replicar este notable discurso teológico.
– Sólo podemos confiar en Dios, señora Giddings -dijo, accionando la manilla de arranque del coche de un tirón.
El funeral de sir Henry se celebraría el viernes por la tarde. Aquélla era una ocasión de suma importancia para, al menos, cuatro personas en Fenchurch St Paul. El señor Russell, el director de pompas fúnebres, que era primo de Mary Russell, la mujer de William Thoday, estaba decidido a lucirse con el roble pulido y la placa conmemorativa. También debía tomar la delicada decisión de escoger a los seis portadores del ataúd, que tenían que ser de una altura parecida y llevar el mismo paso. Los señores Hezekiah Lavender y Jack Godfrey discutieron sobre el carrillón sordo que tocarían; el señor Godfrey tenía que colocar las fundas de piel en los badajos de las campanas y el señor Lavender debía dirigir el carrillón. Y, por último, el señor Gotobed, el sacristán, se encargaba de la tumba; y quería hacerlo tan bien que renunció a participar en el carrillón para poder dedicarse por completo a organizar las ceremonias fúnebres, aunque su hijo Dick, que le ayudaba con los preparativos, se consideraba suficientemente capacitado para encargarse él solo de todo. En cuanto a cavar el agujero, no había demasiado trabajo, para disgusto del señor Gotobed. Sir Henry había expresado su deseo de ser enterrado en la misma tumba que su mujer, así que las posibilidades de realizar un trabajo meticuloso desaparecieron. Sólo tenían que retirar la tierra, que todavía no se había endurecido después de tres lluviosos meses, limpiarlo un poco y colocar hierba fresca donde iban a poner el ataúd. Sin embargo, como le gustaba hacer las cosas con suficiente antelación el señor Gotobed se encargó de hacerlo el jueves por la tarde.
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